īLa ciudad en el marī, Niall Ferguson

La ciudad en el mar

Edgar Allan Poe escribió un poema maravillosamente siniestro, La ciudad en el mar,que describe una metrópoli semejante a la Atlántida, perdida en las "melancólicas aguas" de un "mar desvaído". En esta época del año, el mar nos hace alejarnos de las ciudades y nos atrae hacia sus orillas. Desde Cowes hasta Cancún, retozamos en sus olas. Este año, sin embargo, no puedo evitar pensar en los versos de Poe como si fueran una suerte de profecía: "¡Mirad! La muerte ha erigido su trono / en una extraña ciudad recóndita y perdida / en la lejanía del sombrío Oeste, / donde buenos y malos, los peores y los mejores / reposan ya en su descanso eterno".

¿Por qué me ha hechizado esa imagen de una ciudad hundida? Creo que es porque simboliza la venidera venganza del mar contra la humanidad por casi un siglo de maltrato. Hace exactamente noventa y nueve años que Leo Hendrik Baekeland inventó el primer plástico basado en un polímero sintético - la baquelita- y, con ello, dio comienzo a la era del plástico. A partir de ese momento, una nueva forma de contaminante llegó a los mares: uno que tardaba un siglo o más en degradarse.

Las consecuencias de un siglo de contaminación de plásticos son más que evidentes a lo largo de la costa del sur de Gales, frecuentada por nuestra familia todos los agostos. En algunos tramos de playa, cerca de Porthcawl, no se puede pasear sin pisar una botella de plástico. Al nadar me encuentro muchísimas veces con bolsas de patatas fritas vacías, tan plateadas como una caballa pero cuadradas y muertas. Las bolsas de plástico flotan en el agua como medusas espectrales; otras vuelan tierra adentro arrastradas por el viento y se ensartan de una forma horrible en los barrones de las dunas.

Junto con otros voluntarios de la localidad, con frecuencia intento limpiar esos restos marinos y terrestres de estridentes colores.

Mientras sudamos, maldigo para mí a los responsables. Gamberros de la zona. Turistas despiadados.

Marineros desentendidos. "No es así en la hermosa isla de Coll - mascullo-, donde pasábamos antes las vacaciones".

Sigue soñando; el problema de la contaminación de la costa es ubicuo. La práctica totalidad de la costa británica se encuentra afectada, tal como señalaba hace unas semanas el documental de la BBC Seawatch (vigilancia marina). Según el último estudio anual de la Sociedad para la Conservación Marina, que se ocupa de más de ciento cincuenta kilómetros de costa en Gran Bretaña, se ha producido un aumento del 90 por ciento en densidad de desechos respecto de la pasada década. Más de una tercera parte de la porquería que se encontró en el último estudio consistía en fragmentos de plástico, envoltorios de alimentos, tapones de botellas y bastoncillos de algodón.

Yno sólo es Gran Bretaña. La plaga del plástico es una epidemia global. Según el Programa Medioambiental de las Naciones Unidas, aproximadamente unos 46.000 elementos plásticos flotan en cada 2,5 kilómetros cuadrados de los océanos del mundo.

El problema es más que meramente estético. Hace unos días, Los Angeles Times salía con un impactante artículo sobre el atolón Midway, un lugar todo lo aislado del mundo que se pueda estar, a 4.500 kilómetros al oeste de California y 3.500 al este de Japón. Allí apenas vive nadie, de modo que la cantidad de bolsas de patatas fritas que se arrojan al mar no puede ser muy elevada. Con todo, la población de aves de Midway está sufriendo grandes estragos, puesto que los albatros alimentan a sus crías sin darse cuenta con fragmentos letales de plástico que recogen en lo que ha dado en llamarse Mancha de Basura Oriental,una verdadera isla de desperdicios formada por las corrientes subtropicales del Pacífico norte. La Mancha no es tanto una ciudad en el mar como un vertedero municipal en pleno océano.

Los albatros no son las únicas víctimas. Las tortugas laúd de las aguas británicas mueren tras largas agonías después de ingerir bolsas de plástico. Un incontable número de peces y mamíferos marinos perecen cada año a causa de redes de pesca abandonadas, de modo que el problema crónico de la sobreexplotación pesquera se agrava aún más. También los humanos pagan un precio. Desde 1969, el consumo humano de pescado ha subido un 8 por ciento cada año, pero (según la FAO) alrededor de un 16 por ciento de las principales reservas pesqueras del mundo se ha agotado ya, lo cual significa que ahora se pesca más deprisa de lo que tardan en reproducirse los peces. En cuanto a esos afloramientos de algas tóxicas que han estado infestando las costas italianas, bien pueden estar avivados por agentes de producción humana, como los fertilizantes químicos que los ríos vierten al mar.

