´El optimismo y su lado oscuro´, Mariano Marzo

Como resultado de un proceso de "ensayo y error" de cientos de miles de años, tal vez no resulte sorprendente que nuestra especie ronde la excelencia en algunos aspectos. Obligados a sobrevivir en la sabana, podemos correr relativamente rápido, saltar con precisión, tenemos una buena conciencia espacial y también acostumbramos a ser flexibles e ingeniosos. Pero cuando se trata de la vida moderna parece que no estamos tan bien dotados. No afrontamos adecuadamente los asuntos que requieren de una visión a largo plazo y de un aplazamiento de la recompensa. Esto no resulta extraño si pensamos que durante cerca del 99% de nuestra existencia como especie no hemos sido capaces de almacenar alimentos, de modo que la lucha diaria por la supervivencia ha sido nuestra principal preocupación. Asimismo somos analfabetos numéricos. Generalmente, nuestras habilidades en matemáticas están muy poco desarrolladas en comparación con nuestra rica y matizada capacidad de comunicación oral.

También nos hemos convertido en una especie optimista y excesivamente confiada en sus posibilidades, características ambas que probablemente nos ayudaron a sobrevivir en etapas tempranas de nuestra historia y que hoy han sido reafirmadas y convertidas en un valor irrenunciable de las sociedades avanzadas. Pero el optimismo y el exceso de confianza tienen un lado negativo. Para ilustrarlo basta con analizar un par de tragedias recientes causadas por los humanos.

Hace algo más de un año, una explosión en una plataforma de perforación de BP en el golfo de México causaba la muerte de 11 trabajadores, provocando acto seguido el vertido de más de 4 millones de barriles de petróleo. Adía de hoy los científicos aún están investigando los efectos que el desastre tendrá para la región a largo plazo. Mientras, en el otro lado del mundo, Japón intenta recuperarse de una crisis nuclear que ha supuesto la muerte de decenas de miles de personas, pérdidas por daños directos cifradas en un mínimo de 200.000 millones de dólares y la contaminación radiactiva de vastas áreas terrestres y marinas.

Los dos desastres son de magnitud muy dispar y obedecen a causas muy diferentes. Pero tienen una cosa en común: el exceso de confianza que los humanos tienen en lo acertado de sus decisiones y en la fortaleza de sus diseños y sistemas.

En el caso del accidente del golfo de México la petrolera operaba en aguas profundas sin haber investigado lo suficiente o sin haber realizado las inversiones necesarias para evitar y, en su caso, remediar los problemas que podían derivarse de la perforación en un entorno tan extremo. Y el Gobierno de EE. UU. no había supervisado a fondo dichas actividades. Tanto este como la empresa probablemente pensaban que apenas existía riesgo de que se produjera una explosión del tipo de la que causó el accidente. Y de hecho, la comisión presidencial encargada de investigar el vertido concluyó que "el desastre de la plataforma Deepwater Horizon muestra los costos asociados a una cultura de la complacencia".

Buena parte de la comunidad sismológica del Japón también incurrió en un exceso de confianza. Los mapas oficiales sobre la amenaza sísmica en el país se basan esencialmente en los registros de terremotos anteriores. Pero debido a que ningún gran seísmo había sacudido la costa de Sendai en los últimos siglos, las evaluaciones de riesgo no tuvieron en cuenta la posibilidad de tal evento en el futuro. Algunos investigadores se habían mostrado más cautelosos, argumentando que los datos geodésicos mostraban que la tensión en la región iba en aumento y que se disponía de evidencias geológicas de la ocurrencia en el año 869 de un tsunami de mayor magnitud que cualquiera de los más recientes. Pero estas observaciones no lograron socavar la fe en el método oficial de evaluación de riesgos sísmicos que, desgraciadamente, se reveló básicamente erróneo. Además, los diseñadores de la central de Fukushima no previeron la posibilidad de un fallo en los generadores de emergencia y subestimaron lo difícil que sería restablecer la electricidad después de un tsunami.

Una de las lecciones que podemos aprender de estos dos trágicos sucesos es que muchos de nuestros sistemas son incapaces de resistir situaciones extremas, aunque no por ello imposibles. En teoría, tales sistemas - y la sociedad en general-deberían ser mucho más resilientes: sus elementos básicos tendrían que seguir funcionando incluso tras el peor de los desastres, sea este ocasionado por el hombre o de origen enteramente natural. Lo malo es que con demasiada frecuencia nuestra naturaleza optimista nos lleva a esperar lo mejor sin habernos preparado a conciencia para lo peor.

8-X-11, Mariano Marzo, catedrático de Recursos Energètics de la Universitat de Barcelona, lavanguardia