ŽUn minutoŽ, Clara Sanchis Mira.

Estábamos en un coloquio donde las preguntas y las respuestas corrían que daba gusto. Apenas una frase empezaba a girar hacia la cadencia de su interrogante, la contestación correspondiente ya brotaba con impulso propio. Las palabras se encabalgaban en el aire, sin espacio para la respiración, veloces como pelotas de ping pong. Las ideas fluían, brillantes y pulidas. Es que éramos muy ágiles. Hasta que alguien le lanzó una pregunta directa al veterano escritor que ocupaba el lado izquierdo de la mesa. Y el tiempo se atascó. Porque el autor no respondía, durante cinco segundos de silencio seco, mientras su expresión se reconcentraba, con los ojos extrañamente dirigidos hacia el centro de sí mismo, quieto y callado como una piedra pómez. A paso de camello, avanzaron otros diez segundos en los que nos removimos en la butaca y nos preguntamos si es que al autor veterano le estaba pasando algo. Tal vez se hubiera atragantado - cosa rara porque no estábamos comiendo, aunque siempre podía haberse tragado un chicle-,o quizás fuera preso de un extraño colapso y estuviéramos a punto de asistir a alguna clase de desmayo. Entonces nos pareció que movía las aletas de la nariz, y barruntamos si la pregunta no habría llegado a sus oídos, o le había pillado con la mente en algún sitio lejano. Porque el silencio cada vez pesaba más sobre nuestras cabezas y con este ansia, sólo nos quedaba rascarnos. Nos rascamos. Pero el escritor se empecinaba en retener la pelota en su campo, amorrado a unos pensamientos que casi podían sentirse girar en las altas temperaturas de ese cráneo que parecía latir en silencio. Y ahí fue cuando nos dimos cuenta de que eso era exactamente lo que hacía. Estaba pensando.

Asombrados, le vimos fruncir suavemente los labios, como mascando algo, arquear una ceja con la mirada hacia dentro, acariciándose el índice con el pulgar para dar vueltas entre los dedos a una pelotita invisible. Oímos el vuelo de una mosca. Pasó una bandada de pájaros y hasta un armario de tres cuerpos mientras esperábamos el fruto de sus deliberaciones durante casi un minuto entero. Un minuto de fuego que nos pasábamos de mano en mano como una patata caliente, escudriñando en su rostro el añejo arte de pensar. Tan misterioso, de otro mundo. Relamer la idea pausadamente, quizás, ponerla de un lado y del otro y cocerla, buscar concordancias y coincidencias, reparos y discordancias. Hurgar en las razones y encontrar algún fundamento, antes de empezar a hablar. Porque sólo entonces, aunque al fin, el escritor despegó los labios para hilar su respuesta con un trenzado bello, sabroso y perfecto que nos dejó con la boca abierta.

Después, con la cabeza en la almohada, es bastante normal pensar en la de cosas que pueden llegar a salir de las bocas sin más razón que la de hablar con la agilidad de un mono capuchino. La de respuestas que se pueden llegar a articular en un día, sin haber escuchado hasta el final ni una sola pregunta, sobreentendiendo a matacaballo a cualquier interlocutor. Para contestar con rapidez y no dejar nunca de concursar en la ocurrencia. Respondiendo siempre, así, a un interlocutor vago y borroso, condenado a ser deglutido por un ombligo de oídos sordos. No dedicar siquiera veinte segundos a rebuscar en la mochila de cada cual cien gramos de enjundia, antes de articular esa retahíla de palabras que quizás emerge por impulsos casi fisiológicos. Para acabar expulsando ideas que brotan con la soltura del chorro de ventosidades incontenibles de un asunto digestivo.

¿Es que se nos ha olvidado la pausa de pensar antes de hablar? ¿La hemos borrado de nuestros devaneos definitivamente? ¿Por qué nos resulta insoportable concedernos veinte segundos de silencio para tener algo que decir? ¿Está atascada la tecla correspondiente?

5-XI-10, Clara Sanchis Mira, lavanguardia