´Hacia una nueva meritocracia pública´, Francisco Longo

El sistema de empleo público constituye una de las piezas esenciales de ese modelo. Como detectaba hace unos días en estas mismas páginas Germà Bel, el modelo español ha sido el nicho ecológico perfecto para el anidamiento de los cuerpos centrales de altos funcionarios, caracterizados - esto ya es nuestro-por su tendencia a patrimonializar sectores completos de política pública (desde el control aéreo a la exacción de tributos, pasando por la gestión de los bosques, los seguros sociales o el comercio exterior), por su elevado poder de autoorganización laboral, rayano, a veces, en la endogamia, y por una inercia, en general, conservadora frente a los intentos de cuestionar el statu quo.

En la actualidad, este modelo se aplica en estado puro a sólo algo más del 20% del empleo público que es el que retiene la administración general del Estado. Sin embargo, curiosamente, las comunidades autónomas, poseedoras de competencias para legislar sobre el restante ochenta por ciento, se han venido limitando a copiar los rasgos básicos de aquél. Nuestros gobiernos subestatales han carecido de la decisión necesaria para cuestionar dicha herencia y adaptar sus patrones organizativos y de empleo a los enormes cambios registrados en la sociedad, la tecnología, los mercados y la cultura social.

Podemos decir sin exagerar que en la España del 2010 nuestros gobiernos, en los tres niveles de administración, organizan su función pública según principios, reglas básicas y, peor aún, modelos mentales directamente heredados del franquismo. Lo más lamentable es que, en los niveles autonómico y local, este desarrollo ha imitado, en general, todo lo malo del modelo de origen (rigidez, endogamia, resistencia al cambio) sin su parte buena, esto es, su carácter formalmente meritocrático.

Porque, en su origen, la función pública es una institución que hace del mérito su columna vertebral. Si los países dotan al empleo público de rasgos diferentes a los del empleo privado (garantías de acceso competitivo, carrera reglada, estabilidad) es para conseguir administraciones profesionales, gobernadas y dirigidas por la política pero no poseídas ni interferidas por ésta. Lo contrario del mérito es el clientelismo político que con frecuencia abre las puertas a la arbitrariedad y la corrupción. Todas aquellas garantías son tan necesarias hoy como cuando fueron creadas, y por eso es de lamentar que se hallen, a veces, insuficientemente aseguradas en nuestra periferia administrativa.

Ahora bien, los sistemas públicos actuales necesitan meritocracias distintas de las de hace doscientos años. El empleo público contemporáneo se despliega en una enorme variedad de funciones y sectores, y esto obliga a modalidades de organización del trabajo y condiciones laborales netamente diferenciadas.

Contra lo que ocurre ahora, los arreglos institucionales que regulan el empleo de un juez debieran ser distintos de los de un profesor de secundaria, una agente de policía, un investigador, un promotor de políticas activas de empleo, un mediador comunitario o una médica de familia. Frente a la tradición obsoleta de uniformidad, hay que reivindicar una meritocracia plural, adaptada a la complejidad política y estructural del Estado de nuestros días. Y son los gobiernos y la dirección de las organizaciones públicas, y no las mismas profesiones públicas, autoorganizadas en forma corporativa, quienes deben garantizar esta pluralidad de regímenes de trabajo.

Por otra parte, la nueva meritocracia pública tiene que ser dinámica y orientada a la innovación y al futuro. La visión tradicional de la Administración Pública sitúa la acreditación del mérito en el momento inicial de la relación de empleo (la oposición). Cumplimentada ésta y "ganada la plaza", lo sustancial del esfuerzo está hecho. A partir de aquí, la mera antigüedad determina, las más de las veces, la carrera

¿Puede seguir defendiéndose esta visión cuando la evolución del entorno político, social, científico y tecnológico nos desafía casi diariamente en todos los contextos laborales? En nuestros días, la acreditación del mérito sólo puede concebirse como un proceso vinculado al aprendizaje, al esfuerzo y a los resultados alcanzados. No puede haber mérito sin evaluación del trabajo. Sólo ésta justifica, cuando es positiva, la continuidad en el empleo y el progreso profesional. Por familiares que estas afirmaciones resulten para cualquier trabajador, resuenan aún, en la esfera pública, con el estruendo de un cambio profundo. En cualquier caso, se trata de un cambio imprescindible y urgente.

 

 12-XII-10, Francisco Longo, Director del Instituto de Gobernanza y Dirección Pública. Autor del libro ´Mérito y flexibilidad´ (E. Paidós). Asesor de la ONU, lavanguardia