´Lobotomía electoral´, Jordi Balló

Hice un primer balance rápido del debate cara a cara: un formato acabado, viejo, sin riesgo, previsible, artificioso, sin cambio de opinión posible. Una degradación absoluta de lo que es la representación de la política y lo que deben ser unas elecciones, un supuesto tiempo de reflexión, de transmisión, de duda, de imaginar que algo distinto es posible. Esta decrepitud se debe a que este debate que la Academia de TV y su representante presentan como lo máximo de la democracia es lo contrario: una aberración de la participación, una escenificación de que la política es algo reducido, cobarde, hierático e interesado, que recupera una forma de representar el diálogo que cualquier país inteligente ya ha abandonado por caduca y que aquí parece que cuando se produce resulta un milagro de la democracia que hay que agradecer a los dos partidos que se han prestado a ello. Pues vamos bien.

Sin ser nada del otro mundo, una de las primeras acciones que han roto esta forma monologuista es poner a los candidatos, dos, tres o los que sean, frente a las preguntas improvisadas de los ciudadanos. Estas pueden llegar por un público presencial que rodea a los candidatos, como se hizo en el debate final Mc-Cain/ Obama, o bien utilizando las nuevas tecnologías que permiten que las preguntas del público lleguen a través de la pantalla digital y que el moderador debe adjudicar a uno o varios candidatos, algo que se probó con gran éxito en el primer debate con todos los candidatos demócratas (nueve o diez, no recuerdo) en las primarias americanas del 2007. Esto sería lo mínimo: en un momento en que las voces que interpelan viajan por las redes sociales, es inaudito que el debate principal de una campaña las olvide para mejor ocasión. Pero incluso en el caso de que el debate fuera cuerpo a cuerpo y sin más intermediarios, hay maneras de hacerlo directo y vibrante, casi codo con codo, escuchándose (Clinton/ Obama) y no con esta distancia ridícula de la mesa larga que parecía una versión chistosa del tópico del matrimonio rico que no se habla más que con monosílabos absurdos.

Queda además la cuestión de los famosos tiempos electorales, como si este control de quien habla más o menos fuera el garante de la equidad. Ante el descaro manipulado de reducir todas las opiniones a la de dos contrincantes me pregunto qué impide a otros partidos hacer debates por su cuenta, sin esperar que ninguna junta electoral los autorice. ¿Es posible más desigualdad que la que se vive en un debate bipartidista que margina a la casi totalidad de la España periférica?

Pero los males no han acabado: llegará la noche electoral y volveremos a lo de cada año, con los representantes de los partidos en el plató, indolentes, aburridos, discutiendo nimiedades sobre los resultados, en una pantomima que funciona como una lobotomía de uniformización social. ¿Hasta cuándo?

9-XI-11, Jordi Balló, lavanguardia