´laicismo y sociedad liberal´, Pedro Rivas Palá

laicismo y sociedad liberal

Notas sobre la prohibición del foulard islamique en las escuelas francesas.
Pedro Rivas Palá, Universidade da Coruña.

El propósito de estas líneas es analizar el conflicto que ha tenido lugar en las escuelas públicas francesas a raíz de la aparición de alumnas de religión musulmana que acudían a clase con el denominado foulard islámico. En este trabajo vamos a tomar este problema como banco de pruebas de las reacciones que una sociedad liberal contemporánea adopta frente a este género de fenómenos. Se trata de comprobar la coherencia de tales sociedades con sus propios principios liberales ante hechos que provienen de mentalidades no liberales y que se presentan como un desafío.

1. LOS HECHOS DEL CASO Y LAS INTERVENCIONES OFICIALES EN FRANCIA

En primer lugar conviene exponer los términos del problema a partir de las actuaciones de distintos órganos jurisdiccionales y administrativos que han tenido lugar en el ámbito francés.

El 27 de noviembre de 1989, el Consejo de Estado emitió el Avis nº 346.8931, donde afirmaba que “el uso por alumnos de signos por los que manifiesten su pertenencia a una religión no es por sí mismo incompatible con el principio de laicidad, en la medida en que constituye un ejercicio de la libertad de expresión y manifestación de las creencias religiosas, aunque esta libertad no permite a los alumnos llevar signos de pertenencia religiosa que, por su naturaleza, por las condiciones en que serían llevados individual o colectivamente, o por su carácter ostensible o reivindicativo, constituyan un acto de presión, de provocación, de proselitismo o de propaganda, llevarlos atente a la dignidad o la libertad del alumno o de otros miembros de la comunidad educativa, comprometan su salud o su seguridad, perturben el desarrollo de las actividades de enseñanza y el papel educador de los docentes, o en fin perturbaran el orden en el lugar o el funcionamiento normal del servicio público”.

Antes había señalado que “el principio de la laicidad de la enseñanza pública, que es uno de los elementos de la laicidad del Estado y de la neutralidad de los servicios públicos, impone que la enseñanza se dispense en el respeto, de una parte, de cierta neutralidad por los programas y por los docentes y, de otra parte, de la libertad de conciencia de los alumnos. (…) La libertad de los alumnos así reconocida supone para ellos el derecho a ejercer y manifestar sus creencias religiosas dentro de los centros escolares, dentro del respeto del pluralismo y de la libertad del otro, y sin que su uso atente a las actividades de enseñanza, al contenido de los programas y a la obligación de asistencia”.

Y, finalmente, establecía que puede hacerse una reglamentación dentro de los liceos y colegios para tal uso por parte del consejo de administración de los mismos. Al margen, también señala quién es competente para qué tipos de reglamentaciones en diferentes niveles; y que quien tenga potestad disciplinaria dentro de cada centro será quien deba juzgar si cada signo religioso se adecua a lo señalado antes, aunque siempre sometido al control jurisdiccional.

Poco después, el ministro de Educación, Juventud y Deportes, Lionel Jospin, dictó una Circular de 12 de diciembre de 1989 para ejecutar el Avis2. Se establecía en ella que “quedan prohibidos todos los comportamientos de proselitismo que vayan más allá de (la manifestación de) las simples convicciones religiosas y que se encaminen a convencer a los otros alumnos y a los demás miembros de la comunidad escolar y a servirles de ejemplo. Estas observaciones y consideraciones deben aplicarse en las mismas condiciones a los signos y comportamientos de naturaleza y carácter políticos”. Más concretamente, se prohíben “todos los signos que, apelando a una discriminación según las opiniones políticas, filosóficas, religiosas, el sexo o la pertenencia étnica, contradigan los principios, los valores y las leyes de nuestra sociedad democrática”. Más aún, “el carácter demostrativo de los vestidos o de los signos que se lleven pueden apreciarse en función de la actitud y de los propósitos de los alumnos y de sus padres”. Después de tratar otras cuestiones como la obligación de todos los alumnos de cumplir los controles sanitarios y de realizar los ejercicios inherentes a la educación física, se concreta también que “el joven debe aprender y comprender que el respeto a la libertad de conciencia del otro reclama de su parte una reserva personal”. Se concretan algunos procedimientos disciplinarios y se recuerda también el carácter obligatorio de la asistencia. Por último, se consideran las obligaciones de la laicidad para los docentes: “debe imponerse en la Escuela con una fuerza particular.

