impunidad en el caso Benazir Bhutto, secesionismo baluchi, explosiva Karachi...

En Beluchistán, hay al menos diez asesinatos políticos por semana. Mientras en Karachi, el sectarismo y el gangsterismo vuelven a niveles de los años negros de los noventa, con treinta y cinco asesinatos por semana.

Pakistán sigue pendiente abajo, tres años después de que Benazir Bhutto fuera asesinada a la salida de un mitin en Rawalpindi. El 27 de diciembre del 2007, la ex primera ministra - que regresó a Pakistán para concurrir a las elecciones, tras ocho años de dictadura y exilio-caía víctima de un atentado con disparos y explosivos, cuya autoría sigue siendo un misterio.

Una investigación de la ONU promovida por el viudo de Benazir y pagada por Pakistán enfurecía este año a los militares, al proyectar sobre ellos una sombra de sospecha, por no haber brindado la debida protección y por obstruir las pesquisas posteriores.

La semana pasada fueron finalmente detenidos los cargos policiales que ordenaron limpiar a manguerazos el escenario del crimen a los pocos minutos. El testamento de Bhutto encumbró en el partido a su marido, Asif Ali Zardari, conocido anteriormente como Mister 10%. Simbólicamente, Zardari delegó el cargo de jefe del PPP en el hijo de ambos, Bilawal, reservándose el papel de regente hasta que su vástago cumpla los 25 años reglamentarios para optar a un escaño - hoy tiene 22-.Zardari había pasado once años en la cárcel por cargos de corrupción, sin sentencia.

Las urnas convirtieron en hombre fuerte del campo democrático a Zardari, que hizo de tripas corazón para unir fuerzas con Nawaz Sharif - el primer ministro que lo encarceló-para apartar a Musharraf de la presidencia. Tras casi una década, Pakistán volvía a tener a dos civiles como jefe de Estado, el propio Zardari, y jefe de Gobierno, Raza Gilani.

Ambos son chiíes, Zardari, además, es de la etnia sindi como la familia Bhutto, algo que despierta reticencias en un ejército dominado por oriundos del Punyab, que ya ejecutó al padre de Benazir, el primer ministro Zulfiqar Ali Bhutto, y que desde los ochenta se ha alineado con el wahabismo suní de Arabia Saudí.

Con Musharraf, más de un millar de oficiales ocuparon altos cargos civiles, entre ellos, todos los rectorados de universidad. Los intereses económicos de la oficialidad llegaron a ser tan extensos que empezaron a asfixiar la iniciativa privada.

Cuando Zardari inició su presidencia, intentó renovar los lazos con la India emergente. Pero el asalto terrorista a Bombay organizado desde Pakistán dio al traste con el acercamiento, así como con un posible compromiso sobre Cachemira que se había empezado a fraguar bajo la batuta de Musharraf. Su sucesor, el general Parvez Kayani, no tardó en marcar las líneas rojas que el Gobierno democrático no debía cruzar. El arsenal nuclear, Afganistán, Cachemira e India eran competencia del ejército.

Nada de reunirse con ideas propias con el presidente de Afganistán, Hamid Karzai, como había hecho Benazir Bhutto pocas horas antes de ser asesinada. A Karzai, el ejército pakistaní lo ve como un peón de India.

El establishment pakistaní tiene claro que se está llegando al final de partida en Afganistán y que se encuentra en el lado ganador, a diferencia de EE. UU. La apuesta pakistaní ha sido muy alta y el precio que paga el país, también. Pero el núcleo duro del ejército pakistaní se vuelve a ver en Kabul a lomos de los talibanes, como durante el segundo mandato de Benazir Bhutto. E incluso Cachemira, otra vez inflamada, vuelve a parecer a algunos al alcance de la mano.

Sin embargo, un nuevo desgarro de Pakistán, como el que ya sufrió en 1971, no se puede descartar. Pakistán acusa a India de apoyar el secesionismo beluchi. En Beluchistán, hay al menos diez asesinatos políticos por semana. Mientras en Karachi, el sectarismo y el gangsterismo vuelven a niveles de los años negros de los noventa, con treinta y cinco asesinatos por semana.

28-XII-10, J.J. Baños, lavanguardia