“Digna indignación“, Llątzer Moix

Stéphane Hessel es, a sus 93 años, el autor de moda en Francia. Su librito Indignez vous! - 32 páginas, 3 euros-fue publicado a finales de octubre con una discreta tirada de 8.000 copias. Dos meses y múltiples reediciones después, lleva vendidos más de 600.000 ejemplares y reina en las listas de superventas. Hessel, en su día miembro de la Resistencia y luego superviviente de los campos de concentración de Buchenwald y Dora, afirma que la indignación fue el resorte que le impulsó a combatir a los nazis. Y añade, dirigiéndose a una sociedad que considera aplatanada, resignada y dimisionaria, que siguen existiendo numerosos motivos para la indignación: desde el desigual reparto de la riqueza hasta la frágil salud del planeta, pasando por el trato dispensado a los inmigrantes y a los gitanos.

Nuestro autor nonagenario ha escrito su obra indignado, en buena medida, por la deriva del Gobierno Sarkozy. Pero no hace falta ser francés para suscribir su irritación y su consiguiente enfado. Basta con ser ciudadano del mundo. ¿Acaso no resulta indignante que los grandes especuladores transnacionales manden sobre los gobiernos democráticamente elegidos? ¿O que los estados rescaten con ingentes fondos públicos a bancos cuya incorregible pasión por el riesgo nos han abocado a la crisis económica? ¿O que la banca y los operadores económicos norteamericanos estrangulen financieramente a Wikileaks, cuando ni siquiera hay cargos judiciales contra esta web? ¿O que Berlusconi conserve la poltrona de primer ministro, la inmunidad judicial y la impunidad a base de reclutar tránsfugas? ¿O que el presidente de Sudán atesore cientos de millones de dólares en bancos británicos, y que estos se los guarden de mil amores? ¿Es o no es, todo eso, indignante?

Desde luego que sí. Otra cosa es que la indignación sea un estado apetecible, en tanto que expresión de enojo, ira o enfado vehemente. No lo es. A nadie le apetece desempeñar el papel de cascarrabias. Y menos teniendo en cuenta que la distancia entre lo digno y lo indigno (e indignante) parece muy superior a la que separa, habitualmente, a los conceptos opuestos. La dignidad se emparenta con la excelencia, el decoro, el honor, el merecimiento. La indignidad, en cambio, está unida a la bajeza, la decepción, lo reprobable... Y, bien mirado, debe ser precisamente ese hondo abismo lo que nos mueve a la indignación e incluso la redobla.

En fin, quizás no sea aconsejable pasarse el día enrabiado, con un humor de mil demonios. Pero entre la ira continua y la tolerancia estéril, entre el gruñido colérico y la resignación propia de quienes ya creen vivir en un mundo sin tiranos, asesinos y codiciosos con piel de filántropo, queda un amplio espacio para defender los valores humanos. Osea, para practicar la digna indignación que pregona Hessel. ¡Feliz año indignado!

9-I-11, Llàtzer Moix, lavanguardia

En un París capital del lujo que abre hoteles a 20.000 euros la suite, el regalo más preciado en navidades, fue un librillo de 12 por 21 cm, 32 páginas y precio mini: 3 euros. Sin publicidad. Un éxito fraguado por libreros y público. Indigène, editorial alternativa de Montpellier, obtuvo así su primer superventas: diez impresiones, 850.000 ejemplares, por delante del Goncourt. Indignez vous! (¡indignaos!)... Y el autor es un digno funcionario de las Naciones Unidas, de 93 años y cabellos blancos.

Observen al venerable señor de la fotografía.

 

A sus 93 años, parece reírse de los manuales del buen editor comercial, que aseguran que los ensayos políticos son veneno para la taquilla. Ah, amigos, eso era antes de la crisis. Su Indignez vous! se ha convertido en el regalo de moda estas Navidades en Francia, un país ya de por sí propenso a la indignación pero al que la crisis económica - y sus consabidos recortes sociales-está empezando a sacar de sus casillas.