(…) Guiada por el examen, debe transmitir al alumno los conocimientos y los métodos que le permitan ejercer libremente sus elecciones.
En consecuencia, los docentes en el ejercicio de sus funciones (…) deben imperativamente evitar toda marca distintiva de naturaleza filosófica, religiosa o política que atente contra la libertad de conciencia de los menores y contra el papel educativo reconocido a las familias”.

El Consejo de Estado volvió a intervenir en la cuestión mediante un Arrêt el 2 de noviembre de 19923. Los demandantes habían acudido a la instancia jurisdiccional a causa del reglamento interno de un colegio que prohibía el uso del “foulard islamique” (Hay que hacer notar que es fácil confundir los términos e incluso imaginar lo que no es. No estamos ante una prenda que cubra completamente como el chador ni tampoco propiamente ante un velo entendido como una pieza que sólo deja ver los ojos. Se trata de un pañuelo -de ahí la expresión francesa foulard, que también se usa en castellano- que cubre el pelo y el cuello.) y con base en el cual se había procedido a la expulsión de tres alumnas. El Consejo de Estado repitió la doctrina del Avis, para señalar que el artículo del reglamento interno del colegio que es objeto de litigio, supone “una prohibición general y absoluta” que es opuesta a los principios mencionados, en especial a “la libertad de expresión reconocida a los alumnos en el marco de los principios de neutralidad y de laicidad de la enseñanza pública”.

El 20 de septiembre de 1994 el ministro de Educación, François Bayreou, envió una circular a los directores de los centros escolares que tiene interés para nuestro asunto. Comienza estableciendo que “(l)a idea francesa de la nación y de la República es, por naturaleza, respetuosa de todas las convicciones, en particular de las convicciones religiosas y políticas y de las tradiciones culturales. Pero excluye la fragmentación (l’éclatement) de la nación en comunidades separadas, indiferentes las unas a las otras, que no consideran más que sus propias reglas y sus propias leyes, introducidos en una mera coexistencia. La nación no es solamente un conjunto de ciudadanos que detentan derechos individuales. Es una comunidad de destino”. Por lo que respecta a la educación, “(e)ste ideal se construye en la escuela. (…). La presencia en cada escuela de signos y de comportamientos que mostrarían que ellos (niños y jóvenes) no pueden conformarse a las mismas obligaciones ni recibir los mismos cursos ni aprender los mismos programas sería una negación de esta misión”. Y se recalca lo dicho afirmando que “(e)ste ideal laico y nacional es la sustancia misma de la escuela de la República y el fundamento del deber de educación cívica que le es propio”. La conclusión de este discurso es que “no es posible aceptar en la escuela la presencia y la multiplicación de signos ostensibles cuya significación es precisamente la de separar a algunos alumnos de las reglas de vida comunes de la escuela”. Por eso les pide “la prohibición de tales signos ostensibles mientras que la presencia de signos más discretos que manifiesten solamente la adscripción a una convicción personal no puede ser objeto de las mismas reservas”. Después de mencionar que, sin embargo, debe tratar de llevarse a cabo esta política a través de la persuasión y de recordar que “el acceso al saber es el medio privilegiado de construcción de una personalidad autónoma”, concluye con la propuesta de incluir un artículo en los reglamentos internos de los centros escolares. El artículo dice así: “El uso por los alumnos de signos discretos, que manifiesten su adscripción personal a convicciones claramente religiosas, es admisible en los centros. Pero se prohíben los signos ostensibles, que constituyan ellos mismos elementos de proselitismo o de discriminación. Son prohibidas también las actitudes provocativas, las faltas a las obligaciones de asiduidad y de seguridad, y los comportamientos susceptibles de constituir presiones sobre otros alumnos, de perturbar el desarrollo de las actividades de enseñanza o de dificultar el orden en el centro”.

Meses después, el 10 de marzo de 1995, el Consejo de Estado se pronunció en un nuevo Arrêt sobre el problema del velo. En esta ocasión, después de repetir la doctrina ya citada, se confirmó la expulsión de dos alumnas. En el caso, el conflicto tenía otros matices, como se observa cuando el Consejo afirma “que el uso del foulard es incompatible con el buen desarrollo del curso de educación física; que la decisión de exclusión definitiva de las alumnas ha tenido lugar por los problemas que su negativa ha causado en la vida del centro agravados por las manifestaciones en las que participó su padre a la entrada del colegio”.

