´En las profundas arenas movedizas iraquíes´, W.R. Polk

En las profundas arenas movedizas iraquíes

Además de la presente desesperación y peligro de la posición estadounidense en Iraq, el país se encuentra al borde de una guerra civil por causas religiosas. La explosión delante del santuario del imán Ali (primo y cuñado del profeta Mahoma y “santo” patrón de la secta chiita del islam) en el centro religioso chiita de Najaf el 29 de agosto acabó con la vida del líder más moderado y colaborador de la comunidad más numerosa de Iraq. Este suceso no sólo ha alentado la actividad antiestadounidense, sino que todo indica que ha dejado atónitas a las autoridades de la ocupación. Puede que más adelante se considere como el primer acontecimiento de una guerra civil de guerrillas contra los extranjeros, un verdadero “agujero negro” político. Dada la nefasta situación actual, no debería resultar sorprendente: no sólo era predecible, sino que se había pronosticado antes de la invasión estadounidense. Pese a las constantes advertencias de estudiosos muy entendidos –y de expertos del gobierno–, los ideólogos “neoconservadores” que por aquel entonces (y ahora) establecían la política estadounidense se convencieron a sí mismos de que su “guerra de la liberación” se encontraría con una población sonriente portadora de flores y banderines estadounidenses. Lo que en realidad ha ocurrido ha sido una letanía de errores de cálculo y meteduras de pata. La suposición de la Administración Bush fue que el pueblo iraquí odiaba a Saddam Hussein. Entonces carecían (y nosotros seguimos careciendo) de una forma de calcular cuál era la precisión de esa suposición. Lo que sí sabemos es que, pese a lo mucho que cualquier pueblo pueda odiar o temer a sus déspotas autóctonos, rara vez y sólo de forma temporal recibe a los mediadores extranjeros con los brazos abiertos. El nacionalismo es una idea tan fuerte que une incluso a los enemigos más resentidos contra los extranjeros. A Estados Unidos se le han dado numerosas lecciones que prueban lo cierto de esta afirmación. Una lección particularmente esclarecedora fue la de Somalia, donde los estadounidenses acabaron luchando prácticamente contra toda la población de Mogadiscio mientras intentaban liberarla.

También en Mogadiscio, Estados Unidos tendría que haber aprendido que aunque la actuación individual resuelve en apariencia los problemas militares de “mando y control”, aumenta enormemente los problemas políticos. Estados Unidos no informó a la ONU de su intento planificado de secuestrar al caudillo de Mogadiscio, pero cuando sus tropas fracasaron en el intento y se encontraron en peligro de muerte, Estados Unidos recurrió a la ONU en busca de ayuda. Hoy, en Iraq, la lección de Mogadiscio vuelve a aprenderse. La Administración Bush, tras mostrarse colmada de desprecio en repetidas ocasiones contra la ONU y haber desdeñado la “multilateralidad”, solicita ahora a la ONU cobertura y suplica tropas a países que apenas reconocía hace unos meses.
Mientras tanto, en Iraq, no ha habido más que una metedura de pata tras otra. Primero fue la confusión entre “batalla” y “guerra”. Siempre fue evidente que Estados Unidos podía más que el ejército iraquí. La víspera de la invasión, Iraq no contaba con más que una fuerza militar formada por un batiburrillo de dudosa lealtad, armamento mediocre y desorganización. A algunos de los soldados les faltaban incluso los zapatos. Iraq no contaba con sistemas de defensa aérea sofisticados para defender a sus tropas ni a sus ciudades. La máquina militar de “conmoción y temor” estadounidense fue creada con una inversión anual equivalente al total de los presupuestos militares del resto del mundo y miles de veces superior al del penoso y pequeño ejército iraquí. Podría haber aplastado a cualquiera de los estados del mundo con las posibles excepciones de Rusia y China. Arrasó literalmente al ejército iraquí. Pero, a qué precio. O, mejor dicho, a qué precios, algunos de ellos siguen pendientes de cálculo. En primer lugar, pensemos en el precio del material. Las cifras de lo que costará reconstruir lo que ha sido destruido ascienden a más de medio billón de dólares y la reconstrucción tardará años en realizarse. Más difícil de calcular es el resentimiento de la práctica totalidad de la población que tenía parientes entre las decenas de miles de heridos o muertos. Casi todos los observadores independientes han informado de que incluso muchos de los que cooperan abiertamente con la autoridad de la ocupación la odian de forma encubierta.