Stéphane Hessel ha puesto palabras a una sensación vaga de cabreo general que flotaba en el ambiente. La gente, sí, está indignada, pero antes de Hessel no sabía muy bien por qué. Asistía al aluvión de lo que se le venía encima, intentaba cubrirse la cabeza, pero no entendía la complejidad de esa nebulosa de intereses económicos y organización del poder que, vaya casualidad, derivaba siempre en una pérdida de algo. Hessel no da compasivas palmaditas en la espalda a la gente, no les dice que "esto es lo que hay" y que hay que apechugar. Al contrario: su libro da coherencia y dignidad a la vida de sus apesadumbrados lectores, refuerza su manera instintiva de pensar, esa atávica desconfianza que anidaba en ellos hacia los poderosos y lo hace, además, sin caer en paranoicas teorías conspiracionistas al uso.

El libro de Hessel - a tres euros-dice cosas como que "la actual dictadura internacional de los mercados financieros (...) amenaza la paz y la democracia". Apunta, pues, hacia un enemigo y reivindica la actitud del resistente - él lo fue, contra los nazis-,y el mensaje creíble de que se pueden cambiar las cosas, apelando a ese noble sentimiento que, más o menos recóndito, anida en todos nosotros: la rebelión contra la injusticia.

Son cosas que suceden en esa extraña república francesa vecina. El reino de España, y sus súbditos, esperan todavía su panfleto.

Claro que Stéphane Hessel pertenece a una especie en vías de desaparición, y no sólo desde el punto de vista biológico. Afable, capaz de recitar de memoria decenas de poemas, con el mismo educado fervor defiende a los trabajadores indocumentados y a los palestinos.

El libro, por el que no cobra derechos, celebra el 60. º aniversario de la Resistencia, "cuyo motivo básico fue la indignación". Hessel pretende renovarla: "El poder del dinero, que tanto combatimos, nunca fue más insolente y egoísta, con servidores en las más altas esferas del Estado".

Desbordados por el éxito del libro, sociólogos y políticos parecen evocar a Cocteau: "Cuando una situación le resulte incomprensible - aconsejaba el poeta-finja ser el instigador".

Para Hessel no hay misterio: "La última década del siglo XX fue prometedora, cayó el muro de Berlín, creció la sensibilidad humanitaria y ecológica. Pero los diez primeros años del siglo XXI son de signo contrario: insolidaridad, crisis, abismo entre los más ricos y los más pobres. Y en el caso de Francia, una presidencia que ha exaltado el dinero, las diferencias y ese horrible término de identidad nacional".

Herejías para un hombre cuya vida giró en torno a la cultura, el arte, el amor y la solidaridad. Nacido en Berlín, en 1917, tenía siete años cuando su familia se radica en París, en el cogollo de la vanguardia. Su madre, Helen Ground, escritora y pintora, inspiró la Catherine del trío Jules et Jim,el del inolvidable filme de François Truffaut. Jules era su padre, Franz Hessel, alemán, judío, escritor y traductor. Y Jim, el francés Henri-Pierre Roche, autor de la novela en la que se basó Truffaut.

Nacionalizado francés en 1937, Stéphane fue de los primeros en seguir a De Gaulle. Clandestino en Francia, en 1944 cayó en manos de la Gestapo. Fue torturado y deportado a Buchenwald y, dos días antes del fijado para su ejecución, cambió su identidad por la de un muerto. Huyó, le atraparon, volvió a huir.

Esa vida de regalo y una frase de Sartre - "Sólo es hombre quien se compromete"-le impulsaron a ingresar en las Naciones Unidas: fue uno de los doce redactores de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948. "Fue un milagro. Creíamos que no habría más guerras. Se conocían los crímenes de los campos; la vida retomaba sus derechos. Poco después, Corea, las guerras de descolonización, el telón de acero, devolvían beligerancia".

Y que no le digan que son utopías su fe en el derecho internacional, en la paz para Oriente Medio - denuncia la ocupación-,en la posibilidad de un mundo sin violencia...

Hessel, protector de argelinos durante la guerra con Francia y de los sin techo y los extranjeros, hoy, reclama en su best seller "una insurrección pacífica contra el consumo masivo, el desprecio por los débiles, la competencia de todos contra todos".

31-XII-10, Ó. Caballero, lavanguardia