Como puede verse, los términos del problema y las soluciones al mismo no han variado con ocasión de las actuaciones oficiales del último trimestre de 2003, por más que éstas hayan resultado una novedad en otros aspectos como la intervención del propio Presidente de la República. Finalmente, la Asamblea Nacional aprobó el 10 de febrero de 2004 un “Proyecto de ley relativo a la aplicación del principio de laicidad en las escuelas, los colegios y los liceos públicos” por el que se introduce en el Code de l´éducation un artículo que dice: “Queda prohibido en las escuelas, los colegios y los liceos públicos el uso (le port) de signos o ropas (tenues) por los cuales los alumnos manifiesten ostensiblemente la pertenencia religiosa”.

2. LOS TÉRMINOS DEL PROBLEMA EN OTROS ÁMBITOS SOCIALES Y ACADÉMICOS

En la provincia canadiense de Québec se produjo una situación similar con abundantes malentendidos y prejuicios, que sin embargo desembocaron en una solución pacífica y satisfactoria para todos que aceptaba el uso del hijab en las escuelas. Este ejemplo lleva a Kymlicka a afirmar que en la medida en que ese mismo problema en Francia pueda considerarse un conflicto entre el liberalismo y el no-liberalismo, fueron los funcionarios franceses los que no fueron liberales. Aún más, sostiene que no parece haber una idea clara de qué implican los principios liberales en una situación así. El debate público se encontraría seriamente distorsionado debido a que la mayoría de los liberales aplican de un modo erróneo sus propios principios. Los liberales estarían poniendo objeciones a propuestas (como la del uso del hijab) que de hecho no son objetables desde el punto de vista de los propios principios liberales. Sin llegar al extremo de quienes en el ámbito norteamericano aceptan incluso que los grupos religiosos y culturales deberían poder proteger los fines constitutivos de sus miembros mediante la restricción de determinados derechos individuales; denuncia que las mayorías estén etiquetando en ocasiones a las minorías como no-liberales y reinterpreten el debate sobre el multiculturalismo como un debate acerca de cómo acomodar a los grupos no-liberales. En el ámbito académico estadounidense también se produjo una cierta polémica, no tanto por la solución que las partes planteaban al problema, sino más bien por sus repercusiones en otros problemas teóricos. Para Galeotti, la Circular Jospin es compatible con el modelo liberal de tolerancia política porque éste parte de reducir lo tolerable al ámbito de lo privado y estamos ante una conducta pública. De ahí que, a su juicio, tal modelo exige una revisión. Para ello, propone acudir al discurso de los derechos a las identidades colectivas. Analizando en concreto el problema, insiste en que no es posible aplicar ninguna medida prohibitiva porque no se trata de algo que dañe a terceros. Por lo demás, no resulta posible defender la prohibición basándose en la falta de autonomía de las alumnas porque tal carencia se manifiesta en otros ámbitos donde, en cambio, sí se respetan las decisiones de los padres. Por último, rechaza también que estemos ante un problema de intolerancia con los intolerantes porque debería demostrarse que la concepción del bien de los musulmanes es intrínsecamente intolerante y que tienen fuerza suficiente para derribar nuestra sociedad de la tolerancia. Para Moruzzi, el planteamiento de Galeotti no es completo y su intento de analizar el problema desde una perspectiva liberal es reduccionista. Pero manifiesta su acuerdo en que la prohibición francesa no es una solución aceptable. Coincide también en señalar que los principios desde los que se desarrolla el debate en Francia contienen elementos que deberían cuestionarse, como por ejemplo la concepción tan particular del secularismo. Más allá de esta discusión, y de su posterior prolongación un tanto estéril y personalizada, lo que se pone de manifiesto es la común sorpresa que producen los principios que fundamentan la prohibición francesa del hijab. Poco después, Köker tercia en la polémica para señalar que a su juicio es la unión del laicismo francés y de la noción típicamente francesa de la razón de Estado lo que explica la prohibición. En definitiva, estaríamos contemplando el empleo de un elemento no razonable como es la razón de Estado, que habría llevado a una solución inaceptable. Barry, por su parte, ha mostrado que, en el contexto británico, el significado religioso del pañuelo cuenta a su favor, mientras que en el contexto francés es precisamente su significado religioso lo que lo condena. De ahí se deduce que en Francia el pañuelo sería correcto si sólo fuera expresión de un gusto personal. Eso le lleva a concluir que la dificultad de la posición francesa es simplemente que no es muy plausible sugerir que el pañuelo realmente socava la laicidad. Por último, señala la posibilidad de acudir al mismo argumento de la posición anti-hijab en el Reino Unido: que los códigos sobre la forma de vestir son un asunto convencional y que las escuelas pueden legítimamente decidir sobre qué convenciones deben observarse en ellos. Pero inmediatamente añade que esta postura queda abierta al contraargumento de que llevar o no llevar el pañuelo no puede ser declarado asunto de convención si para alguna gente tiene manifiestamente un significado religioso o de pauta cultural. Finalmente, puede mencionarse un reciente informe de 19 de enero de 2004, de la Comisión parlamentaria sobre política de integración del Parlamento holandés (Comisión Blok). Allí se afirma que "(l)levar un velo u otra muestra de expresión religiosa en el vestir es elección y responsabilidad de uno mismo. Sólo por razones funcionales se podría restringir este principio básico. Por supuesto, la discriminación por razones de vestimenta religiosa está terminantemente prohibida". Tales “razones funcionales” sólo pueden hacer referencia lógicamente a situaciones como las clases de educación física o similares.