Estos dos hechos –el coste material y la ira individual– constituyen la base de un tercer problema: la calidad de vida de casi todos los iraquíes no sólo ha descendido, sino que ha caído en picado. El agua potable limpia es un lujo inasequible para casi todos; en el abrasador verano de Iraq, donde las temperaturas suelen superar los 45 grados, las personas que se habían acostumbrado a los aparatos de aire acondicionado, ahora ni siquiera pueden hacer funcionar los ventiladores. La basura se apila y las aguas residuales obstruyen las vías fluviales. La comida es por lo general difícil de conseguir y de baja calidad. En este entorno, las autoridades estadounidenses, estimuladas por los neoconservadores gobernantes y por el arquitecto de la guerra de Iraq, el subsecretario de Defensa, Paul Wolfowitz, su procónsul, L. Paul Bremer III, y su principal agente iraquí, Ahmed Chalabi, han organizado una campaña arrolladora contra los que identifican como colaboradores del extinto régimen del Partido Baas. En esta campaña, miles de iraquíes, no sólo policías y soldados, sino incluso médicos de cabecera, maestros y profesores universitarios han perdido sus puestos de trabajo y sus ingresos. No resulta sorprendente que la nostalgia por el régimen baasista vaya en aumento. Muchas son las fuentes que dicen cosas como éstas: “No me gustaba Saddam, pero me mantenía alejado de él.” “Entonces era seguro caminar por las calles.” “Tenía agua limpia para beber.” “Tenía un trabajo.” “Había poco dinero, así que no podía tenerlo todo, claro, pero era culpa de los estadounidenses. Nos tuvieron bloqueados durante diez años con sus sanciones.” “Oh, sí, entonces estábamos mucho mejor. Mire a su alrededor. Vivimos entre ruinas.”

Al parecer, los estadounidenses ni siquiera escuchan estas voces en Bagdad. La verdad es que existe poco contacto entre los estadounidenses y los iraquíes. El miedo los ha separado. Los iraquíes temen que los tomen por miembros de guerrillas y les disparen si se acercan a los estadounidenses que ven más a menudo, los soldados. Los soldados, claro está, suelen sospechar que cualquier iraquí, incluso un niño o una mujer, podría llevar encima una bomba o un kalashnikov. Lo que se supone que son ataques, pero que al final no son más que malentendidos, ocurren como mínimo unas doce veces al día. Por lo general, muchos iraquíes son heridos o caen muertos. Algunos son verdaderos ataques y en ellos muere como mínimo un estadounidense a diario. Así que el miedo se realimenta. No es sólo el miedo lo que mantiene separados a estadounidenses e iraquíes. En parte, es la política. La autoridad de la ocupación estadounidense no ha permitido la representación iraquí en los consejos encargados de la toma de decisiones. Cierto, 25 iraquíes son miembros del “Consejo de Gobierno de Iraq”, pero, aunque fueron escogidos por los estadounidenses, no se les ha otorgado autoridad alguna. Cuando se les necesita, los miembros del Consejo son llevados a las sedes estadounidenses. Por tanto, su posición inferior se manifiesta de forma pública y simbólica. Los intentos locales en “las bases” de la organización política han acabado por lo general con los participantes entre rejas. La política estadounidense está pensada para ser impuesta al pueblo iraquí y no para trazarla en conjunto. La política no es la única razón para que los dos grupos se mantengan separados. Otra razón es dónde y cómo viven los estadounidenses. Los soldados, por supuesto, viven en campos militares aislados de forma estricta. Todo lo relacionado con ellos está “extraterritorializado”. Su comida, agua, refrescos, tiendas, uniformes, equipamiento y entretenimiento proceden del extranjero. Esto ocurre no sólo porque es la forma en que actúa el ejército estadounidense, sino por el temor de que si compran cualquier cosa en la localidad, incluso Coca-Cola, podría estar envenenada.

