´El fanático y la primavera´, Luís Racionero

Savonarola, uno de los hombres más siniestros de la historia, quizás el más odioso, supera a todos los fanáticos, incluido el mismísimo Torquemada. Su monstruosidad consistió en agostar la maravillosa primavera florentina, el momento más sublime del Renacimiento italiano.

Más que en la biografía clásica de Villari, me gusta leer la biografía de Girolamo Savonarola en la Historia del Renacimiento italiano,de Jacob Burkhardt, y mejor aún en el pictórico libro del mismo título por John Addington Symonds. Oscar Wilde, cuando reseñó este libro, le encontró como defecto que era más una pintura descriptiva del Renacimiento que una explicación histórica de por qué sucedió. Walter Pater le dirá lo mismo a Wilde sobre sus libros de ensayo y de ahí viene la injusticia de considerar a Wilde, como a Symonds, super-ficial porque es brillante. En España nos creemos que los confusos son profundos. Yo me quedo con Wilde, que es profundo y brillante.

Pero volvamos al fanático Savonarola ya que Wilde sólo fue fanático en su amor por lord Alfred Douglas, que le costó la bolsa y la vida. Cuando murió Lorenzo Medici en 1492, se hizo con el poder el populista Savonarola. Un manto de sombrío ascetismo se abatió sobre Florencia como si la ciudad entera se avergonzara de los fastos y esplendores mediceos. Desde la juventud de Masaccio y Ghiberti, hasta la muerte de Lorenzo, aquellos años dorados conocieron la floración de ingenios más deslumbrantes que recuerda la historia de Florencia, cuna de Giotto y Dante. Los volubles florentinos otorgaron el poder a un lóbrego fraile dominico para que los guiase, y este, fanático, ascético y atrabiliario, los llevó por los desiertos de la carne y los espejismos de la profecía hasta el yermo de las almas.

Así, el día de carnaval, en vez de canciones festivas, el fraile soltó bandas de niños adiestrados en el fanatismo puritano, que iban por las casas de ricos y pobres por igual, llamando a las puertas y exigiendo que se les entregara todo lo que ellos denominaban vanidades y anatemas, que para estos desgraciados eran libros, o pinturas que se les antojaban indecentes, así como trajes y máscaras de carnaval. Cuando se lo entregaban, recitaban una oración compuesta por Savonarola y se iban a la siguiente casa. Aquel miércoles de ceniza Florencia parecía un manicomio con los niños psicópatas acumulando tesoros artísticos, ropas y objetos de valor para la nueva celebración inventada por Savonarola: la hoguera de las vanidades.

Nadie esperaba la más mínima alegría pagana por inocente que fuese, porque todos sabían que se las tendrían que haber con alguna solemnidad religiosa. Pero jamás en la vida habían visto una extravagancia igual, ni el surrealista Piero di Cosimo se hubiera atrevido a una cosa así.

Habían erigido una pirámide octogonal de veinte metros de altura por ochenta metros de perímetro. Tenía siete pisos donde se habían colocado, para que se vieran, todas las vanidades recogidas por los niños. En la cúspide habían puesto una figura monstruosa del rey Carnestolendas.

Los siniestros niños adiestrados por Savonarola se habían colocado en hileras delante del palacio de la Señoría y bajo la logia Dei Lanzi, cantando himnos devotos y profiriendo invectivas contra el carnaval. Entonces apareció el tenebroso cura: era como una sardina reseca, curvado, frágil, delgado, pálido, mortecino, de nariz aguileña y facciones verdosas, su cara salía como una media luna tétrica bajo el capuchón de dominico.

Entonces el fanático bramó: "¡Un fuego interior consume mis huesos y me empuja a hablar! Estoy cansado, ¡oh, Florencia!, tras cuatro años de prédicas incesantes. De todas partes veo guerras y discordias abatiéndose sobre mí. Veo un poderoso rey invadiendo Florencia, y veo a la detestable progenie de los Medici expulsada de ella. No soy profeta ni hijo de vidente, pero sé a ciencia cierta que las cosas que os anuncio sucederán. Vuestros pecados, los pecados de Italia, me convierten en profeta a la fuerza. ¡El castigo por vuestros pecados está muy cerca!".

Y como está mandado en estos casos, acabó gritando: "¡Arrepentíos!".

A su señal, cuatro guardias provistos de antorchas se acercaron a la pirámide y le prendieron fuego por los cuatro costados.

Los heraldos de la Señoría tocaron las trompetas, repicaron las campanas del palacio y la multitud lanzó un rugido como si el archienemigo de la humanidad hubiese sido al fin vencido. Así describe el historiador al pueblo de Florencia, antaño refinado y amante de aquel arte que ahora destruía, como arrepentido de haber soportado tanta belleza, una belleza que no era de este mundo. Aquella orgía de destrucción parecía una penitencia por los cincuenta años de esplendor mediceo: la vitalidad se había convertido en austeridad, la alegría en plegarias lastimeras y la imaginación creativa en lúgubres profecías apocalípticas.

¿Cómo fue posible que aquel pueblo tan inteligente, crítico y de buen gusto destruyera lo que sus mejores ciudadanos habían creado y lo hiciera por orden de un fraile fanático cuyos únicos argumentos eran su ascetismo y su pesimismo visionario?

Lo fue por los mismos motivos por los que prevalecen los fanáticos: el miedo, el contagio estúpido de las masas, la facilidad de no tener que decidir y ese alimento vital y último de todos los fanatismos: la pasión de obedecer.

16-X-10, Luís Racionero, es/lavanguardia