3. UN ANÁLISIS LIBERAL DEL CONFLICTO

A la hora de analizar la cuestión desde la perspectiva del imaginario liberal, parece necesario partir de los dos principios ya mencionados en otros lugares: autonomía y daño. Ambos conforman el imaginario de la sociedad liberal y mantienen esa relación estrecha de manera que sólo el segundo limita al primero.

La primera pregunta desde este punto de vista es si el hijab es un elemento discriminatorio o no. Si lo es habrá que ver si ello es debido a su carácter de signo o si va más allá de ser un símbolo para ser él mismo un instrumento de discriminación. Aún más, es posible preguntarse si no sólo es un símbolo o un instrumento de discriminación, sino que es infamante, o represor, o ambas cosas a la vez. Es decir, hay que determinar si tiene de suyo un carácter negativo y, en su caso, cuál es el alcance de dicho carácter. El problema que surge a la hora de llevar a cabo esta pequeña indagación es que es preciso juzgar un determinado enfoque sobre el bien y el mal que parece exceder a las posibilidades de los dos principios ya mencionados. A este respecto, las circulares de los ministerios y las decisiones del Consejo de Estado hacen gala del más absoluto respeto de los principios liberales, ya que no entran a valorar el sentido del hijab. Al ser expresión de los planes de vida que cada uno puede tener, sólo será posible determinar si en este asunto hay merma de la autonomía personal y si se produce algún daño a otros. Por otro lado, el intento de determinar el sentido del hijab es muy complicado. Al pertenecer a una cultura distinta a la nuestra, es difícil traducir a nuestras categorías los valores o disvalores que están presentes en el uso del hijab. Porque no se trata solamente de acudir a los textos coránicos, sino que resulta imprescindible conocer las tradiciones que interpretan esos textos. En este sentido, la ausencia de algo parecido al Magisterio de la Iglesia Católica, o a las distintas instancias que las otras confesiones cristianas tienen para detallar el contenido de lo que se cree, dificulta precisar cuál es la naturaleza del hijab. Pero, como decimos, los principios liberales no exigen tanto detalle, sino sólo la prueba relativa a los dos principios, el de autonomía y el de daño.

En el caso del principio de autonomía, el problema se reduce a una indagación más o menos simple: ¿se lleva de manera libre y voluntaria el hijab?

Respecto al principio de daño, habrá que indagar si el uso provoca algún efecto pernicioso en terceros y cuál es. Pero no parece justificado ir más allá de estas dos preguntas. La concepción de la realidad que se esconda detrás del uso del hijab es algo que no puede ser objeto de cuestionamiento más allá de las dos preguntas a las que nos hemos referido. De ahí que ya se aventure que la pregunta por la naturaleza del hijab se derive en la pregunta por la libertad en su uso.

Desde los principios liberales parece claro que se debe impedir que sea una prenda obligatoria, y por tanto que toda acción que coarte la libertad para no usarla, o dejarla de usar, debe ser impedida. Es decir, las amenazas o los castigos de cualquier género que se deriven de la negativa a usarlo deben ser perseguidos y penalizados. En ese sentido, debe asegurarse la posibilidad de la omisión de su uso. Lógicamente, esto sólo puede hacerse a posteriori, es decir, actuando cuando aparecen las amenazas o las coacciones del tipo que sea. O, por ejemplo, cuando de la negativa a usarlo se produzca un abandono de los deberes (por ejemplo, de alimentación o de escolarización) por parte de los padres o tutores. En este sentido, es imaginable una situación similar referida a cualquier otro objeto o a cualquier tipo de conducta por parte de un menor que se pueda imaginar, de manera que no se trataría de un problema general de libertad religiosa. Además, debe tenerse presente que algunos de los estudiantes de los institutos públicos ya han alcanzado la mayoría de edad, y en esos casos es inadmisible sostener que no se es libre para no llevarlo.

