ŽLa carrera de armamentos sigueŽ, Pascal Boniface

Los países de la OTAN se aprestan a desarrollar un sistema de defensa antimisiles, sistema que no representa, sin embargo, nada nuevo. Hace más de 50 años que se presenta metódicamente este tipo de proyecto. Este enésimo avatar indica que los sistemas de defensa se basan más en imperativos de carácter industrial que en amenazas reales y que la OTAN, tras 20 años de la desaparición de la amenaza soviética, continúa una carrera de armamentos cuyo grado de racionalidad resulta difícil valorar.

A primera vista cabría decir que un sistema de defensa antimisiles sería susceptible de satisfacer las demandas o expectativas de la opinión pública, pues podría argüirse que, efectivamente, resulta más lógico defenderse destruyendo los misiles contrarios que amenazar con vengarse replicando a un ataque mediante una contraofensiva más fuerte. Proteger los territorios de los países de la OTAN con un sistema de intercepción capaz de protegerlos de un ataque exterior debería suscitar la adhesión de la opinión pública. Sin embargo, y tras un examen más cuidadoso, el sistema en cuestión plantea más interrogantes que respuestas. Y, frente al revestimiento mediático que se ha hecho del asunto, no hay nada nuevo. A los primeros proyectos de un sistema de misiles antimisiles diseñados por los soviéticos en los años sesenta siguieron inmediatamente los de los estadounidenses. A instancias de Kissinger, las dos superpotencias llegaron a la conclusión de que tal dispositivo carecía de futuro. Querer proteger completamente sus respectivos territorios habría conducido a un despliegue que ni siquiera las superpotencias podían permitirse. Para disuadir a un adversario, basta que tema que pueda alcanzarle un solo misil contrario. Para protegerse de un ataque adverso, es menester que el sistema de defensa detenga todos los misiles adversos. Por otra parte, Kissinger llegó a la conclusión de que la vulnerabilidad mutua era prenda y garantía de sensatez y contención en el plano internacional. Por ejemplo, un país que se hubiera hecho ilusiones de hallarse al abrigo de un ataque adverso podría verse tentado de incurrir en un aventurerismo estratégico de consecuencias incalculables. Por esta razón, el tratado SALT 1, además de fijar un techo para los misiles ofensivos, estableció otro para los misiles antimisiles.

En 1983, Ronald Reagan lanzó su programa de Iniciativa de Defensa Estratégica, rebautizado rápidamente como guerra de las galaxias. Se trataba de desplegar en el espacio y en tierra, con ayuda de las nuevas tecnologías, un sistema de defensa totalmente hermético. Una vez más se cayó en la cuenta de que el coste inicial del proyecto se había subestimado ampliamente, al tiempo que su posible eficacia se había sobrestimado. En todo caso, reforzar el escudo estadounidense no habría hecho más que afilar la espada soviética. Yel proyecto, una vez más, quedó aparcado. Asomó de nuevo a la superficie a finales de los años noventa, bajo el nombre de defensa nacional antimisiles. La URSS ya no existía, pero se juzgaba que el proyecto tenía su razón de ser para contrarrestar una amenaza norcoreana. Los estadounidenses decían que a muy corto plazo su territorio se hallaría al alcance de los misiles nucleares norcoreanos y que, por tanto, había que protegerse. En aquella época, el canciller alemán Gerhard Schröder se opuso al proyecto diciendo que sólo propiciaba un relanzamiento de la carrera de armamentos, además de emplazarse contra Rusia. Era, por otra parte, la primera vez que un canciller alemán se oponía a un destacado programa estratégico estadounidense desde la Segunda Guerra Mundial. El proyecto, nuevamente, cayó en el olvido.

George Bush hijo relanzaría este tipo de programa justificándolo por la amenaza iraní. A tal efecto, denunciaría el tratado SALT 1, en vigor desde 1972. Circunstancia que motiva que, hasta el día de hoy, los dos únicos países que han denunciado un acuerdo de desarme son EE. UU. en relación con este tratado y Corea del Norte en relación con el tratado de No Proliferación. Bush previó desplegar una parte de este sistema en la República Checa y en Polonia. Moscú consideraba que este proyecto, lejos de ser exclusivamente defensivo, podía ser ofensivo e ir contra su país. Obama ha renunciado a ese tipo de diseño tal como estaba planteado por juzgar que podía hacer cosas mejores que crispar a Moscú, cuya cooperación precisaba sobre todo en lo concerniente a la cuestión iraní. Por otra parte, como dijo uno de sus asesores más próximos, "¿por qué gastar un dinero que no tenemos en tecnologías aún no disponibles para contrarrestar amenazas cuyo carácter y fisonomía no se perciben con nitidez?".

Dos años después, de manera nuevamente enmendada, resurge el proyecto. Una vez más se nos dice que la tecnología ha realizado progresos que lo hacen viable. Una vez más, se ha constatado que se ha infravalorado el coste y que su eficacia es de escasa confianza. Lo menos que cabe decir es que los análisis de la amenaza que justifica llevar a cabo el programa son apresurados. Todo ha cambiado en el plano estratégico, pero se trata del mismo tipo de programa que vuelve a asomar la cabeza con un barniz distinto. Francia, en un principio reticente, no pondrá pegas al programa como había hecho Mitterrand en relación con la guerra de las galaxias en los años ochenta a fin de no abrir un frente de discordia con Washington. Los industriales franceses, por su parte, confían igualmente en participar en el programa. Como cantaba Léo Ferré, "¡cuando se ha acabado, vuelta a empezar!".

29-X-10, PascalBoniface, director del Instituto de Relaciones Internacionales y Estratégicas de París, lavanguardia