´Crisis y/de liderazgo político´, Xavier Sala i Martín

Recuerdan aquello de "no es una crisis, sólo una leve desaceleración"? Después de negarlo durante meses, así era como el Gobierno empezaba a admitir, tímidamente eso sí, que España estaba en recesión. Viendo lo que ha caído desde entonces, aquella frase parece hoy un chiste malo, pero es el símbolo de lo que ha pasado: estamos donde estamos porque los políticos han cometido errores monumentales.

En medicina hay diferentes tipos de enfermedades: respiratorias, cardiovasculares, motrices, cánceres... Para cada una existe un diagnóstico preciso y un tratamiento específico. Todo el mundo sabe que no se tiene que aplicar el mismo remedio a diferentes enfermedades.

Pues bien, en economía también hay diferentes tipos de crisis: crisis de demanda, crisis de oferta, crisis de exceso de deuda... Cada una de ellas exige un diagnóstico correcto y un tratamiento específico. Las crisis de demanda causadas por una reducción del gasto privado se pueden solucionar con aumentos del gasto público. Las de oferta se arreglan reformando las estructuras productivas que limitan la productividad (reformas educativas, reguladoras, financieras, laborales...). Las crisis de exceso de deuda se solucionan reduciendo la necesidad de pedir prestado.

¿De qué tipo era la crisis que empezó en el 2007? Pues bien, recuerden que venimos de una burbuja inmobiliaria que tuvo dos consecuencias importantes. La primera es que el sector privado, principalmente las familias, las empresas constructoras y el sector financiero, se había endeudado mucho: las familias habían comprado viviendas demasiado caras con la esperanza de que su precio seguiría subiendo y los bancos se habían endeudado (o apalancado) para beneficiarse del crédito a un sector inmobiliario insaciable. Al explotar la burbuja, unos y otros se quedaron con deudas extravagantes que muchos no podían pagar. La crisis era, pues, de exceso de deuda.

La segunda consecuencia de la burbuja fue la complacencia: mientras las cosas iban bien, nadie se daba cuenta de que la productividad de la economía no aumentaba y no se hacían las dolorosas reformas que tenían que preparar el terreno para cuando desapareciera el chollo de la construcción. Al exceso de deuda se le sumaba, pues, una crisis de oferta o falta de productividad.

El problema surgió cuando, en lugar de tratarla como una crisis de deuda con falta de productividad, las autoridades, animadas por el fantasma de un Keynes misteriosamente resucitado, la trataron como si fuera de demanda: Keynes se hizo famoso en los años treinta, cuando diagnosticó que la gran depresión del 29 era una crisis de demanda y recomendó el aumento del gasto público financiado con deuda. Desde entonces, sus seguidores piensan que todas las recesiones son de demanda y siempre recomiendan aumentar el gasto público. Y es posible que la de 1929 fuera una crisis de demanda, ¡pero eso no quiere decir que todas las crisis lo sean! En cualquier caso, en el 2008 todos los gobiernos del mundo se dedicaron a aumentar el gasto público.

Por desgracia, la crisis no era de demanda sino de exceso de deuda. Y como los ingresos fiscales habían caído, el aumento de gasto que nos tenía que salvar sólo se podía financiar con endeudamiento. La deuda pública se disparó y nos encontramos en una situación paradójica y esquizofrénica, ya que una crisis de exceso de deuda se intentaba solucionar con (por favor, no se rían)... ¡más deuda! ¡Era como intentar cuidar el alcoholismo con dosis intensivas de vodka! No hace falta ser muy listo para ver que esta locura sólo podía empeorar las cosas y, naturalmente, las cosas empeoraron.

Y es que también se popularizó la burda idea de que los mercados no funcionan y que el Estado ha de intervenir masivamente, y eso llevó a los gobiernos a querer rescatar a todo el mundo que no podía pagar, desde bancos hasta gobiernos amigos. Lo hacían como si sus recursos fueran ilimitados aunque, en realidad, no tenían ni un euro y todo lo que gastaban en rescates no hacía más que aumentar la deuda pública. Hasta que llegó el día en que los prestamistas dudaron de su capacidad de devolver el dinero. Primero desconfiaron de los gobiernos periféricos de Grecia, Irlanda y Portugal. Después de Italia y España. Ahora aparecen dudas sobre Francia y Estados Unidos. Pronto desconfiarán de Alemania.

Fíjense ustedes que (Irlanda y Grecia aparte) los acreedores no dudan de que los países tengan bastante dinero. Todo el mundo sabe que en Estados Unidos hay bastantes dólares para pagar lo que haga falta. Desconfían de la capacidad política de sus líderes de apropiarse de los recursos necesarios para pagar las deudas. Los problemas no llegaron aEE. UU. hasta que demócratas y republicanos juguetearon con la insolvencia intentando obtener réditos electorales. En España, no sólo dudan de la capacidad del Gobierno actual (que hace trampas cuando dice que reduce el déficit, cuando lo que hace es pasarlo a los gobiernos autonómicos y locales) sino también de Rajoy, que afirma ilusamente que impondrá un plan de austeridad sin dolor. Como eso es una quimera (la austeridad comportará dolor), los mercados no creen ni que las elecciones del 20-N solucionen el problema.

Estamos, pues, ante la desconfianza en una clase política que erró en el diagnóstico, aplicó remedios equivocados y ahora se muestra incapaz de encontrar soluciones llegando a acuerdos creíbles. La crisis de deuda ha sacado a relucir una preocupante falta de liderazgo político.

17-VIII-11, Xavier Sala i Martín, Universidad de Columbia, UPF y Fundació Umbele www. salaimartin. com, lavanguardia