El problema del daño a un tercero distinto de quien lo lleva es algo más complicado. Pero, parece que es de difícil calificación. Pretender que llevando el hijab se atenta a la cohesión social resulta excéntrico porque si por algo se caracteriza la sociedad liberal es por no buscar de suyo otra cohesión que la de esos dos principios. En este sentido, toda prohibición tiene a priori un efecto contrario a tal cohesión mientras no surja un daño que produciría la no prohibición. Raramente se puede entender que dañe a alguien el que una persona use hijab cuando prácticamente no quedan conductas o modos de vestir en Occidente que se consideren contrarios al orden público. Además, como ya se ha visto, si la llamada “propaganda del odio racial” encuentra numerosos problemas teóricos para ser penalizada en una sociedad liberal, a fortiori el hijab, que no puede englobarse en tal propaganda, tampoco podrá ser prohibida.

Por lo demás, a estas alturas roza el ridículo el empleo de la expresión “neutralidad” para referirse al hecho educativo. Si ya resulta impensable calificar de “neutrales” y ni siquiera de “objetivas” las informaciones de los medios de comunicación, con mayor motivo será imposible hacerlo con respecto a la formación característica de la educación. Por tanto, invocar la neutralidad para prohibir el uso del hijab en la escuela no es dar una verdadera razón. La propia expresión de la Circular Bayrou habla de una “cierta neutralidad”, tal vez porque se admite que la “completa neutralidad” es sencillamente imposible. Pero está por ver, en primer lugar, que la neutralidad sea un valor constitucional o sin más un valor en general. De hecho, cuando los valores se concretan en derechos lo hacen normalmente en forma de libertades, no en forma de “neutralidades”. Porque resulta posible hablar de abstencionismo por parte de los poderes públicos ante determinados hechos, por ejemplo el religioso. Pero esto no significa neutralidad. Máxime cuando la neutralidad en el ámbito educativo resulta poco menos que quimérica. En primer lugar, es imposible en la elección de las materias que deben considerarse obligatorias. También es imposible la neutralidad a la hora de decidir el número de horas lectivas de cada asignatura. Lo mismo puede decirse de los objetivos que tienen las asignaturas y más claramente en el caso de sus programas.

Si “neutralidad” significa explicar todas las posibles visiones de un mismo asunto histórico o político o filosófico, entonces es imposible explicarlas todas, de manera que no cabe más remedio que seleccionar unas y obviar otras. Y ahí hay una elección que tampoco puede ser neutral. Pero aunque en algún caso fuera posible plantear todos los puntos de vista, resulta inevitable elegir la cantidad de tiempo requerido para desarrollar cada uno de ellos. E inevitable es también elegir un orden de la explicación que va a determinar una mejor o peor posición relativa de cada punto de vista. La cantidad de elecciones no neutrales que deben hacerse antes siquiera de analizar la conducta del docente es enorme. Pero cuando a todo esto añadimos la presencia de un docente que debe interpretar todas esas disposiciones educativas y además actuar conforme a esas interpretaciones, las dificultades de la “neutralidad” aumentan exponencialmente. Porque no alcanza a verse cómo ese docente puede despojarse de sus propias ideas y de su propia historia personal a la hora de transmitir los conocimientos. Por tanto, que se busque la mayor objetividad o la mayor asepsia posible en la tarea educativa no significa que pueda lograrse una especie de aleph borgiano desde el que se contemple la completa verdad de las cosas. Y todavía está menos claro que para lograr tal imposible sea necesario prohibir el uso del hijab, como si éste fuera a perturbar tan hercúleo propósito. Y es que la referencia a la neutralidad resulta de una ambigüedad suficiente como para no traerla a colación en un debate sobre derechos fundamentales.