Algunos ecologistas se preocupan más por la tierra y el aire que por el mar. Se inquietan por la desaparición de las selvas tropicales y por el calentamiento de la atmósfera. Sin embargo, alrededor de un 70 por ciento de la superficie del planeta es agua, no tierra firme. El hecho de que estemos sustituyendo de manera sistemática el bacalao por botellas de Coca-Cola merece más atención de la que recibe en la actualidad, una observación bien argumentada en el informe publicado a principios de verano por el Programa Medioambiental de la ONU y la Unión Mundial para la Naturaleza.

Con todo, ¿qué se puede hacer? En términos económicos, la contaminación de los océanos es la definitiva tragedia de los bienes comunales.Tal como dio a conocer el ecologista Garrett Hardin, la tragedia consiste en que un área de pastos siempre tiende a agotarse y acaba quedando destruida si los beneficios de la explotación corresponden a individuos, mientras que los costes (lo que los economistas gustan de denominar externalidades negativas)son compartidos. Cuando la gente tira basura al mar, actúa igual que el ganadero medieval que sobreexplotaba los pastos de los propios. El contaminador se deshace de la basura sin ningún coste, igual que las reses del ganadero se alimentaban por las buenas. Sin embargo, si el mar se convierte en un pozo negro, todo el mundo sale perdiendo; igual que perdía todo el mundo cuando la propiedad comunal se convertía en un desierto.

Hay dos soluciones clásicas a esta clase de problema. La primera es que una autoridad superior lo regule. En el caso de los océanos, esta solución ya se ha aplicado mediante la Convención de las Naciones Unidas de 1994 sobre el Derecho del Mar. El problema, como con tantos otros documentos de la ONU, es la falta de una aplicación eficaz.

Así pues, ¿qué hay de la solución alternativa, esto es, la privatización? En Inglaterra, a principios de la edad moderna las tierras comunales fueron vallándose progresivamente; propietarios individuales levantaban cercas y reclamaban las parcelas como suyas. En teoría, por supuesto, algunas partes del mar ya están valladas, en tanto que los países con litoral afirman ser propietarios de las aguas costeras y de su pesca. Las aguas costeras británicas se extienden hasta 12 millas náuticas de la orilla; la zona de pesca exclusiva que reclaman los británicos es de 200 millas náuticas.

Sin embargo, aunque esas pretensiones fueran universalmente respetadas, enormes extensiones de los océanos del mundo seguirían siendo agua de nadie. En cualquier caso, además, no está nada claro que los gobiernos sean custodios eficaces ni siquiera de sus propias aguas territoriales, puesto que es precisamente ahí donde se concentra la mayor parte de la contaminación marina. Es más, son los gobiernos quienes subvencionan con eficacia la sobreexplotación pesquera.

Ésta, pues, podría ser la definitiva tragedia de los bienes comunales. "Los hombres de la era del hidrocarburo - podría escribir un futuro historiador- se dedicaron a la extracción de petróleo de debajo de la tierra y de los fondos marinos. Gran parte del petróleo lo quemaron para calentar sus hogares, alimentar sus vehículos y mantener sus fábricas en funcionamiento. Sin embargo, también lo utilizaron para fabricar plástico, una sustancia que valoraban por su durabilidad.

MESEGUER " Sin seguir lógica alguna, los hombres utilizaron este indestructible producto del petróleo para propósitos más bien efímeros, sobre todo para envolver obsesivamente con él todo lo que comían y bebían. En consecuencia, cada comida humana generaba una importante cantidad de desechos en forma de contenedores de plástico sucios. Algunos los quemaban, otros los enterraban en enormes agujeros, pero una cantidad considerable de todo ese plástico acababa en el mar.

" Puesto que el plástico tiende a flotar, la basura fue cubriendo poco a poco áreas cada vez mayores de la superficie del océano. Las corrientes y las mareas depositaban una parte en playas de todo el planeta, pero la mayoría seguía flotando en las denominadas manchas de basura, donde nadie lo veía. Como las víctimas principales de la contaminación a causa del plástico eran aves, peces y mamíferos marinos, los hombres no le daban mucha importancia. Sólo unos cuantos recordaban los versos de Edgar Allan Poe: ´Las olas tienen ahora un brillo más rojizo, / las horas respiran con debilidad y langor, / y cuando, entre la ausencia de gemidos terrenales, / esa ciudad se asiente por siempre abajo, en lo hondo, / el infierno se elevará desde un millar de tronos / y le rendirá reverencia´".

Disfrutemos de la costa, pues; pero cuidado con el venidero tsunami de basura.


lavanguardia, 19-VIII-06