ŽAlmourolŽ, Enric Juliana

La barca se desliza lentamente por el Tajo para alcanzar la minúscula isla donde se levanta el castillo templario de Almourol. Estamos en el centro de Portugal. Hay niebla en el río, soplan rachas de un viento metafísico y las aguas del Tajo, jarabe dormido, forman ondas de cuento de hadas. Los paisajes con niebla siempre tienen doble sentido en Portugal.

La niebla simboliza el amor portugués por el más allá –além, além–, superpetuo interés por lo borroso, por lo inconcreto, por lo que podría ser de otra manera, y encierra, también, la esperanza de un gran retorno. Dice la leyenda que el rey Sebastián volverá un día de entre la niebla. Y con él regresará el buen gobierno.

El castillo de Almourol se asienta sobre un islote poblado de cactus. Lo construyeron los musulmanes (al-morolan: piedra alta), probablemente sobre unas ruinas romanas, y lo conquistaron los caballeros templarios, artífices de la línea defensiva del Tajo que protegía a los reyes cristianos de Coímbra. Los templarios fueron muy importantes en Portugal –luego veremos por qué– y Almourol es testigo de ello. Los árabes fueron empujados hacia el sur y la fortaleza quedó ahí, en medio del río y de la niebla, mientras el país se volcaba en el Atlántico y sus grandes navegaciones. Além, além. Siempre más allá.

El terremoto de Lisboa de 1755 lo dejó hecho polvo y no volvió a dar señales de vida hasta que por el Tajo bajaron las modernas oleadas nacional-románticas. Lo reconstruyeron para satisfacer
fantasías medievales y corporativas. Lusitanismos. El Estado Novo. El dictador António de Oliveira Salazar se enamoró del lugar y le dio el título de residencia oficial de la República. Quizá Salazar,
dictador contable, receloso de los militares y de la Iglesia, personaje enigmático –en todos los órdenes mucho más interesante que el general Franco–, invitó a un día a la periodista Christine Garnier a dar un paseo por la pequeña isla del río Tajo en los años cincuenta. La señorita
Garnier, encantadora figura de porcelana de la alta sociedad francesa, pidió una entrevista de una hora con Salazar y acabó pasando unas breves vacaciones de verano con el dictador, antiguo
seminarista de costumbres espartanas. El enamoramiento, dicen, fue platónico. Sólo platónico. De tan singular circunstancia nació el libro Vacaciones con Salazar, del que conservo como oro en
paño un ejemplar de 1952 hallado hace unos años en una librería de viejo de Lisboa. Las fotos de Salazar –traje blanco, nariz aguileña, mirada inteligente, sonrisa soltera y narcisista– con la bella Garnier –rubia, nariz respingona, talle de avispa, curiosidad parisina y éxtasis ante el poder– explican cuán diferente ha sido siempre Portugal de España.

El contable Salazar quedó imposibilitado en 1968 y el delirio autárquico lo prosiguió Marcelo Caetano, eminente profesor de derecho administrativo, apasionado de la historia medieval y tan
ciego como su antecesor ante el grave riesgo de mantener en pie un vasto imperio colonial desde una metrópolis aislada y empobrecida. Los jóvenes oficiales del ejército ya no ambicionaban una
casa con criados negros en Lourenço Marques. En Europa les aguardaba la vida y no querían morir por un imperio de cartón piedra en las selvas de Mozambique y Angola. Salazar lo había intuido:
“El día que los americanos ganen la guerra fría y nosotros perdamos las colonias, Portugal puede desaparecer”. Cayó la dictadura antes de que ganasen los americanos (en Washington se llevaron un buen susto al ver a los soldados portugueses con un clavel rojo en el fusil), el imperio fue liquidado y la fortaleza romántica de Almourol de nuevo cayó en el olvido. Portugal entró en la estación Europa con una maleta vieja y humilde, y en la diminuta isla del Tajo quedaron la niebla, los cactus y la cruz de los templarios grabada sobre el alféizar de una ventana.

No hubo matanza de templarios en Portugal al ser disuelta la orden militar en 1312 por el papa Clemente V, a instancias del rey francés Felipe IV (el Hermoso), que temía su poder financiero. En vez de mandarlos a la hoguera bajo la acusación de sodomía, la monarquía portuguesa les cambio el nombre –orden de Cristo– , se aseguró el mando y financió con su dinero la expansión marítima del reino. Las carabelas del infante Dom Henrique lucían la cruz templaria. Além, além.

Portugal es así. Siempre ha ido a su aire. No muy lejos de Almourol está el convento fortificado
de Tomar, cuartel general de la orden de Cristo y de Enrique el Navegante. Ahí nació el imperio. Tapizado de azulejos, el Escorial portugués forma un triángulo casi telúrico con la vecina Aljubarrota, escenario de la gran batalla de la independencia en 1385, y Fátima, lugar donde la Virgen comunicó tres inquietantes secretos a unos pastorcillos y la Iglesia católica levantó, en 1917, su primer mito antibolchevique.

La barca se acerca a la fortaleza entre presagios de un desfallecimiento financiero de Portugal antes de marzo, que colocaría a España –cuya crisis es la principal causante de la depresión lusitana– de rodillas y con la frente besando el suelo. La niebla es espesa y el rey Sebastián no se sabe si regresará. Frenada por la isla de los cactus, el agua del Tajo es en Almourol un jarabe manso.

2-I-11, Enric Juliana, lavanguardia