El único elemento más que habría que tomar en cuenta aparece como consecuencia del uso del hijab por menores de edad. Es decir, nos remite al derecho a la educación, a quiénes lo ejercen y a las acciones que lo realizan. En este caso, estaríamos ante un problema prolijamente considerado ya, por el lado del mencionado derecho. La novedad del asunto sería la duda de si el Estado puede intervenir aquí o no, caso de tratarse de algo que daña al menor, como lo haría si se le negase alimentación o escolarización, o si se le agrediera o se cometiera cualquier abuso imaginable. Parece claro que no es posible impedir de hecho que unos padres eduquen a sus hijos en valores (más bien, en disvalores) contrarios a los constitucionales. Todo lo más que puede hacer es dar la formación en dichos valores e impedir que existan centros escolares reconocidos cuyo ideario sea contrario a los valores constitucionales. En ese sentido, la educación que unos padres dieran a sus hijos menores de edad, basada en aquellos valores supuestamente discriminatorios que tendrían en el hijab un signo o una manifestación, es algo que no se puede impedir, salvo que se esté dispuesto a privarles por ello de la patria potestad y de la custodia de tales hijos. Esta última posibilidad no merece siquiera ser discutida. Es pensable quizá que alguien pueda intentar la comparación entre el hijab y un atuendo degradante (como alguien que se ve obligado a llevar una correa de perro o algo así). En ese sentido, podría concluirse entonces que se trata de algo que perturba gravemente el orden público (como quien mata a un animal en una plaza de una ciudad a la vista de sus convecinos o quien pasea desnudo por la calle o interrumpe un mitin o una clase o una conferencia y no deja hablar al orador). Pero esta comparación resulta insostenible, porque no son solamente las alumnas de los centros educativos quienes llevan el hijab en público, sino cientos de miles de mujeres musulmanas en toda Francia.

4. LA RELIGIÓN CIVIL Y EL LIBERALISMO POLÍTICO

Queda por ver si la laicidad tiene en Francia alguna connotación especial que obligue a plantear el asunto del hijab de otra forma. Da la impresión que en el orden político francés no basta con la separación entre la Iglesia y el Estado. Se ha empleado una palabra (läicité) que tiene un sentido distinto en Italia (“cristianos” y “laicos”), con poca tradición en España y sin ninguna en el ámbito anglosajón. Curiosamente, ha sido en Québec donde se ha producido un episodio más parecido al francés. Lo que más bien cabe preguntarse entonces es si el sentido que en Francia se da al principio de laicidad es compatible con una sociedad liberal. Porque podría suceder que los dos principios del imaginario liberal no sean compatibles con la interpretación francesa del principio de laicidad. Además, algunas de las expresiones que se han empleado en el debate en Francia muestran que a veces la laicidad adquiere el tono de una religión del Estado. Porque parece tener elementos típicos de una religión: su clero (los profesores), su templo (las escuelas públicas), sus mandamientos (las disposiciones administrativas sobre enseñanza). De esta forma, estaríamos más bien ante un curioso fundamentalismo laicista. En efecto, de la misma forma que, en los países donde la ley islámica coincide con la ley civil, se prohíbe la manifestación pública (y, en algunos países, también la privada) de la pertenencia a otra religión; ahora, se prohíbe toda manifestación pública del propio credo religioso, esta vez en aras supuestamente de la supervivencia de la nación.

Las referencias a la religión civil son pocas en el ámbito de la historia del pensamiento. Como es sabido, este concepto tiene su origen el capítulo VIII del libro IV de El contrato social o Principios de derecho político de Rousseau. Más recientemente, debe destacarse a Robert Bellah y su trabajo sobre la religión civil americana titulado "Civil Religion in America". A partir del éxito de la denominación, los estudios sobre el tópico han sido numerosos empezando por los del propio Bellah hasta bien entrada la década de los 80. Pero no se puede hablar de una verdadera tradición en el uso del concepto, más allá de los mencionados. De ahí que quienes han tratado más recientemente de explicar su sentido se curan en salud repetidas veces, insistiendo en la ambigüedad endémica del mismo. Al tratarse de un fenómeno cuasirreligioso, pertenece al mismo ámbito que el nacionalismo, las ideologías políticas y la dominación social consolidada. De ahí que resulte difícil incluso encontrar una palabra con la que iniciar una definición de la religión civil. Giner afirma que es un “proceso”, lo que manifiesta mejor que nada la ambigüedad de la que hablábamos. Del mismo modo, Possenti habla de “conjunto”. Por eso, hablar de que es un “haz de devociones populares, liturgias políticas y rituales públicos” no es sino tomar unos términos característicos de la religión y adjetivarlos con palabras próximas al campo semántico del adjetivo “civil”. Lo mismo ocurre si se habla de “sacralización de la politeya” o de “mitos, piedades y exorcismos que sostienen lo político y son sostenidos por la política y los políticos”. También presenta una amplitud grande referirse a “convicciones, de creencias, de tradiciones, sucesos pasados, mitos civiles”. Y tampoco mejora mucho añadir que tales realidades “producen una comunicación simbólica, constituyen el clima civil y la autocomprensión de una determinada sociedad, producen una mayor integración que la proveniente del ámbito del discurso porque, mientras éste puede tener contrario, el elemento ritualsimbólico no lo tiene”. Hablar de simbolismo y de autocomprensión en esos términos lleva a ampliar el campo de la religión civil a cualquier grupo humano imaginable que emplee algún símbolo.

