´Afganistán: la mano en nuestro bolsillo´, William R. Polk

En las reuniones celebradas con funcionarios estadounidenses y afganos durante el viaje que realicé durante el pasado mes de agosto a Afganistán, he oído una y otra vez que la corrupción posee tal magnitud y está tan generalizada en el país que pone en peligro las posibilidades de alcanzar una paz aceptable.

En mi último artículo, describí el aspecto más violento de la corrupción, el expolio de que son objeto por parte de los señores de la guerra la población afgana y las fuerzas de Estados Unidos y de la OTAN. En este analizaré, a partir de mis entrevistas con funcionarios, diplomáticos, periodistas de la prensa nacional y extranjera y trabajadores de organizaciones no gubernamentales, cómo funciona el sistema, a quién beneficia y cuál es su alcance.

Según un informe de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito publicado en enero, la mitad de la población afgana había pagado un soborno a un funcionario en el curso del año anterior y la mayoría (59%) consideraba que la corrupción pública era un problema más grave que el peligro físico.

Razón no les falta, puesto que el informe calculaba que los afganos pagan en sobornos todos los años un dólar de cada cuatro ganados por el país (casi 2.000 millones de dólares). El cálculo de las Naciones Unidas se basó en 7.600 entrevistas realizadas en 12 capitales de provincia y más de 1.600 pueblos. De modo que no se trata sólo de la capital, Kabul, donde viven 5 millones de personas y donde el dinero es relativamente abundante, sino de un fenómeno que afecta a todo el país. Los sobornos ascendieron como media a más o menos la mitad de los ingresos del pagador. Los receptores fueron, por lo general, agentes de policía, jueces u otros funcionarios.

Las personas con las que hablé en Kabul me dijeron que no era posible conseguir un recibo tras pagar una factura de un servicio público sin incluir una mordida para el funcionario que recibía el dinero. "Si no hay dinero, no hay recibo", y el servicio podía verse interrumpido o la factura cobrada por segunda vez. De modo que no había escapatoria al pago de sobornos.

De modo similar, en los omnipresentes controles policiales que tienen lugar por todo Kabul, un conductor corre el riesgo de que le den el alto sin motivo aparente y de que le digan que va a ser objeto de una denuncia. La entrega de dinero permite que la denuncia se olvide. En caso contrario, el proceso llevará al denunciado a un tribunal donde la cantidad exigida sería mucho mayor.

No sólo los afganos pagan sobornos: la entrega de millones de dólares en efectivo a los caudillos rurales es una práctica habitual entre los soldados estadounidenses y de la OTAN. Los militares los pagan para conseguir información y, si es posible, apoyo. Muchas de las personas con las que hablé mencionaron el ya famoso comentario hecho por el general David Petraeus, el nuevo comandante en jefe en Afganistán: "El dinero es mi mejor munición en esta guerra".

Pocos aldeanos pobres son capaces de resistir la tentación. Sin embargo, la mayoría de observadores con los que hablé dudaban de que el hecho de ser comprados de ese modo condujera automáticamente a la lealtad.

Muchos afganos me dijeron que, dadas las distintas formas de sobornos y corrupción frecuentes entre los extranjeros, no había posibilidad alguna de que los afganos, aunque quisieran, pudieran detener esa dinámica.

Me pregunté si se trataba de una acusación justa y, en busca de otra opinión, acudí a la doctora Sima Samar, jefa de la Comisión Independiente de Derechos Humanos de Afganistán (AIHRC, en inglés).

En el curso de nuestra conversación, la doctora Samar dijo dos cosas importantes. Ante todo, coincidía con los artículos de prensa que yo había leído y con las demás personas a las que había entrevistado en que gran parte de la élite gobernante del régimen de Karzai estaba preparando su salida del país para el caso de que el curso de la guerra adquiera visos negativos. Son muchas las personas, me dijo, que "ya han conseguido una doble nacionalidad. Eso les facilitará irse a otro país si ya no se sienten seguros en Afganistán. Mandan a sus hijos al extranjero, un hijo al Reino Unido, otro hijo o una hija a Estados Unidos o a Canadá... y quizá también a las esposas".

"Por supuesto, junto con ellos, o a los bancos extranjeros, también envían todo el dinero que pueden. La razón es muy sencilla: confían poco en el actual gobierno y aún menos en el futuro".

"¿Y por qué no?", se preguntó. "No tienen otra cosa a la que recurrir. Lo que hacen es prudente en términos individuales, aunque sea desastroso en términos nacionales".

"Desastroso en términos nacionales" parece un poco exagerado hasta que uno piensa en la magnitud del flujo de dinero que se deriva hacia el exterior.

Umar Zajilwal, el ministro de Economía afgano, admitió en una carta enviada a un congresista estadounidense que en los últimos tres años más de 4.000 millones de dólares en efectivo habían sido sacados del país en maletines y maletas con destino a cuentas particulares en el extranjero. Tales cantidades de dinero tienen un grave efecto en la precaria economía afgana, puesto que no sólo representan una parte principal del Producto Interior Bruto, sino la casi la totalidad de los fondos disponibles para los proyectos de desarrollo.

De modo aún más importante, un flujo exterior de dinero tan enorme pone de manifiesto que el compromiso con Afganistán de los miembros ricos y poderosos del gobierno de Hamid Karzai es frágil y menguante. Los más privilegiados, la élite del poder afgano, están tomando precauciones y se preparan para salir del país. Y su transferencia de fondos se ha acelerado últimamente. En lo que va de año, se calcula que ya ha llegado a los 1.000 millones de dólares.

Con retraso y a petición del Congreso de EE. UU., que retiene varios miles de millones de dólares en nuevas donaciones, el gobierno estadounidense planea crear un programa con el que revisar los números de serie de los billetes de cien dólares para ver si el dinero procede de la ayuda estadounidense.

Ahora bien, aunque la doctora Samar atribuyó gran parte de la culpa a los afganos, también señaló lo que describió como corrupción extranjera.

"No es, claro está, del mismo tipo - dijo-pero cuando un contrato es adjudicado a una compañía extranjera y ésta hace un mal trabajo o no lo acaba y, sin embargo, luego exporta el 80 o el 90% de los fondos del contrato, ¿no es eso también corrupción? Esas prácticas sirven de modelo para nuestro pueblo".

Es evidente que, como me dijeron muchos de mis informantes, la corrupción moldea la visión que tiene el afgano medio de su propio gobierno y que es uno de los temas subrayados por los talibanes en su campaña para "conquistar el corazón y la mente" de los afganos.

 

 14-IX-10, William R. Polk, analista internacional, lavanguardia