El mundo en que habitan los soldados no es confortable. Un observador, militar veterano, escribió: “Los soldados estadounidenses que están aquí parecen vagabundos, viven como cerdos y todavía llevan a cabo acciones de combate”. Muchos han expresado su temor a estar en Iraq durante meses, si no años. Al parecer, están cada vez más deprimidos y enfadados, y escriben a casa contando a sus familiares que se sienten engañados e incluso traicionados.

Los civiles estadounidenses también viven en un mundo aparte. Quienes ocupan puestos de responsabilidad están acomodados en el mejor hotel de Bagdad, el Al Rashid, rodeado por alambradas de espino y protegido por tanques y patrullas militares. En relación con el resto de la población, viven en lo que Kipling habría llamado “un esplendor más que oriental”.
La misión de la ONU fue rechazada por los estadounidenses; vivía aparte, como una relación tolerada de segunda fila. Y el 19 de agosto fue diezmada por un devastador coche bomba. Entre las víctimas se encontraba el representante especial de la ONU, Sergio Vieira de Mello, uno de los “pacificadores” más capaces que tenía la ONU, y la vicepresidenta de la misión, Nadia Younes, una mujer valiente, llena de vida e inteligente que acababa de ser nombrada secretaria general de la Asamblea General de la ONU. Resultará difícil sustituir a personas de esta calidad, sobre todo, porque cualquier sustituto se verá a sí mismo como un blanco.

El señor Vieira aportó a su cargo 30 años de experiencia y contaba con el gran aval de la próspera transición de la guerra a la paz en Timor Oriental. Se sabe que había llegado a la conclusión de que el problema de Iraq en la actualidad es esencialmente la soberanía y que el énfasis en la “seguridad” que ponen los estadounidenses desvía o pospone el logro de la paz y de la reconstrucción. Su análisis no fue aceptado en el despacho de L. Paul Bremer, a quien el señor Vieira describió (en una entrevista realizada por Jonathan Steele en “The Guardian”) como “un verdadero neoconservador a quien no importaba la obtención de la legitimidad internacional”. Ahora, será más difícil transmitir el mensaje del señor Vieira. Sean cuales sean los efectos a largo plazo de su muerte y de la de Nadia Younes, ya han tenido efectos a corto plazo. Prestando atención al “mensaje” que transmitía la bomba, el Banco Mundial retiró a su equipo. Numerosos grupos de voluntarios emprenden la retirada. Entre ellos están los de Cruz Roja Internacional, que desde hace tiempo se ha enorgullecido por su dedicación y valentía en otras crisis. Y ahora se produce la explosión del 29 de agosto delante del santuario de Najaf. ¿Quién lo hizo? ¿Por qué? ¿Cuál será el resultado? Estas preguntas deben formularse. Quienquiera que lo haya hecho sería tonto si “reivindicara” su autoría. La creación de caos debe de haber sido el objetivo primordial y se multiplicará con los rumores. Los rumores ya han empezado a correr. Algunos iraquíes creen que el ataque es parte de la “guerra contra el islam” de Estados Unidos. Desde lejos, los fundamentalistas religiosos estadounidenses les han dado sobradas razones para que tengan estas sospechas. En el escenario de los hechos, los marines estadounidenses han intervenido en revueltas y tiroteos en otro santuario sagrado de los chiitas en Kerbala. En Iraq y en otras partes, hay quien ve la mano de la organización de la inteligencia israelí, el Mossad. Señalan que los chiitas se cuentan entre los enemigos más formidables y acérrimos de Israel. Hay otros que se centran en los “restos” del régimen baasista; “un reducido grupo de resentidos”, como llamó L. Paul Bremer III a los que se resisten al mandato estadounidense. Al fin y al cabo, la clase dirigente religiosa chiita consideraba a Saddam como un “kafir” (infiel) y Saddam los consideraba como verdaderos y potenciales traidores. Por último, en la atmósfera cargada de religiosidad de Iraq, muchos chiitas culparán a los suníes. En resumen, hay combustible suficiente para encender un número considerable de fuegos. Hay tres cosas que parecen claras: primera, los partidarios del principal oponente de los estadounidenses entre los clérigos, el joven y agresivo Muqtada Sadr, que consideraban al ayatolá Mohamed Bakr Al Hakim prácticamente como un monigote de los estadounidenses y que están familiarizados con la violencia, no son sospechosos habituales. Para ellos, el ataque al templo de su santo patrón, Ali, es tan improbable como lo sería para el IRA católico hacer volar por los aires la catedral de San Pedro en el Vaticano. La segunda es que la muerte del ayatolá Mohamed priva al Consejo de Gobierno de Iraq de su única voz chiita moderada y convierte a Shaij Muqtada Sadr en el líder chiita más importante. Al parecer, ahora tiene el potencial para precipitar la revolución religiosa en Iraq a una escala similar a la dirigida por el ayatolá Ruhollah Jomeiny en Irán en 1978.