De la misma manera, las características que se le atribuyen admiten siempre muy amplios matices. Por ejemplo, si se afirma que la religión civil es nacional o nacionalista, hay que añadir que tiene variantes infranacionales o supranacionales (los rituales de las Olimpíadas). Igualmente si se dice que difiere de la religión política, se matiza que de modo relativo o precario: porque la religión civil es vaga, difusa, espontánea, popular, tradicional, apartidista y aparentemente inmutable y permanente. Resulta especialmente difícil de entender para una mentalidad como la propia, formada en el rechazo de cualquier rito de exaltación de lo meramente identitario. Al final, uno se pierde entre las dificultades para distinguir dentro del ámbito de la religión civil lo civil y lo militar (himnos, desfiles, juramentos, uniformidades), lo mítico y lo histórico (hechos históricos que enorgullecen y/o que avergüenzan, efemérides), lo cultural y lo popular (danzas, músicas, tradiciones, lenguas). En una comunidad política como la española que no duda en revisar una y otra vez su pasado histórico y en la que confluyen revisiones muy distintas según los lugares, resulta difícil imaginar que existan algunos puntos de acuerdo previos, comunes a todos, de quiénes somos como comunidad política. Además, son muchas las realidades humanas que permiten la comparación con elementos religiosos (el deporte, las artes escénicas, los medios de comunicación, etc.), de manera que no resulta difícil formular un paralelismo entre la educación pública francesa y una religión. El hecho de que encontremos tantas diferencias en el tema que nos ocupa en dos comunidades políticas que son paradigmas de la “religión civil”, como la francesa y la estadounidense, relativiza la importancia de la misma para la comprensión del problema del hijab.

Sin embargo, llama la atención que Francia es uno de los pocos países del mundo (quizá Uruguay tenga algo parecido) donde el término “laicismo” tiene carácter dogmático. Es decir, donde no se pone en duda no ya su necesidad sino una forma concreta de comprenderlo. El experimento americano se funda en una importancia radical de la libertad religiosa y de la no existencia de religión oficial, pero para ello no necesita hablar de laicismo. Y en los demás países europeos existe una completa libertad de cultos, pero en ninguno se necesita hablar de laicismo ni de laicidad para explicar el lugar de las religiones en el ámbito público. De ahí que en este caso pueda hablarse de “religión civil” no tanto por la presencia de ritos o símbolos, sino por el carácter dogmático del principio de laicidad entendido al modo francés. Tal dogmatismo de un principio, que no es el de autonomía ni el de daño y que tampoco puede reconducirse a ninguno de los derechos humanos que se refieren a las libertades más básicas de la persona, causa necesariamente sorpresa en una sociedad liberal. Por eso es preciso preguntarse también si lo que no es compatible con una sociedad liberal es la interpretación característicamente francesa de la relación entre lo religioso y lo civil, es decir, si lo que no es liberal es el laicismo en su sentido francés. A este propósito, y como ejemplo, hay que hacer notar que el uso de la expresión “comunidad de destino” por la Circular Bayrou tiene ecos inevitables para cualquier español, que no relacionará a quien la emplee con un comportamiento democrático sino todo lo contrario. Más allá de intuiciones, parece claro que el laicismo en su sentido francés manifiesta un claro paternalismo en la medida en que juzga que los individuos no son capaces de discernir el hijab como un simple signo de pertenencia a una religión, sino que más bien lo juzgarán siempre como una intrusión en sus conciencias, que no serán capaces de resistir y que les conducirá inevitablemente a la misma profesión de fe que ejercen quienes lo llevan. Y no olvidemos que este género de paternalismo es el principal enemigo de todo imaginario liberal que se precie de serlo.

Para concluir, no puede dejarse de señalar que la conocida referencia a signos “ostensibles” y la comparación con grandes cruces o con la kippah hebrea, deja traslucir una manifiesta mala conciencia. Porque nadie ha visto nunca a estudiantes de secundaria llevando grandes cruces o grandes kippah. La excusa es tan burda que sólo puede manifestar una intención para la que no se ha logrado encontrar una justificación mejor. Por último, el hincapié en la casi unanimidad de los parlamentarios franceses a la hora de aprobar la ley que recoge la prohibición del hijab en las escuelas pone de manifiesto el olvido de que quien debe juzgar la adecuación de una medida a los derechos fundamentales reconocidos en las constituciones son los tribunales (46). Tal vez, la tradición constitucional francesa no camine en esta dirección (47). Pero, entonces, habrá que preguntarse hasta qué punto, aun siendo democrática, puede calificársela de liberal. Una pregunta, en todo caso, que excede con mucho el propósito de estas páginas.

