´Un paraíso llamado China´, Francesc-Marc Álvaro

Uno, cada día al levantarse y siguiendo  el consejo de los estoicos, se prepara mentalmente para intentar que ciertas cosas le afecten lo menos posible. Dada la inflación de discursos y actos que sólo añaden confusión, estupidez, injusticia y dolor a la realidad, toda prevención es poca. No obstante, y a pesar de los esfuerzos por mantener los oídos sordos a multitud de mensajes tóxicos, siempre hay algunos que acaban por colarse, seguramente porque superan de manera extraordinaria los parámetros habituales. A raíz de la concesión del premio Nobel de la Paz al disidente encarcelado Liu Xiaobo, hemos podido gozar de la aparición, por nuestros pagos, de varias voces defensoras del particular sistema chino. Con un entusiasmo enternecedor, estas voces cantan las mil excelencias del régimen de Pekín de un modo tan convincente que a uno, por escéptico que sea, le cogen unas ganas locas de irse a vivir al paraíso descrito. El pobre Liu Xiaobo - nos vienen a decir los admiradores del modelo del gigante asiático-es un pobre tipo que no se ha enterado de la suerte que tiene de ser chino y que, además, no representa a nadie.

La base argumental de los palmeros de la dictadura china (la mayor del planeta) es tan sencilla como clara: el Partido Comunista ha convertido el país en la segunda economía mundial y mantiene el orden sobre una población de 1.400 millones de personas. Dos hechos incuestionables. Ante tamaña hazaña - nos advierten-no hay que perder el tiempo preguntando sobre los métodos que se han seguido para lograrla. La democracia y los derechos humanos son, así lo califican sin vergüenza alguna, "divertimentos para intelectuales".

Lo más interesante de esta pública, desacomplejada y entregada adhesión local a la tiranía china es que ha conseguido poner de acuerdo a personajes de ideología muy diversa. En esta coalición van juntos de la mano desde ultraliberales partidarios del crecimiento salvaje hasta antiguos militantes nostálgicos de extrema izquierda, desde gurús de reputadas y pías escuelas de negocios hasta sesudos estudiosos de la globalización prestos a denunciar - eso sí-todas las supuestas derivas de nuestras imperfectas democracias. Unos se excitan viendo en China un mercado gigantesco y sin trabas mientras otros ven cumplida su utopía juvenil de un comunismo económicamente triunfante y capaz, además, de plantarle cara a Estados Unidos. Que este comunismo se apoye en el capitalismo es un pequeño detalle que no molesta ni a unos ni a otros. Como no molesta la corrupción estructural, ni la censura, ni la persecución y eliminación de los que discrepan.

La pregunta es tan cínica como demagógica, pero los fans del sistema chino la hacen de forma recurrente: "¿Quién quiere democracia cuando el sistema ofrece empleo, prosperidad y seguridad?". No es una pregunta muy original, todo hay que decirlo. Antes que ellos la hicieron los partidarios de los estalinistas, de los fascistas, de los nazis, de los franquistas, de los castristas, de los pinochetistas... En España, todavía es fresca la memoria del desarrollismo, que combinó liberalización capitalista con dictadura militar, así que no hace falta imaginarnos las respuestas más adecuadas. Para aquellos que no acabamos de comprender el fenómeno, los amigos de Pekín tienen el argumento definitivo: "El problema es que ustedes no conocen la tradición y los valores del pueblo chino, que nunca ha conocido la democracia". Cuando escucho o leo tal cosa, me río y pienso en esos turistas alemanes que venían a pasar el agosto entero en la playa de mi pueblo a finales de los años sesenta y que, bajo los efectos de la sangría y la cerveza, protegían su moral democrática de buenos europeos con ese eslogan gubernamental que pretendía vender la pintoresca realidad franquista: "Spain is different". Efectivamente, China también es diferente, en el mismo sentido que lo era la Sudáfrica del apartheid o lo es hoy la Birmania de las juntas militares o el Irán de los ayatolás. Una diferencia tan insólita que hace abstracción de eso que varios disidentes chinos denominan "la corriente principal de la humanidad civilizada". Claro que estos disidentes, comparados con la mayoría silenciosa, son una mota de polvo. Si se pudren en la cárcel, ni se notará. Cierto. Pero ¿acaso la oposición a Franco era masiva? Basar la legitimidad de una causa justa en el número de sus militantes es de un rigor intelectual descriptible. Por ejemplo, los alemanes que se opusieron a Hitler ¿dejaron de tener razón por ser una selecta y casi invisible minoría?

En el fondo de esta impostura prochina hay algo que siempre resulta éticamente descorazonador e inquietante: ¿cómo se puede defender seriamente un sistema de vida para otros que no querríamos nunca para nosotros mismos? La mirada colonialista, teñida de paternalismo, aceptaba sin ningún problema para los pueblos considerados inferiores regímenes que la mentalidad occidental repudiaba para sí. ¿Volvemos al pasado bajo retóricas que pretenden ampararse en el relativismo cultural que mejor se adapte a la ansiedad de los mercados? Se comprende que las cancillerías de las democracias practiquen el más descarnado realismo en las relaciones con China (cuyo yuan es la mejor arma disuasoria), pero ello no debería ni silenciarnos ni anestesiarnos a todos. No vaya a resultar que, al final, unos y otros acaben dando la razón, a título póstumo, a ese ideólogo de Franco que escribió El crepúsculo de las ideologías.¿Cómo se lo explicaremos al premiado Liu Xiaobo?

20-X-10, Francesc-Marc Álvaro, lavanguardia