´¿No les parecen muchas?´, Gregorio Morán

Las estadísticas las carga el diablo. Hay que aprender a vivir con ellas. Impresiona saber que los ciudadanos españoles consumen una media de 225 minutos televisivos al día, y los catalanes superan esa cifra hasta llegar a 232. Cuatro horas al día de televisión es una dosis tan considerable que convierten la pantalla en el tercer fundamento de nuestra vida, y en el caso de los batallones de parados, en el segundo. O quizá, el primero. ¿Dedican más horas a dormir, o a ver la televisión?

Hasta ahora el lugar donde pasábamos más tiempo era en el trabajo, ya fuera el taller o la mesa de despacho.

Luego venía la cama; residencia de obligado cumplimiento durante seis, ocho, o más horas, dependiendo de las querencias y las posibilidades. Y a partir de aquí, el tiempo se personalizaba en múltiples opciones, desde las más peregrinas hasta las más insólitas. Había quien echaba la partida - actividad que ocupaba horas sucesivas-,quien iba a la tertulia, quien sostenía aficiones, o leía, o paseaba. O no hacía nada, el nirvana absoluto.

Cuando uno deja de trabajar, ¿qué hace? Ver la tele. Para evitar malentendidos: no tengo la más mínima objeción a la televisión, salvo la apreciación de que sus programas más idiotas suelen ser contemplados por gente de natural inteligente. Soy un televidente de bajo consumo, que se limita a sufrir con los telediarios; de una sosería tan monocorde que en ocasiones se percibe no sólo la desgana de los redactores, sino los esfuerzos del presentador para no aburrirse. Fíjense si los informativos están hechos torpemente que la información más importante es la meteorológica. Los que se dedican a predecir el tiempo son los únicos periodistas que innovan algo en un concierto de imágenes convencionales. Por lo demás, me atengo a las recomendaciones, y a veces me admiro, y en general, apago; no entiendo la actitud del que soporta la televisión como un cilicio posmoderno. Siento una fraternal solidaridad profesional por los avezados críticos televisivos, porque ellos han de verlo casi todo, y de resultas cabría pensar que o sufren o son masoquistas. No se trata sólo de admiración, también hay piedad.

La radio consiente las manualidades. Se puede trabajar y escuchar la radio. Con la televisión se está o no se está. Hay quien la considera una imprescindible introducción al sueño; aunque así sea, es obvio que cuando la mira, la ve, y cuando duerme, sueña. Si lo tomamos en su sentido literal, cuatro horas de tele al día bastan para condicionar tu vida, al menos como instrumento de medida. El tiempo libre se rige por la televisión. Una forma de feliz esclavitud, supongo. Estoy seguro de que existe la condición de teleadicto. ¿Puede ser una enfermedad? Probablemente no, pero sí es una patología, y cuando algo se convierte en patológico necesita tratamiento. Parece un chiste, ¿verdad? Una cosa tan sencilla como agarrar el mando puede devenir una adicción.

¿En qué se notaría que se trata de una adicción? Todo el mundo conoce a gente a su alrededor que confiesa con rotundidad que no podría vivir sin televisión. Eso no tiene nada de peligroso, ni siquiera es inquietante. Yo conozco gente que no podría vivir sin leer periódicos, o un libro, o beber vino, o tomarse un whisky. Y lo entiendo. La cuestión está en las dosis. Cuatro horas diarias, a las que habría que añadir las horas de todos aquellos que no las usamos, son proporciones de caballo, que convierten a cualquier ciudadano en drogodependiente televisivo. A partir de ese estado cabe pensar que uno tendrá complicaciones con el resto de las actividades humanas ligadas con la inteligencia. Estoy seguro, yme sorprende que tantos psicólogos - la psicología se está convirtiendo en un semillero de directores espirituales-no se concentren en el tratamiento de las patologías vinculadas a la teleadicción.