29 La impronta de la Hermenéutica en el desarrollo de las ciencias humanas y sociales de los dos últimos siglos es tan profunda que llama especialmente la atención esta extraña mención a la neutralidad. Resulta una tarea imposible reducir en una nota al pie de página todo lo que ha significado la Hermenéutica en el pensamiento del siglo recién terminado, y aún en el anterior a éste, por limitarnos al mundo contemporáneo. Por eso, y dado que estamos hablando del ámbito francés, puede ser suficiente con mencionar la obra de Paul Ricoeur para mostrar que no es necesario salir de propia tradición para superar tan insólitos errores. Cfr. P. RICOEUR, Le conflit des interprétations, París, Seuil, 1969; Temps et récit (3 tomos), París, Seuil, 1983-1985; y los textos recogidos en Du texte à l´action, París, Seuil, 1986. Además, cfr., por todos, H.-G. GADAMER, Verdad y método. Fundamentos de una hermenéutica filosófica, Salamanca, Sígueme, 1991, especialmente pp. 331-415.
43 Aun existiendo libertad religiosa, existen entre los Estados europeos de mayor raigambre democrática Iglesias nacionales. Por ejemplo, la Iglesia evangélica luterana es la Iglesia nacional de Dinamarca (art. 4 de la Constitución del Reino de Dinamarca); la Iglesia Ortodoxa Oriental de Cristo es declarada “religión dominante” de Grecia y la Constitución declara inalterable el texto de la Sagrada Escritura (art. 3 de la Constitución de la República de Grecia); la forma de organización y administración de la Iglesia Evangélica Luterana en Finlandia se establece mediante la Ley de la Iglesia que es una ley civil (art. 76 de la Constitución de Finlandia).
44 El segundo de los 27 puntos del programa de la Falange Española y de las JONS, redactados en noviembre de 1934 afirma que “España es una unidad de destino en lo universal”. El régimen franquista recogió la frase textualmente en la Ley de Principios del Movimiento Nacional de 1958.
45. Pero, sobre todo, estamos ante una medida contraria a la sociedad liberal porque, en último término, la prohibición del hijab es contraria al principio de autonomía de la voluntad.

45 Esta afirmación exige algunas matizaciones. Rawls, por ejemplo, ha admitido la posibilidad de una intervención paternalista cuando se da “una pérdida evidente de razón y de voluntad” (J. RAWLS, A Theory of justice, Mass., Cambridge, 1971, pp. 284 y ss. Ahora bien, se trata de una excepción al principio general; y, además, no resulta coherente con los puntos de partida en que sitúa a las partes en la conocida posición original. En efecto, al rechazar un sentido sustantivo del bien, no puede distinguir las convicciones racionales de las irracionales ni aportar criterios de actuación ante las irracionales. Para esta crítica más en detalle, puede verse P. ZAMBRANO, La disponibilidad de la propia vida en el liberalismo político. Análisis crítico a partir del pensamiento de John Rawls y Ronald Dworkin, tesis doctoral, Universidad de Navarra, 2003, especialmente pp. 201 y ss., en prensa en Buenos Aires, Ábaco, 2004.
46 Lo mismo cabe decir de las encuestas entre la población francesa o entre los profesores de colegios públicos que muestran un apoyo muy mayoritario a la prohibición del hijab. Puede compararse esta situación con lo ocurrido en Irún con ocasión del alarde de San Marcial. En efecto, por sentencia judicial (Sentencia de la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Superior de Justicia del País Vasco 16/98 de 17 de enero de 1998) se obligó al desfile oficial en conmemoración de la victoria de San Marcial a incluir mujeres en las filas de las compañías. Esto llevó a organizar un desfile no oficial donde se mantenía la tradición de no incluir a las mujeres sino como “cantineras”. Todos los años el desfile no oficial cuenta con una presencia abrumadora de participantes (hasta 8.000 personas), mientras que el desfile oficial reúne a menos personas (unas 1.000). Sin embargo, tal opinión popular no significa nada a los efectos de la legitimidad y de la corrección de la sentencia judicial.
47 Sobre las dos tradiciones constitucionales que configuran el neo-constitucionalismo y sus rasgos, puede verse L. PRIETO SANCHÍS, Constitucionalismo y positivismo, México, Fontamara, 1999, pp. 49 y ss., así como L. PRIETO SANCHÍS, Justicia constitucional y derechos fundamentales, Madrid, Trotta, 2003, pp. 21-99.