´Otra vez sin pulso´, Juan-José López Burniol

Francisco Silvela fue un hombre eminente. Se ha dicho de él que poseía unas dotes intelectuales extraordinarias, con las que destacó como político, en su oficio de abogado y como historiador y literato ocasional. Nacido en Francia, de madre francesa y en el seno de una familia de raigambre liberal que conoció el exilio, participó en el intento regenerador del general Polavieja, alcanzó la presidencia del Gobierno y se retiró pronto con sensación de fracaso. Quizá contribuyó a este su arraigada desconfianza en la vitalidad del país, puesta de relieve en un famoso artículo titulado "Sin pulso", que publicó en El Tiempo días después de consumado el Desastre de 1898. Denuncia en este el "singular estado de España: dondequiera que se ponga el tacto, no se encuentra el pulso". Para Silvela, "el país, inerte, deja hacer" a sus políticos, "hasta que el corazón, que deja de latir yva dejando frías e insensibles todas las regiones del cuerpo, anuncia la descomposición y la muerte". Advierte que "los que tienen por oficio y ministerio la dirección del Estado no cumplirán sus más elementales deberes si no acuden con apremio y energía al remedio". Y exhorta en estos términos: "Hay que dejar las mentiras y desposarse con la verdad; hay que abandonar las vanidades y sujetarse a la realidad, reconstituyendo todos los organismos de la vida nacional sobre los cimientos modestos, pero firmes, que nuestros medios nos consienten, no sobre las formas huecas de un convencionalismo que, como a nadie engaña, a todos desalienta y burla".

Hoy, más de cien años después, España vuelve a estar sin pulso. Me dicen que exagero, pero insisto en ello. Somos un pueblo invertebrado. Hicimos la transición, después de la dictadura franquista, no a impulsos de un sentimiento noble y constructivo de reconciliación nacional, sino a causa del miedo acerbo que sentíamos a volver a repetir los desastres de una guerra próxima aún en nuestra memoria. Pareció primero que acertábamos el camino, pero era una vana ilusión, un espejismo producto del miedo. Por eso, cuando el miedo se diluyó, volvimos donde solíamos: al enfrentamiento cainita y garbancero, iletrado y jaquetón, de campanario y espeso, propio de los pueblos que no han llegado a cuajar como tales. Pasados "los fastos del 92", comenzó la involución: el acoso y derribo a González, los dos últimos y enloquecidos años de Aznar, la inconsistencia suicida de los dos mandatos de Zapatero… Dislates que los españoles han contemplado sin rechistar, mientras que el país, en su conjunto, se gastaba unos dineros que, en buena parte, no eran suyos. Hasta que, de repente, estalló la crisis. Fue entonces cuando afloró la realidad de una situación política mucho más grave que la económica, pues es aquella la que impide afrontar esta con las hondas reformas necesarias para liberar los recursos del país, más y mejores que los que nuestro decaído ánimo admite. En efecto, desvanecido el consenso de la transición, quebrado el pacto constitucional, esclerotizados los partidos, obturados los mecanismos de representación y repartidas por cuotas las instituciones, un sentimiento de frustración, incertidumbre y desaliento invade el país. Pero lo peor no es el mal funcionamiento del Estado - que empieza a estar bajo mínimos-sino la atonía de los ciudadanos, que dejan hacer como si no fuese con ellos. Vuelve a pasar en España lo que Maeztu denunció, tras el 98: que la crisis no es sólo del Estado, lo que está en crisis es la sociedad. O, con palabras de Costa, no hay un pueblo. Un pueblo con voluntad de serlo.

¿Qué hacer? Aguantar. Clavar los pies en la arena y aguantar. Sin dejarnos llevar por teorías conspiratorias de hombres fuertes y de Terceras Repúblicas, alentadas por unos y aprovechadas por otros. Haciendo uso del recurso que siempre nos queda: la palabra libre. Y aprovechando lo que tenemos - nuestra democracia y nuestros partidos, por ajada que esté aquella y pese a lo sectarios que son estos-para pedirles lo único que nos puede salvar: que pacten; que, tras las próximas elecciones, hagan un pacto de Estado en el que acuerden las tres o cuatro reformas profundas e imprescindibles que precisamos para recuperar la confianza, y que son inasumibles por un solo partido por su enorme coste electoral. De no hacerse así, la crisis económica arrollará también al próximo gobierno que salga de las urnas, pues, cuando haga lo que crea que debe hacer, se le sublevará más de medio país, previamente azuzado para ello. Ha llegado el momento álgido de la crisis. Primero fue la de las grandes constructoras, luego la de los compradores de pisos, y ahora estamos en la de las empresas. Pese a ello, la crisis apenas se ha percibido hasta ahora en la calle de una forma traumática. Pero todo llegará, de no poner pronto remedio. Lo que depende de nuestros propios actos, de nuestro esfuerzo. Unos actos imposibles si seguimos sin pulso.

9-VII-11, Juan-José López Burniol , lavanguardia