La tercera es un nuevo énfasis en la tendencia a la baja de la posición estadounidense en Iraq. Durante el mandato de Saddam Hussein, Iraq era un estado secular, comprometido con la modernización y que no representaba ningún peligro inmediato (ni probablemente, tampoco a largo plazo) para Estados Unidos. Tal como sabemos ahora, no tiene armas de destrucción masiva, no tiene verdadera capacidad para perjudicar a sus vecinos y no está relacionado con el terrorismo internacional. Esas tendencias destructivas se podían frenar sin mucho sufrimiento (para nosotros) y así se hizo. En la actualidad, a consecuencia de la política estadounidense, la mayoría de esos objetivos se han perdido.

Iraq está costando a los contribuyentes estadounidenses aproximadamente 5.000 millones de dólares al mes sólo en “seguridad”. Serán necesarios cientos de miles de millones más para recrear un Estado del que los estadounidenses puedan irse. Hay informes de que la clandestinidad antiestadounidense iraquí no sólo se ha convertido en una guerrilla (o lo que hoy llamamos organización “terrorista”), sino que está recibiendo a combatientes simpatizantes de otros lugares. La religión, que fue reprimida de forma abiertamente represiva durante el gobierno de Saddam, se está convirtiendo en la actualidad en la justificación y en la ideología de lo que podría transformarse en una contracruzada, una “yihad”. Sigue sin haber armas de destrucción masiva, pero, como están descubriendo los estadounidenses, los coches bomba y las balas no son menos letales. Si el control del petróleo era un importante objetivo estadounidense, está menos disponible en la actualidad que en el pasado. Si el caos era el objetivo, los terroristas han hecho un trabajo extraordinario.

El senador John McCain, que acaba de visitar Iraq, al parecer opina que Estados Unidos debería enviar otros 20.000 soldados. Debería recordar el caso de Vietnam, donde se enviaron más y más soldados hasta que al final perdimos la guerra. La vía de lo militar llevará sin duda a Estados Unidos a una serie de conflictos más amplia, compleja e incluso con menos posibilidades de victoria.

Sin embargo, en Washington no hay nadie que parezca haber pensado en una “estrategia de retirada”. Si Estados Unidos se limita a desaparecer, como hizo en Somalia, el caos que ha generado en Iraq tiene muchas posibilidades de activar una crisis de efecto dominó en la zona; Turquía invadirá casi con total seguridad el Kurdistán; Irán no podrá mantener las distancias por sus estrechas afinidades tanto con los kurdos en el norte como con los chiitas en el sur; las tensiones religiosas –tanto entre chiitas y suníes como entre los fundamentalistas y la clase gobernante– que ya son evidentes en el Golfo, probablemente explotarán; el flujo del petróleo correrá peligro; gobiernos moderados como el de Jordania y Líbano entrarán en la línea de fuego en el ámbito nacional y más allá de sus fronteras; por rabia, miedo o ambición, Israel presionará aún más al mundo árabe, creando así nuevos problemas con Egipto, Siria y otros estados árabes y musulmanes.

