Criminalidad y Política en América Latina
16 September 2011
La desconfianza hacia el sistema político, expresado en un creciente desinterés por los procesos electorales, es una de las enfermedades más endémicas de América Latina. El continente puede estar orgulloso de un período prolongado de gobiernos civiles y elegidos por el pueblo. Pero ahora enfrenta el desgaste del Estado de Derecho y el desafío de demostrar que la democracia no es sólo un ritual periódico, sino una fórmula eficaz para resolver los problemas de seguridad, desigualdad y pobreza de las mayorías. Tres países, Colombia, Venezuela y Guatemala, ejemplifican esta situación.
Tumaco es una pequeña ciudad-puerto del departamento colombiano de Nariño. La ciudad y sus alrededores están plagados de grupos armados ilegales, como las guerrillas, los paramilitares y las denominadas bandas criminales. La población desconfía desde ya en los resultados de las elecciones locales de octubre de este año. Cree que muchos candidatos están condicionados por la ayuda económica de fuentes oscuras. Y efectivamente, si no se fortalecen los mecanismos de control de las finanzas de los partidos y se limpia el escenario electoral, en Tumaco y en muchas otras zonas de Colombia, estarán condenados a cuatro años más de mal gobierno, corrupción y violencia. La reacción moral de la justicia colombiana, imponiendo condenas ejemplares e inhabilitando a decenas de políticos de las funciones públicas, es una señal muy saludable de la democracia colombiana. Pero el dinero es abundante y las resistencias morales aún son escasas.
También en Guatemala hay elecciones este año. El país sufre de una de las mayores tasas de homicidios por habitantes del mundo. Su sistema político y económico discrimina a las mayorías indígenas, pero parece no darse cuenta de la gravedad de la situación. Los sectores más poderosos se resisten a los cambios básicos que el Estado y la sociedad necesitan. Mientras tanto, los “Zetas” infiltran el territorio y desatan una cruenta guerra. Se estima que el negocio del narcotráfico en Guatemala mueve tres veces más recursos que todo el presupuesto anual del Estado. Bandas como los Zetas trasladan operaciones desde México hacia un país en donde delinquir y traficar tiene un bajo costo de transacción: a pesar de algunas capturas, la impunidad es de 95%. Hay una falta total de debate de ideas y propuestas sobre cómo impedir el colapso de la seguridad pública.
No hay elecciones en Venezuela este año, pero sí existe un claro y peligroso proceso de polarización y un decaimiento general de las instituciones democráticas en el país. Este amenaza con desembocar en actos de violencia política durante las elecciones programadas para el 2012. La violencia urbana mata a más personas en Caracas que en las principales zonas de guerra del mundo (incluyendo Irak y Afganistán). La presencia de diversos grupos armados, incluyendo a las guerrillas colombianas, genera un cóctel explosivo de incalculables consecuencias. Le tomará muchos años a la democracia venezolana para restaurar la credibilidad en un Estado de Derecho que es vejado continuamente.
El problema se agrava cuando el Estado se hace parte del problema. La tolerancia hacia la violencia está destruyendo lo poco que queda de la democracia venezolana. Si los líderes políticos se erigen como divisores de la sociedad entre amigos y enemigos y el disenso es criminalizado y perseguido, el mensaje que se envía es que la violencia es un camino legítimo para imponer opciones políticas. La coexistencia de milicias, grupos armados pro-gubernamentales y el narcotráfico hacen difícil una eventual transición democrática en este país.
La comunidad internacional debe abrir los ojos ante estos riesgos. A veces se da por sentado que la “década latinoamericana” implica que una dosis de estabilidad fiscal y de crecimiento económico bastará para vacunar a los estados contra las tentaciones autoritarias y el fracaso de las democracias. Como lo demuestra la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala, se requiere mucho más que el poder civil para garantizar la seguridad de las personas. Se necesita una fuerte voluntad política de lucha contra la corrupción, de métodos eficaces y de mucho dinero.
Necesitamos instituciones sólidas en lo jurídico, pero creíbles políticamente. A veces logramos lo primero, pero fallamos en lo segundo. Los beneficios del régimen democrático necesitan concretarse a través de una política de inclusión social y de igualdad. La debilidad institucional puede abrir paso a la criminalidad y convertir a nuestros estados en entes de autoridad parcial, que gobiernan solamente en las ciudades. La corrupción envilece la función pública y genera un atroz costo para los más pobres. Finalmente, el aparente fracaso de la democracia puede abrir caminos insospechados de autoritarismo, políticas de “mano dura” y peligrosos visionarios. Pero aún es tiempo, como lo demuestran los tímidos avances en la lucha contra la impunidad en Guatemala y la vigorosa labor judicial en Colombia.