Socialmente tiene efectos contradictorios, o por decirlo en pedante, la teleadicción soporta una dialéctica tortuosa. Resulta beneficiosa para los poderes en general. Un teleadicto no es un sumiso, incluso puede ser todo lo contrario, pero consume un material ideológico en tan gran cantidad y sin darse cuenta, que ríase usted de un drogodependiente habitual. Porque el yonqui sabe lo que se mete, pero no conoce, o le importan un rábano, las consecuencias. Pero al teleadicto le ocurre lo contrario; piensa que el aparato, su pantalla, su mando y su serie de canales son inocentes, que están hechos para distraerle, e incluso algunas tertulias televisivas le hacen creer que aprende y que está al tanto de las cosas del poder. Y en eso es aún más ingenuo e ignorante que el colgado habitual, porque jamás se le podría ocurrir que le están comiendo el coco, mientras que el drogodependiente sabe que se está devorando la salud.

Fíjense en el paradigma de nuestra sociedad. Estados Unidos y la campaña de las grandes cadenas por destruir al presidente Obama. Usted podría creer que se trata de una ofensiva racista contra un presidente negro. No se lo crean, porque eso no es más que una verdad televisiva, es decir, parcial y reconstruida; imaginaria, ideológica. Lo que odian de Obama no es que sea negro, sino que se niegue a hacer de Tío Tom; una cosa es que un afroamericano pueda ser presidente y otra que no haga lo que quieren. La imagen siempre es esclarecedora, pero limitada. Esa es la dialéctica de la televisión. Quien controla las imágenes sobre el poder dispone de la capacidad para ejercerlo y puede decir con seguridad que tiene a la parroquia en situación de dependencia. La servidumbre del teleadicto.

Las imágenes de la televisión mueven el mundo. Parece una frase retórica y tremenda cuando, en el fondo, resume una enorme banalidad. Quien aspire a ser algo, es decir, más allá de un teleadicto, o lo que es lo mismo, a formar parte del cogollo de quienes reparten las imágenes, debe tener muy claro que lo primero que debe hacer es congraciarse con los proveedores de imágenes. Pactar con ellas, se dice en política. Alquilarlas, se denomina en los negocios. Lo hizo Obama, por seguir con el ejemplo. Ahora bien, una vez que uno entra en el mundo de los poderes de la imagen hay que aceptar las reglas del juego.

¿Y cuáles son las reglas? Basta con una, la de oro. No hay teleadictos, ni sobredosis, ni pendejadas de intelectuales caducados. Hay buena y mala televisión, y la medida de que una cosa funciona está en que la gente se apasiona con ella; aunque la deteste, invierte en ella. Incluso cuando linda con la zafiedad o cae literalmente más allá del código de la decencia, hay algo que la hace humana, muy humana. ¿Y qué es esto? Pues muy sencillo, que al pueblo le gusta. Ysi le gusta, ¿se atrevería usted a decir que el pueblo es zafio, violento y resentido? No, no se atrevería, porque le condenarían los fabricantes de las imágenes. ¿Y sabe a qué le condenarían? A no existir. Se exagera al afirmar que quien no sale en la tele no existe, pero es evidente que no cuenta en términos de poder. El poder que no aparece en la tele existe, por supuesto, pero en función de que la tele es suya.

Creen que exagero y que no es para tanto. De acuerdo, olvidemos la dialéctica del teleadicto, según la cual es buena para los creadores de imágenes y preocupante para el consumidor de imágenes. Y párense un momento a pensar en la expresión creador de imágenes.¡Pero si la imagen ni se crea ni se destruye, le ocurre como a la energía, sólo se transforma! ¿Por qué proliferan tanto los seriales televisivos sobre personajes vivos, poderosos, reales y políticos, de la vida española más reciente? Hay dos respuestas posibles. Porque tenemos algunos problemas con nuestra historia pasada y debemos adaptarla a las imágenes, es la primera. La otra, que a la gente le gusta que la engañen, si es para bien. En el fondo, las dos opciones de respuesta son la misma. Pero, sobre todo, que quede muy claro, dirán los creadores de imágenes: ¡un respeto al público televidente!

Como diría el gran Marx, Groucho. "Y dos huevos duros".

16-X-10, Gregorio Morán, lavanguardia