´Quién es quién en la corrupción´, Valentí Puig

La honradez y la honestidad no eran valores públicos en los años de la codicia pero por fuerza han de volver a serlo en la época de la austeridad. En las sobremesas siempre ha habido alguien dispuesto a decir que, al menos en los países latinos, un poco de corrupción engrasa las poleas del sistema. Sólo un poco. En realidad, esa pizca de corrupción acaba siendo un alud. Ese poco de corrupción generaba y genera inseguridad jurídica. Deterioraba y deteriora el sistema. Corroía y corroe la política. Por otra parte, la recesión y la obligada austeridad no garantizan el descrédito moral de la corrupción, porque el efecto de atomización que la crisis económica produce en la sociedad incluso avala nuevas formas corruptoras. En todo caso, es por carencia de fondos y no por falta de ganas que la nueva frugalidad nos pudiera hacer menos corruptos. A la inversa, más cohesión significa más lealtad a la norma, menos corrupción.

Para la clase política, para los gestores de la cosa pública en general, cierto sentido del deber y de la responsabilidad moral son las virtudes públicas que una ciudadanía exhausta reclama. La presidencia de Jimmy Carter coincidió con la etapa de primer ministro del laborista James Callaghan en el Reino Unido. La relación fue buena, incluso personalmente. Carter no pasará a la historia por los aciertos de su política exterior, ni Callaghan podrá evitar el borrón de haber tenido que apelar, por su mala política económica, a la intervención del FMI. Pero compartían un cierto sentido de la honestidad. Callaghan tenía un traje hecho de un paño en el que sus iniciales - coincidentes con las del líder estadounidense-iban entretejidas. Le ofreció a Carter los retales sobrantes para hacerse un traje por su cuenta. Carter lo rechazó: como presidente, no podía aceptar regalos. Acabó pagando cinco libras esterlinas de su bolsillo y así pudo mandarse hacer su propio traje. A saber si cosas así todavía ocurren en este valle de lágrimas.

En general, siendo cierto que las prácticas corruptas menguan de alguna manera las posibilidades de reelección del político, no las menguan de un modo suficientemente significativo y tajante. Los partidos políticos se desprenden de sus personajes con sombras de corrupción por presión ambiental y no por un principio selectivo. A veces resulta de asombro la catadura del personal capaz de meterse en las costuras de un partido sin el más mínimo escrutinio de sus orígenes y trayectoria.

Que eso ocurriera en los años de la transición tenía la excusa de la improvisación y el ritmo vertiginoso de las cosas. Ahora tiene como explicación el anquilosamiento de los partidos y su falta de sistema de refrigeración.

La pregunta clave es si los más corruptos son los políticos o los votantes. Existe un tipo de votante al que no le importa el grado de corrupción de los políticos que le representan siempre y cuando accedan a sus solicitaciones. Eso estaba ya en los consejos electorales que Cicerón le daba a su hermano. Que de noche llenase su casa de gente, que fueran muchos los de dependieran de la esperanza de una ayuda, que acaben siendo más amigos de lo que eran, que sientan el halago en sus oídos.

En fin, que todo el mundo prefiere una mentira a un no. Prometer, ofrecer: finalmente, cumplir con lo que se disponga de dinero público. Viejo sistema electoralista que ha transcurrido por diversas formas de institucionalización, como el PER andaluz, como construir aeropuertos donde no hay aviones o polídeportivos sin presupuesto para llenar la piscina. Es el territorio pringoso y oscuro de la compraventa democrática. Según los profesores Lemennicier y Duraisamy, se da el caso de votantes que saben muy bien que el candidato es corrupto pero le dan su voto, como un sistema de trueque, porque prefieren un político deshonesto que es activo al redistribuir rentas y privilegios, incluso si ello implica conducta ilegal o delictiva. Lo prefieren a un político honesto que no da nada concreto a cambio: es decir que no prima los intereses particulares y se concentra en el interés general. La conclusión es que, al elegir políticos por un quid pro quo entre el voto y determinados beneficios personales, el votante también es - al menos moralmente-responsable de la corrupción.

Afortunadamente, se observa que el votante genérico está siendo de cada vez menos tolerante con la corrupción. Por ejemplo, en Francia. En Estados Unidos, a partir de una secuencia de elecciones a la Cámara de Representantes se deduce que en los casos de reelección de candidatos acusados de corrupción, de ser reelegidos acostumbran a perder entre un 6 y un 11% de votos. Y ese castigo vaamás en sucesivas convocatorias electorales. En Japón o Italia, los porcentajes difieren, aunque se detecte un cierto voto de castigo en casos de corrupción. También sucede que los votantes dan menos relevancia a la corrupción si el candidato goza de popularidad o es un veterano en su territorio político. Hay quien dice, un poco a la ligera, que la democracia es muy cara. Más cara es la corrupción. Deslegitima el sistema. Es la masa oculta del iceberg que son los costes de la política.

31-VII-11, Valentí Puig, lavanguardia