La alternativa política actual es prácticamente igual de mala. Los estadounidenses adoptaron el término “lodazal” para describir Vietnam. Estados Unidos jamás fue capaz de crear una alternativa a Ho Chi Minh en el sur. Para la tierra desértica de Iraq, “lodazal” no es el término adecuado. Aunque Estados Unidos empieza a hundirse en las “arenas movedizas” iraquíes de forma parecida. Está aprendiendo, una vez más –¿cuántas veces tiene que tropezar con la misma piedra?– que frustrar el nacionalismo es peligroso, que crear gobiernos no es un papel que deban desempeñar los extranjeros y que la reconstrucción de un país hecho pedazos sale cara. Aunque, si el objetivo de los neoconservadores de la Administración Bush era la guerra permanente, cuando menos deberían sentirse satisfechos. Han conseguido convertir Iraq en un semillero de terrorismo, incluso parecen sorprendidos con lo que han generado.

Como el corresponsal de “The New York Times” Dexter Filkins informó desde Bagdad tras la última explosión: “No se han producido llamamientos a la tranquilidad y ha habido muy pocas apariciones públicas de las autoridades. L. Paul Bremer III, principal administrador estadounidense, está de vacaciones. Al parecer nadie sabe cuándo regresará exactamente. El mando estadounidense de aquí no ha dicho nada”. La conmoción y el temor han dejado paso al silencio atónito.

Propuestas al Gobierno Bush
El silencio es algo que no nos podemos permitir. Los que planean y llevan a cabo políticas desastrosas a menudo intentan acorralar a sus críticos diciendo: “En retrospectiva, eso fue un error, pero ahora estamos aquí. No tiene sentido hablar del pasado. Deberíamos empezar desde donde nos encontramos”. Entonces ¿qué hay que hacer? Como antiguo planificador de la política del gobierno estadounidense, creo que hay muchas acciones evidentes:
1. Establecer un momento para la retirada. Si los británicos y los estadounidenses prometieran retirarse en una fecha concreta, la oposición a la que se enfrentan descendería en cierta medida.
2. Dar pasos realistas para implicar a los iraquíes en la planificación de su futuro. No se ha intentado la consulta. Debería intentarse.
3. Dejar de jugar con el Consejo de Gobierno de Iraq. Debería otorgarse cierto grado de autoridad lo antes posible, y más todavía llegado el momento, a verdaderas figuras locales y no a monigotes de Estados Unidos.
4. Reducir la presencia de todas las tropas extranjeras en la medida de lo posible y cuanto antes.
5. Reconocer de forma categórica la propiedad iraquí de su único activo nacional importante, el petróleo. Estados Unidos no pierde nada con esto, puesto que cualquier gobierno futuro de Iraq compartirá un mismo objetivo con las potencias occidentales: el petróleo no beneficiará a Iraq a menos que se venda y que el único mercado sea Occidente. Aunque en términos nacionalistas, el simbolismo es esencial. La bandera que ondee en los yacimientos debe ser iraquí.

Lejos de Iraq, hay dos acciones cruciales; ambas difíciles. Estados Unidos debería detener su “guerra” contra el islam. Cuando el presidente Bush habló de una “cruzada”, horadó un profundo pozo en la memoria de los habitantes de Oriente Medio. Los ataques difamatorios de los fundamentalistas cristianos estadounidenses contra el islam y su profeta han hecho un enorme daño a las esperanzas de paz.
Por último, como acción más difícil y crucial, está la importante cuestión de Oriente Medio, la relación de Israel con los árabes en general y con los palestinos en particular debe tratarse de forma efectiva. Mientras el deseo de autodeterminación de los palestinos se vea frustrado, será imposible alcanzar la paz en Oriente Medio. Y, a menos que o hasta que se realicen acciones reales para la creación de un Oriente Medio sin armas nucleares, la tentación de los gobiernos árabe e iraní de estar a la altura del arsenal nuclear israelí resultará irritante.

Sólo si las potencias occidentales tratan estas cuestiones de forma seria (y con la justicia que es posible en la actualidad), podemos albergar la esperanza de una grado aceptable de paz.

lavanguardia, 3-IX-03