2.- Quién es quién en la camarilla neoconservadora

2.- Quién es quién en la camarilla neoconservadora
LV, 23/01/2004

Cuando los neoconservadores empezaron a dominar la política del Gobierno estadounidense tras los atentados del 11 de septiembre del 2001 en Nueva York y Washington, el primer hombre en el que se fijó la prensa fue el recién nombrado subsecretario de Defensa, Paul Wolfowitz. El instinto de los periodistas acertó: Wolfowitz era el más influyente, el más estratégicamente situado y el más experimentado de las dos docenas de miembros del grupo.

Nacido en Nueva York en 1943 de padres judíos polacos, se trasladó a Washington nada más salir de la universidad. A continuación, tras un breve aprendizaje en la Administración, se matriculó en la escuela de posgrado de la Universidad de Chicago. En Chicago, quedó marcado por la influencia de dos hombres que establecerían los parámetros ideológicos de todo el movimiento neoconservador, el estratega de la guerra fría Albert Wohlstetter y el entonces poco conocido politólogo Leo Strauss.

Armado con un doctorado en Ciencias Políticas, volvió a Washington en 1972 para una primera temporada en el Pentágono. Ya reconocido como joven de gran habilidad y firme ideología por los miembros mejor situados de la Administración de Reagan, no tardó en ser ascendido. En los años cruciales entre 1977 y 1980, trabajó como subsecretario y luego fue nombrado jefe del Consejo de Planificación de Políticas del Departamento de Estado. Desde ese cargo, el primer presidente Bush lo nombró subsecretario de Estado para Asuntos del Pacífico y el Este Asiático y luego lo envió como embajador a Indonesia.

Con la llegada de Bill Clinton a la presidencia, Wolfowitz se unió al éxodo republicano. Con su doctorado de Chicago, su amplia experiencia gubernamental y sus contactos con el “establishment” republicano, resultó un candidato atractivo para el puesto de decano de la Escuela de Estudios Internacionales Avanzados (SAIS) de la Universidad John Hopkins. La SAIS resultó ser un semillero para la preparación de hombres de sus mismas creencias cara a la vuelta republicana al poder bajo George W. Bush.

Como miembro fundador del Gobierno de Bush, Wolfowitz parece haberse convertido en amigo íntimo del presidente. Experimentado, inteligente, partidario de la línea dura y en posesión de un plan, ha ofrecido a la Administración un programa que encaja con sus necesidades de una política exterior coherente y, al mismo tiempo, con sus inclinaciones políticas. En los corrillos de Washington se dice que Bush consideró la idea de nombrarlo secretario de Defensa, pero que, advertido de que resultaría demasiado polémico para un cargo tan prominente, lo hizo adjunto del menos radical y más integrado en el “establishment”, Donald Rumsfeld, sobre quien se esperaba que su influencia fuera grande.

De acuerdo con un guión teatral casi perfecto, Wolfowitz se encontraba en su despacho el 11 de septiembre del 2001 cuando el tercer avión secuestrado se estrelló contra el Pentágono. Acababa de comentar a un grupo de visitantes del Congreso: “Esperamos algunas sorpresas desagradables”, refiriéndose a enemigos en el extranjero. De modo que el atentado le causó una impresión intensa y duradera, a él y a los visitantes.

Como respuesta, Wolfowitz ya sabía lo que había que hacer. En realidad, lo tenía planeado desde hacía más de una década. “Ese fin de semana, delante del presidente en Camp David”, escribió Sam Tanenhaus en “Vanity Fair”,1 “sorprendería a algunos funcionarios defendiendo un ataque no contra las bases de Al Qaeda en Afganistán, sino contra el Iraq de Saddam Hussein.” Se trataba de un curso de acción en el que insistió resueltamente hasta que logró convertirlo en política gubernamental y acabó haciéndolo realidad dos años más tarde.

