Ya se ha decidido el único voto que importa en las elecciones presidenciales rusas del 2012, y es el de Vladímir Putin. Volverá como presidente de Rusia el año próximo.
Cuando se conoció la noticia - junto con la noticia menor de que el titular actual, Dimitri Medvédev, dejará el cargo para ser primer ministro de Putin-me entraron ganas de gritar "os lo dije". Siempre me ha intrigado la ingenuidad de los analistas, en Rusia y el extranjero, que creían que Putin nunca tendría la audacia de burlarse del sistema electoral de Rusia hasta el punto de reclamar la presidencia. Pero el desprecio por la democracia ha sido su marca característica desde que llegó al Kremlin desde San Petersburgo hace dos décadas.
Quien creyera que las cosas serían diferentes se engañaría a sí mismo o ignoraría la realidad de Rusia. Putin no puede evitarlo ahora, como tampoco pudo en el 2004, cuando siendo un líder muy popular - recuperó la autoestima del país como potencia mundial con el hábil uso de su control de parte importante de la oferta mundial de petróleo y gas en un momento de limitada disponibilidad-habría ganado sin apenas esforzarse. Sin embargo, igual amañó esas elecciones: en la tradición del KGB, la gente es simplemente demasiado impredecible como para que no haya que controlarla. Si muchos analistas no eran conscientes de que Putin volvería en el 2012, el ciudadano ruso ciertamente sí lo sabía. Cuando Putin instaló a su protegido, Dimitri Medvédev, como presidente en el 2008, comenzó a circular un chiste: es el año 2025 y Putin y Medvédev, ahora ancianos, están sentados en un restaurante. "¿A quién le toca pagar?", pregunta Putin. "A mí - responde Medvédev-.Recuerda que te acabo de volver a reemplazar como presidente".
Mijaíl Kasyánov, primer ministro bajo Putin y ahora líder del opositor Partido de la Libertad del Pueblo, repite una y otra vez que "nadie sabía" del acuerdo de cambio de cromos. Si eso es lo que cree, se está engañando a sí mismo.
En Rusia la historia se repite pero, en un giro a la frase de Karl Marx, como tragedia N. KHRUSHCHEVA, profesora de Asuntos Internacionales en The New School e investigadora séniordel World Policy Institute de Nueva York y farsa a la vez. El poder en Rusia es producto de la inercia y el voluntarismo personal, y un pueblo en general apático se entrega ya casi por tradición a la paradoja de la tiranía rusa: un Estado débil cree que puede funcionar como un Estado fuerte al privar a los ciudadanos de las libertades básicas y la capacidad de tomar sus propias decisiones. En tal estado, la iniciativa, en particular la iniciativa política, es peor que inútil: es un crimen, como ha demostrado el caso de Mijaíl Jodorkovsky, el ex magnate petrolero encarcelado. La única libertad que queda a los rusos es idear bromas que se nutren de su generoso patrimonio histórico de patologías políticas. Si las pudieran exportar, serían tan ricos como los alemanes. Ante la ausencia del imperio de la ley y servicios estatales que funcionen, los rusos nos solemos ver como subordinados al Estado y no como ciudadanos que viven sus vidas en una sociedad civil funcional e independiente. Esta entrega de facto crea un ambiente fértil para el despotismo.
Para muchos rusos, si no la mayoría, la figura autoritaria encarna los poderes que controlan todo lo que importa en la vida; la apoyan, independientemente de las políticas que establezca, porque no hay posibilidad de hacer otra cosa. La pregunta hoy no es sobre el resultado de las presidenciales del próximo año, que ya se ha determinado. Ahora que el periodo presidencial se ha extendido a seis años, podemos esperar gobiernos que duren en total hasta 12 años, más de lo que duró Putin en sus primeros mandatos.
Pero ahora los delirantes e ignorantes quieren creer que en esta ocasión se convertirá en un reformador. Recuerdo un análisis similar en el año 2000, cuando los expertos trataron de equiparar el historial de Putin en el KGB con los años del presidente George H. W. Bush como director de la CIA. Putin, sostenían, no es el típico hombre fuerte de seguridad, sino un tecnócrata ilustrado. Pero la única técnica que parece haber absorbido de su carrera anterior como espía en Alemania del Este fue el control social, lo que sigue siendo cierto hoy en día.
Con todo, puede merecer la pena mirar más allá del 2012, porque los contextos económicos, políticos y sociales han cambiado desde el 2004, cuando Putin se reeligió a sí mismo, y desde el 2008, cuando fingió ser un demócrata al ceder paso a Medvédev. Hoy, los gobernantes de Rusia nunca habían parecido más arbitrarios e ilegítimos. Tras 12 años en el poder y buscar 12 más, Putin ya no puede fingir que se adhiere a la democracia ni que promueve la modernización. Durante los últimos años, el apoyo popular a Putin se ha debilitado considerablemente, en gran parte debido al estancamiento de una economía basada en las materias primas. De hecho, las élites de Rusia saben que las cosas van por mal camino y están votando de la única manera que pueden: con los pies y con transferencias bancarias, sacando a sus familias y su riqueza fuera del país.
La historia también nos enseña que, a pesar de su inercia, los rusos son capaces de derribar gobiernos, como hicieron en 1917 y 1991. Cuando se vuelva a asentar en la comodidad del Kremlin en el 2012, Putin debería dedicar unos momentos a releer La hija del capitán,de Alexander Pushkin, novela sobre la sangrienta rebelión de los cosacos contra Catalina la Grande: "Dios nos salve de una revuelta rusa, sin sentido y sin piedad".
7-X-11, Nina Khrushcheva, Professora dŽAssumptes Internacionals a The New School i investigadora sènior del World Policy Institute de Nova York, lavanguardia