´Contra los preámbulos´, Xavier Bru de Sala

Al grano pues: los preámbulos  son un mito de la sexualidad del siglo XX, un invento, no para satisfacer a las mujeres, sino para mortificar e incluso avergonzar a los machos de la especie. Asociado al mito de los preámbulos, está el de la culpabilidad del pene, si no por existir, sí por pretender algún tipo de protagonismo en el lecho. A fin de humillarlo más, incluso se inventaron, y siguen dando la vara, perdón la caña, con la insidia de las zonas erógenas alternativas, cuando no pasan de complementarias. Una cosa es la sofisticación de las relaciones amorosas, las posibilidades de experimentar que se abren en abanico pero por donde el común de los mortales prefiere no adentrarse, y otra confundir el prólogo con el texto. Claro que existen desvíos encantadores, pero sin olvidar que no es lo mismo rascar la espalda o masajear los pinreles, pongamos por caso. Si nuestros antepasados hubieran pensado así, nuestra especie se habría extinguido, y no disfrutaríamos del placer de escribir por escribir ni el de leer por leer un artículo de verano, fruto de una amable y poco controvertida sobremesa.

La conclusión, que adelanto, es obvia. Las defensoras de los preámbulos son en realidad abstencionistas. En mi juventud sesentayochista, las que empezaban hablando maravillas de los preámbulos acabaron adheridas como bivalvas a la divisa "una mujer sin un hombre es como un pez sin bicicleta". O sea, que abajo el hombre, a menos que prescinda de su ridículo y machista adminículo. Y suerte tuvimos que la inmensa mayoría de lo que se abstenían era de relacionar la teoría con la praxis, como los marxistas de pacotilla que fuimos casi todos. No es de extrañar entonces que a un amigo y compañero de fatigas, aquejado de desvelo previo, se le pasara la preambulitis el día que una muy bien dispuesta compañera de cama le espetó: "Deja ya de babearme la oreja y empieza de una vez, so penco". Como la mayoría, sabía lo que se hacía, ya que el riesgo del preámbulo consiste en el fin de fiesta masculino justo cuando ella empieza a dar signos de acercarse a la meta, que por si alguien no se había enterado es el umbral de lo verdaderamente memorable. Tanto pueden perderse ambos por culpa del mito del preámbulo.

Peor aún, en no pocos casos el pene reacciona como es natural, ofendiéndose, declarando huelga, o haciéndola sin haberla declarado, no como los controladores sino al revés, a causa del descontrol. La exigencia preambúlica ha acarreado un malestar preabúlico. Es él, pobrecito, el que va a necesitar preámbulos.

Lo que de veras importa es la situación. Si la situación es propicia, huelgan preámbulos. En cambio, si las condiciones, llamémoslas medioambientales, son adversas, no hay preámbulo que valga. En todo caso, en condiciones de equilibrio entre el sí y el no, un preámbulo adecuado puede inclinar la cosa hacia la realización o, por el contrario, el más leve desliz o distracción puede acabar en frustración de las expectativas. Ya ven, pues, que no estoy, por principio, contra los preámbulos, sino contra los preámbulos por principio.

Quedémonos, pues, con la situación, y si quieren llámenla predisposición, pero no la confundamos con el precalentamiento, pues las personas no son pizzas ni el sexo una actividad comparable al deporte de élite. El precalentamiento, para el horno, para los futbolistas o los que pretenden récords de velocidad. Los humanos, o llevan el calor dentro o no hay horneado que valga.

Ahora bien, ¿cómo se crea la situación? En la mayoría de los casos, no se sabe. En otras, en las relaciones de larga o media duración, hay códigos, rutinas, etcétera. Para los que están en el principio, por lo general cuenta, tanto o más que la atracción, el palique. Con razón decía quien me sé que el vestíbulo de la cama es la oreja, pues vertiendo en ella las palabras mágicas, el acceso está asegurado. Para ellos, en cambio, el preámbulo también puede ser oral, pero sin tanta retórica, o incluso silencioso.

Sucedáneos, cuantos quieran, pero no los confundan con los preámbulos. Nada peor que quedarse en el preámbulo y luego, por lo que sea, que haya corte. ¿O acaso prefieren tomar el vermut y una oliva y quedarse en ayunas a tener el plato en la mesa, aunque sin la oliva previa?

Lo mismo que en las leyes, decretos ley y otras disposiciones de quienes nos organizan la vida sin advertir que luego, una vez apeados del cargo, tendrán que someterse a los que fueron sus dictados, cuando no sus poco meditados caprichos. Pues bien, cuanto más plausible eso aparenta ser el preámbulo de una ley, peor es su texto. Cuanto más parece que vaya a arreglar el mundo, peor lo deja. Pues con eso y aquello, y tal vez también con lo otro, sucede que la conciencia, aunque escondida a los propios ojos, de ser un desastre en lo que importa, se compensa con una especial atención al preámbulo. O dicho de otro modo y abriendo el compás, cuanto peores son los actos, más cuidado suele ponerse en los motivos.

A saber si lo que acaban de leer es un preámbulo, un epílogo, o empezó siendo lo primero para acabar a modo de coda. O al revés.

27-VIII-10, Xavier Bru de Sala, lavanguardia