ŽEl costoso abrazo de un dictadorŽ, Brahma Chellaney

El costoso abrazo de un dictador

A pesar de haber convertido la promoción de la libertad en la consigna de su segundo mandato, al presidente estadounidense George W. Bush le ha resultado difícil visitar India, la mayor democracia del mundo, sin reunirse también con su dictador favorito, el general Pervez Musharraf, apodado Busharraf en Pakistán.

Bush ha llamado en estos últimos días a Musharraf "mi amigo" y ha saludado su "visión de una democracia en Pakistán", por más que el general haya incumplido repetidamente su promesa de retornar el país a la senda democrática desde que se hiciera con el poder hace seis años y medio tras un golpe de Estado incruento. En realidad, Musharraf ha marginado a los principales partidos políticos, ha establecido incluso una alianza con los grupos islamistas y, como jefe del ejército y presidente, no ha sido capaz de poner fin a los vínculos de sus militares con los terroristas.

Tal es el peligro físico que Bush y su comitiva corren en un país que los funcionarios estadounidenses tildan de refugio de Bin Laden y otros altos cabecillas de Al Qaeda y los talibanes, que el equipo presidencial sólo ha pasado unas horas en Pakistán. Esta situación no causa una impresión demasiado buena de una política estadounidense que, sólo desde el 11-S, ha invertido miles de millones de dólares en apuntalar el régimen del general. En realidad, con su continuada postura de colocar todas las apuestas en un individuo, la política estadounidense no ha conseguido más que avivar el descontento y el extremismo en Pakistán, dificultando la labor de capturar a Bin Laden y poner coto al terrorismo internacional.

De modo paradójico, la consecuencia de este enfoque sesgado - el fracaso a la hora de construir un país moderado y estable bajo la dirección de Musharraf- se ha convertido ahora en la justificación para que Washington mantenga su actual rumbo, aun cuando Pakistán aparece como el hilo común presente en la mayoría de actos de terrorismo internacional. El propio Musharraf reconoció en el mes de julio pasado, justo después de los atentados en el metro de Londres, que "siempre que se producen unos incidentes extremistas o terroristas en el mundo, se establece una conexión directa o indirecta con este país".

Durante su gira, Bush haría bien en investigar por qué India, con mayor población musulmana que Pakistán, no es refugio de ninguna célula de Al Qaeda ni sufre los ataques del islam incendiario. Con la demostración que hace India del poder de la democracia como fuerza moderadora, Bush hallará una buena razón para traducir su retórica sobre la libertad en práctica política.

La diferencia entre una democracia bien arraigada y una dictadura apoyada por EE.UU. queda reflejada de otro modo llamativo: una encuesta del proyecto Pew sobre Actitudes Globales realizada en el 2005 puso de manifiesto que los habitantes de India tienen de EE.UU. una visión más positiva que cualquiera de los otros países analizados; Pakistán, por el contrario, es "probable que sea en este momento el país más antiestadounidense del mundo", según un informe del Servicio de Investigación del Congreso de EE. UU. El fervor antiestadounidense tiene una gran relación con el respaldo constante por parte de ese país a una sucesión de gobernantes militares desde la década de 1950.

Musharraf alimenta su dictadura con la ayuda estadounidense, como hizo el déspota anterior, el general Zia Ul Haq, quien fomentó la cultura de la yihad durante sus 11 años de mandato. A pesar de ello, Musharraf sólo hace efectiva una cooperación antiterrorista selectiva; ayuda a capturar algunas figuras árabes de Al Qaeda, pero protege a los talibanes. Todavía tiene que limpiar las madrazas (escuelas coránicas), que sirven de principal terreno de reclutamiento para el terrorismo mundial. Sólo bajo los gobiernos militares ha sido Pakistán aliado de EE. UU., puesto que los breves periodos de gobernanza democrática han coincidido con un enfriamiento de las relaciones con Washington. Este hecho, junto con el partido que saca Musharraf de los temores estadounidenses a una toma de poder por parte de los islamistas, ha reforzado la percepción de EE.UU. de que necesita a los militares pakistaníes.

Ahora bien, resulta claro que el fundamentalismo religioso y el militarismo se alimentan mutuamente en Pakistán. Esta nefasta relación es el principal impedimento a la introducción de una auténtica democracia liberal.

En realidad, el flagelo del terrorismo emana en Pakistán no tanto de los mulás portadores de rosarios como de los generales bebedores de whisky. Los militares pakistaníes apoyaron las fuerzas de la yihad, financiaron a los talibanes y siguen manteniendo vínculos con los grupos terroristas a través de los infaustos interservicios de inteligencia.

El caso es que, responsabilizando de las desastrosas políticas militares yihadistas a los mulás que controlan, Musharraf y sus generales han logrado que fuera del país muchos crean que lo fundamental es contener a los extremistas religiosos, no al ejército. Incluso ante las conocidas transferencias de secretos nucleares a Irán, Libia y Corea del Norte, los militares pakistaníes fingieron desconocimiento y culparon a un puñado de científicos dirigidos por A. Q. Khan, y EE.UU. siguió la farsa. Ya es hora de que la política estadounidense en Pakistán se centre en objetivos a largo plazo y ayude a crear instituciones democráticas para reformar un Estado que se conoce con el nombre de Problemistán.

Sin regularidad, credibilidad ni compromiso, ninguna misión internacional puede tener éxito en el mundo de hoy, aunque esté encabezada por la única superpotencia. Bush no puede de modo verosímil promover la libertad intentando que el Congreso conceda un fondo de emergencia adicional de 75 millones de dólares para fomentar la oposición interna al régimen clerical de Irán y dedicarse luego a abrazar a su autócrata favorito en el vecino Pakistán.

Si Bush se preocupa de verdad por el futuro de Pakistán en tanto que Estado-nación viable y moderno, debería actuar de tal modo que los militares dejen de aferrarse al poder. Para empezar, eso significa convencer a Musharraf de que renuncie a su cargo en el ejército y convoque elecciones imparciales y libres.

lavanguardia, 4-III-06