Wolfowitz fue sorprendentemente franco sobre las razones de la guerra en Iraq. Mientras en el Gobierno de Bush todos los demás se centraban en la supuesta búsqueda de armas de destrucción masiva, Wolfowitz declaró que esa justificación era sólo “burocrática”: se trataba de una cuestión sobre la que todos estaban de acuerdo. Tampoco prestó demasiada atención a las otras justificaciones que corrían por entonces, como la tiranía de Saddam o la acusación –que ya se sabía que era falsa– de que Saddam apoyaba el terrorismo. Por el contrario, se centró en la cuestión estratégica clave, el petróleo. En la cumbre de seguridad de Asia celebrada en Singapur, sorprendió a su público al atribuir la guerra al hecho de que Iraq “nadaba” en petróleo. A pesar de su interés periodístico, puesto que difería por completo de las afirmaciones del Gobierno, la prensa estadounidense no informó de esa observación, que fue recogida por dos periódicos alemanes.2

Menos experimentado y menos coherente en su pensamiento estratégico que Paul Wolfowitz, su amigo y colega Richard Perle fue nombrado presidente de la influyente Junta de Política de Defensa del Pentágono. A diferencia de Wolfowitz, quien aceptó dedicarse completamente a la Administración, Perle se mantuvo con un pie en el mundo de los negocios. En su caso, eso significaba el comercio de armas y el periodismo.3 Dichas actividades lo implicarían en un escándalo relacionado con un conflicto de intereses –el segundo en que se vio envuelto– y lo obligarían a dimitir como presidente en el 2003. El escándalo fue “empapelado”, por utilizar la expresión de Washington, y en la actualidad sigue siendo miembro de la Junta.

Sionista ferviente y amigo personal del primer ministro israelí, Ariel Sharon, Perle es también miembro del consejo de redacción de “The Jerusalem Post”, “investigador residente” del Instituto Empresarial Americano y director de otros lobbies y organizaciones para la elaboración de políticas neoconservadoras.

Como Wolfowitz, Perle fue un protegido de Albert Wohlstetter, con quien trabajó durante la década de 1960 en la RAND Corporation, un organismo financiado por el Pentágono. Al desplazarse a Washington, Perle tomó un camino diferente del seguido por Wolfowitz. Trabajó como asesor legislativo del más influyente de los senadores relacionados con la Defensa, Henry M. Jackson (a quien en Washington llaman “el senador de Boeing”). Como asesor, preparó la “enmienda Jackson-Vanek”, que hizo depender el comercio estadounidense con la Unión Soviética de que ésta permitiera la emigración de judíos rusos. Esta enmienda hizo posible la emigración, entre muchos otros, de Natan Sharansky, que es hoy viceprimer ministro israelí. Esta actuación, además de otras, fortaleció la estrecha relación de Perle con el Gobierno israelí.

Durante el gobierno de Reagan, Perle se trasladó desde el Capitolio hasta el Pentágono, donde se convirtió en uno de los once subsecretarios. En seguida se formó ahí una reputación de beligerante “halcón”: en las últimas etapas de la guerra fría fue apodado “el Príncipe de las Tinieblas”. Algunos colegas lo describieron como “un equipo unipersonal de demolición de las negociaciones para el control de armas”.4

Entonces se vio envuelto en su primer conflicto de intereses, una pauta que marcaría su carrera. En ese primer roce con la ley en 1983, supuestamente concertó un contrato de armas por el cual recibió una comisión de un fabricante de armas israelí. Además, fue sospechoso (aunque nunca se vio acusado de modo formal) de pasar documentos clasificados a agentes israelíes. Un colaborador, cuyo nombramiento había él dispuesto, fue acusado por un gran jurado de espionaje.

La prensa se ha fijado sobre todo en Wolfowitz y Perle; ahora bien, aunque no tan conocidos por la opinión pública, los demás miembros del grupo neoconservador ocupan colectivamente lo que Lenin habría considerado las “alturas del poder” en el Gobierno de Bush.

1. Sam Tanenhaus, “Vanity Fair”, julio 2003
2. “Der Tagesspiegel” y “Die Welt”. Citado por George Wright, “The Guardian”, 4 junio 2003
3. Perle había actuado como “lobbista” en favor de los fabricantes de armas israelíes y sigue actuando como asesor para empresas privadas que tienen tratos con el gobierno federal; también pertenece al consejo de redacción del periódico israelí “The Jerusalem Post”
4. Según informó “The New York Times” del 15 de noviembre del 2003, el inspector general del Pentágono decidió que los honorarios de 2,5 millones de dólares recibidos por su compañía no constituían transgresión alguna de las normas éticas porque Perle había trabajado para el gobierno menos de sesenta días al año