´La excelencia´, José Antonio Marina

La semana pasada me quejé de la devaluación sufrida por algunas palabras, que las hace inservibles. Y eso es malo, porque cuando perdemos una palabra lo que perdemos en realidad es un camino de acceso a la realidad. Todos saben los efectos tremendos que ha tenido para la educación la imposibilidad de utilizar los conceptos de “autoridad”, “disciplina” o “voluntad”. Hoy quiero hablar de otro ejemplo: la devaluación experimentada por todas las palabras que designan la excelencia humana. Comenzaré por “aristocracia”, una palabra hermosa, compuesta de aristos (los mejores) y cratós (gobierno). Era, pues, el gobierno de los mejores. Se le opuso el término “democracia” (el gobierno del pueblo), pero esa oposición es fraudulenta. El ideal es un gobierno aristocrático, elegido democráticamente.

El término democracia también puede hacerse inutilizable si no lo cuidamos. Al estudiar su historia, comprobamos que hay dos formas al menos de entenderla.Una, la anglosajona. Otra, la francesa. La francesa era igualitaria por abajo. Había que eliminar los privilegios de la nobleza para equipararse en un mínimo común. La anglosajona, en cambio,
consideraba que la democracia nos hace a todos nobles. En una escuela americana, leí una inscripción que me encantó: “Respetamos y reconocemos la grandeza que hay en ti”. Cuando he comentado a mis colegas docentes si lo pondrían en sus escuelas, me han dicho que les parecía una cursilada. ¿Es que piensan que no es verdad?

En su sentido original, aristócrata es “el que se exige más a sí mismo”. Aquel cuyo honor no le permite ser vulgar, mezquino o cobarde. ¡Vaya! ¡He tropezado con otra palabra devaluada! Honor. Era el modo antiguo de designar lo que ahora llamamos “dignidad”. En mi juventud todavía era corriente la expresión “palabra de honor”. Al dar mi palabra,
pierdo mi dignidad si no la cumplo.

La palabra “nobleza” ha sufrido el mismo proceso de deterioro. Se ha convertido en biológico lo que era precisamente lo contrario: la posibilidad de superar lo genético. Ortega, y le cito porque no sé si el dato es real o invención suya, decía
que los antiguos chinos consideraban que la grandeza de un hombre no debía convertirse en un título de nobleza para sus hijos, que tal vez fueran cretinos, sino para sus padres, y entonces los grados de nobleza se proyectaban hacia las generaciones precedentes.

Acaba de traducirse al castellano uno de los tratados de ética más importantes del siglo XX, el de Nicolai Hartmann, a mi juicio el más completo filósofo de ese periodo. Considera que “lo noble” es uno de los valores fundamentales, junto con “lo bueno”, “lo pleno”, “lo puro”. “Lo opuesto de lo noble –escribe– es lo vulgar”. El noble desdeña los medios más bajos, no los considera justificados por el fin. Es el “magnánimo”, el de alma grande. Cuando las palabras noble y aristócrata se corrompieron, hubo que inventar otra. Las revoluciones del siglo XVIII enarbolaron la batalla del “mérito”, como antídoto frente a los privilegios de clase. Siendo un valor progresista, se ha convertido en un valor conservador vituperado por algunas ideologías igualitaristas. Como les decía, cuando perdemos una palabra, nos cerramos un acceso a la realidad. Me temo que al haber devaluado el léxico de la grandeza, seamos incapaces de comprenderla.

2-VII-11, José Antonio Marina, ES/lavanguardia