´El gorrón´, José Antonio Marina

Robin Dunbar es un reputado antropólogo, por eso tomé en serio una contundente frase suya: "Los gorrones son elmayor problema con que se enfrenta un organismo social". Me intrigó tanto esa afirmación, que decidí investigar el tema, conocido técnicamentecomothe free rider problem. Al final llegué a la conclusión de que estaba en lo cierto. La vida social está fundada en la cooperación. Eso requiere que cada individuo se comprometa a limitar sus propios deseos en interés de la comodidad, sometiéndose a un altruismo recíproco beneficioso para todos. Sermiembro de un grupo nos permite disfrutar de aquellos bienes que se obtienen por cooperación, pero en contrapartida nos impone una serie de deberes. El free rider toma los beneficios de la cooperación social, pero no paga los costes. Rompe los lazos de la reciprocidad, que son potentísimos en todas las culturas, hasta el punto de que en alguna de ellas –por ejemplo, la japonesa– hacer un regalo puede considerarse una ofensa, porque obliga a corresponder. El gorrón es un parásito. Por eso, las sociedades han inventado procedimientos para detectarlo. Creo que hay que incluir en esa búsqueda a parientes cercanos suyos,comolos mentirosos o los que no cumplen las promesas hechas. En las sociedades pequeñas, donde todo elmundo se conoce, era más fácil descubrirlos, pero en las sociedades amplias resulta difícil evitar que tengan éxito, y en internet,másdifícil aún. En un chiste del The New Yorker, se veía a un perro tecleando en un ordenador, y diciendo: "Lo bueno de internet es que nadie sabe que eres un perro". Así es, pero como no podemos vivir tan desprotegidos, la misma red ha inventado procedimientos para descubrir la buena o mala reputación de los participantes. Las nuevas tecnologías prolongan así viejas estrategias evolutivas. "La capacidad de detectar trampas, de recordar las promesas rotas y de castigar al tramposo hubo de ser inculcada en el cerebro de nuestros ancestros", escribe Daniel Dennet, un conocido filósofo americano. Incluso llega a afirmar que en el cerebro del niño hay un módulo especializado en detectar mentiras. Pero, a veces, las sociedades caen en una estupidez supina, una de cuyas manifestaciones más claras es que se vuelven tolerantes con los gorrones, mentirosos, estafadores, corruptos, timadores. La nuestra puede encontrarse en ese lamentable estado. Me pasma que los espectadores de televisión animen con su audiencia a las cadenas para que paguen montones de dinero a sinvergüenzas, por contar sus tropelías. Me escandaliza que toleremos con excesiva facilidad las promesas no cumplidas, asunto extremadamente serio. El poder prometer es una de las más novedosas exclusivas humanas. "Hacer promesas" es la pesada tarea que la naturaleza ha impuesto al ser humano, escribió Nietzsche. Se basa en el reconocimiento de la propia libertad, es decir, de la capacidad de regir mi comportamiento futuro por una decisión tomada en el presente. Exige, sin duda, una molesta torsión de nuestros deseos, a los que no vamos a dejar que rijan nuestra vida, pero es una molestia absolutamente necesaria para convivir, porque cuando hago una promesa a otra persona, la animo para que construya parte de su vida sobre ella. La tolerancia ante el incumplimiento de las promesas es una de las causas de la epidemia de desconfianza que sufre la sociedad occidental. Dada la relevancia de estos asuntos, no les extrañará que me interese tanto estudiar la inteligencia social, sus éxitos y sus fracasos, uno de los cuales es, por supuesto, mimar al gorrón.

16-X-10, José Antonio Marina, es/lavanguardia