´La Europa que no queríamos ver´, Francesc-Marc Álvaro

Podría empezar este artículo contándoles que yo, durante algunos años, tuve un vecino gitano, el señor Àngel Giménez, uno de los más respetados líderes de su comunidad. Les explicaría que Àngel y su familia se dedican al comercio desde siempre, como tantos otros gitanos que recorren de manera habitual los mercados del país de acuerdo con el calendario de comercios semanales al aire libre. También podría informarles de las raíces leridanas de este gitano de Vilanova i la Geltrú, buen conversador, enteramente implicado en la vida ciudadana y preocupado en transmitir valores positivos a los jóvenes. Àngel y los suyos viven igual que la inmensa mayoría de los payos. Pagan sus impuestos y siguen las normas de convivencia a las que miles de gitanos se han adaptado en este país desde hace varias décadas. Si quisiera redondear mi relato, también les daría cuenta de una anécdota infantil con gitano incluido. Resulta que mi padre me compró una guitarra porque, al parecer, di muestras, en mi remota infancia, de algún interés por aprender a tocar, un propósito que nunca cuajó. El asesor de mi padre a la hora de adquirir el instrumento fue un gitano, también vilanovés, llamado Antonio, conocido con el sobrenombre de Moreneti y bastante ducho a la hora de hacer sonar las cuerdas.

Les acabo de explicar una modesta, personal e intransferible historia europea. No es una historia de las quimbambas, sino de aquí. Una historia real del pequeño trozo de Europa en el que nací y donde me he criado. Se trata de una historia que acaba bien, una historia de éxito, y también de equilibrio entre la conservación de las señas de identidad de una minoría y su integración en esa globalidad que llamamos la sociedad, los payos, la mayoría que legisla y pone nombre a las cosas.

Pero no todas las historias con gitano acaban bien ni parecen aptas para una teleserie de TV3. El extraordinario reportaje de Andy Robinson que La Vanguardia publicó el pasado domingo permite entender la enorme suerte que mi vecino Àngel y yo hemos tenido al no haber nacido ni haber vivido en Batar, una aldea de la Transilvania rumana que ilustra una historia europea de fracaso, discriminación, exclusión, abandono y limpiezas étnicas. Los gitanos de Batar son tan europeos y tan gitanos como los de mi ciudad, pero les separan muchas más cosas de las que les unen. Estábamos ocupados vigilando la llegada de pateras en el estrecho cuando, zas, hemos descubierto goteras de gran calibre en el edificio europeo. La Europa que no queríamos ver ha aparecido en toda su incómoda complejidad y, además, está muy cerca de casa. Está en Rumanía, país miembro de la Unión Europea desde el año 2007. Hagamos memoria: el pasado mes de julio, la Comisión Europea suspendió a las autoridades de Bucarest por su "compromiso insuficiente" a la hora de hacer cumplir los estándares comunitarios y subrayó que la justicia rumana sigue siendo ineficaz a la vez que se niega a colaborar y asumir responsabilidades. Nada ocurre por casualidad.

Preguntado por Jordi Barbeta sobre el problema de los gitanos rumanos en Francia, el ministro de Trabajo e Inmigración del Gobierno central, Celestino Corbacho, declaró que él trataría de "impedir que se instalen campamentos ilegales" y añadió que "son un foco de conflicto que afecta a la convivencia y a la salud". Palabras sensatas que no rehúyen el debate y que contienen una gran virtud y un gran defecto. La virtud es que evitan escrupulosamente el estigmatizar al conjunto de personas de un grupo, que es, en cambio, lo que convierte las medidas de Sarkozy en totalmente inaceptables para quien se haya tomado la molestia de pensar un minuto en los principios fundacionales de este espacio único de libertad y bienestar que simboliza la bandera azul con estrellas amarillas. El defecto es dejar entrever que puede ser fácil bloquear la llegada a España de una eventual oleada de ciudadanos europeos gitanos que piensen en acampar, como han hecho en Francia, junto a nuestras localidades. Corbacho da en el clavo cuando apunta que "las soluciones parciales ya no sirven". La verdad es que lo que ocurre en Francia no tiene nada que ver con la inmigración, como es evidente. Es un problema de convivencia europeo a gran escala, un desafío continental que, hasta la fecha, se contenía o se diluía dentro de las fronteras estatales clásicas.

Las leyes democráticas obligan a los individuos como tales y no en tanto que miembros de un determinado colectivo o minoría. Las restricciones aplicadas a gitanos, musulmanes, judíos, negros, colombianos, vascos, catalanes o lo que ustedes quieran no caben en nuestro marco de vida en común. Esta es la irresponsabilidad de la receta de Sarkozy ante un problema que, debemos decirlo en voz alta, compete en primer lugar al Gobierno rumano y, luego, a toda la Unión Europea. Poco importa si a esto se le llama racismo o no, porque al final acaba dando alas a las minorías xenófobas. La tarea de los gobernantes no es fácil, pero no sirve de nada expulsar a los europeos de una parte de Europa. Mañana regresarán.

En mi ciudad todavía hay una calle conocida popularmente como el carrer dels gitanos. Una calle que siempre ha sido menos exótica de lo que su nombre sugiere. Una calle que anunciaba la diferencia cercana y misteriosa a la vez. Una calle de Europa, ni más ni menos.

22-IX-10, Francesc-Marc Álvaro, lavanguardia