´¿ampliación? Antes Europa necesita un núcleo´, Helmut Schmidt

¿ampliación? Antes Europa necesita un núcleo.

Helmut Schmidt
, LV, 19-IX-2004.

La primera proclamación de la integración europea fue realizada por Victor Hugo. En agosto de 1849, como presidente de un congreso internacional que se celebró en París, reclamó la creación de los Estados Unidos de Europa. Hugo partía de la base de la preservación de la “gloriosa individualidad” de las naciones europeas, la cual deseaba proteger. Sin embargo, al mismo tiempo también quería que hubiera un Parlamento soberano común para toda Europa, elegido mediante el sufragio universal; propuso incluso la creación de un mercado común y de un tribunal arbitral. Tuvieron que transcurrir casi cien años y varias guerras catastróficas para que otro gran europeo propusiera de nuevo la misma idea. En un discurso estratégico pronunciado en Zurich en 1946, Winston Churchill proclamó la necesidad de lograr la reconciliación entre franceses y alemanes, y propuso la fundación de los Estados Unidos de Europa (en los que, sin embargo, no debía participar Gran Bretaña). Pero no fue hasta cuatro años después, con el plan Schuman y la fundación de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero, cuando empezó todo.

Hubo dos motivos estratégicos que resultaron decisivos para que se diera este primer paso tan importante: por un lado, la necesidad de construir una barrera contra la expansión imperialista y amenazadora de la Unión Soviética –para lo cual era necesaria la participación, entre otros, de los alemanes–, y por otro la lado, la necesidad de integrar de un modo permanente a los alemanes.

En aquel entonces se trataba únicamente de Alemania Occidental, que apenas contaba con una población de 50 millones de habitantes, pero cuya recuperación preveía todo el mundo. La necesidad de levantar una barrera frente a la Unión Soviética desapareció cuando ésta se desmoronó, y ahora tampoco necesitamos un muro para protegernos de Rusia. La integración permanente de los alemanes es de gran importancia para todo el siglo XXI, sobre todo desde la unificación de Alemania en 1990.

Estados Unidos había fomentado la unión de Europa desde hacía décadas y le había prestado su apoyo. La Alianza Atlántica también había promovido la integración europea con sus decisiones estratégicas en política exterior, que incluían a los gobiernos europeos.

Estados Unidos fortalecía de este modo sus aspiraciones hegemónicas. En 1990, sin el compromiso de la Administración del presidente George Bush padre, tan cautelosa en cuestiones de política exterior, difícilmente se habría logrado superar la oposición de franceses e ingleses a la unificación de los dos estados alemanes. Si François Miterrand y Margaret Thatcher hubiesen logrado imponer su punto de vista, es posible que aquello hubiera supuesto el fin del proceso de integración europea. Sin Bush padre y sin Gorbachov, sin su procedimiento del tratado dos más cuatro –primero dejar negociar a las dos Alemanias y luego a los cuatro vencedores de 1945–, Europa se habría enfrentado a una grave crisis. En el año 2003, sin embargo, cuando aún no se habían cumplido ni quince años, la Administración de George Bush hijo intentó dividir a la Unión Europea y aprovecharse de la rivalidad entre la vieja y la nueva Europa.

En retrospectiva, el año 1992 parece ser el punto culminante de la unificación europea. Fue el año en que se tomó la decisión de adoptar la moneda única y en que se invitó a una serie de países que hasta entonces habían tenido gobierno comunista –encabezados por Polonia, Checoslovaquia y Hungría– a ingresar en la UE. Al mismo tiempo, a partir de ese momento hay que lamentar una serie de negligencias de peso cada vez mayores. Las instituciones de la UE y el reparto de competencias entre ellas, las reglas de procedimiento y las reglas presupuestarias se crearon para una Unión de seis estados, aunque también habrían bastado para una de nueve. Sin embargo, para la unión de doce y finalmente quince estados –cada uno con derecho a veto en todas las cuestiones– esas reglas eran insuficientes. Los jefes de Gobierno y los ministros de los estados miembros no fueron capaces de reconocer estas carencias a tiempo. Cuando se dieron cuenta de sus negligencias, demostraron ser incapaces de hallar soluciones. Desde la cumbre de Maastricht de 1992 se han celebrado tres conferencias intergubernamentales más en Amsterdam, Niza y Roma/Bruselas; el esfuerzo ha sido muy grande, el resultado, no obstante, casi nulo.

A pesar de todo, se invitó a doce estados más –y también a Turquía, aunque con ciertas condiciones y de forma algo imprecisa– a que pasaran a formar parte de la UE. La Comisión Europea, un Ejecutivo demasiado solícito, llevó a cabo las negociaciones de adhesión con tanta rapidez, que en la primavera del 2004 diez estados más fueron admitidos solemnemente como miembros de la Unión Europea, a pesar de que las instituciones para los veinticinco estados de ahora son tan insuficientes como doce años antes para la mitad de socios. El Ejecutivo, por ejemplo, está compuesto hoy en día por veinticinco personas, a pesar de que una Comisión formada por quince miembros sería más que suficiente. Una modificación de las instituciones y procedimientos como la que se llevará a cabo ahora debido al borrador de una Constitución, elaborado por una Convención que no está anclada en los tratados vigentes, y en especial su presidente, Giscard d´Estaing, requiere la ratificación de los veinticinco estados miembros. Hasta que no entre en vigor la Constitución todavía pasarán unos cuantos años. Así que, por el momento, apenas cambiará la situación de estancamiento en la que se halla la UE desde 1992.

En los años 2002 y 2003 los gobiernos de Washington, Londres y Madrid intentaron dividir a la UE en cuestiones de política exterior debido al ataque estadounidense contra Iraq. Los gobiernos de seis estados miembros más y de algunos de los países candidatos se unieron a ellos. Ni Tony Blair ni José María Aznar o Silvio Berlusconi intentaron alcanzar un acuerdo en el Consejo Europeo de jefes de Gobierno, pero tampoco lo hicieron Jacques Chirac ni Gerhard Schröder.

Unos tomaron partido incondicionalmente a favor de Estados Unidos y enviaron a sus propios ejércitos; otros dieron la impresión de haber promovido una alianza ad hoc con el jefe de Estado ruso, Vladimir Putin, en contra de Estados Unidos, como si quisieran imponer su voluntad a otros miembros de la UE. Bien es cierto que en los años anteriores todos habían pronunciado discursos grandilocuentes sobre una política de seguridad y exterior común –el ministro de Asuntos Exteriores alemán llegó incluso a hablar con gran entusiasmo de un gobierno europeo común–, y habían elegido por unanimidad a Javier Solana portavoz de Política Exterior de la UE. Pero entonces demostraron que todas estas proclamaciones no eran más que mera palabrería.

A principios del siglo XXI la Unión Europea se halla sumida en una crisis profunda que afecta no sólo a sus instituciones y a su capacidad de actuación en política exterior, sino también a sus estructuras sociales y económicas. En la mayoría de los veinticinco Estados miembros de hoy en día existe una tasa extraordinariamente alta de desempleo estructural que, en esencia, es la causa de una sobrerregulación y burocratización estatal, de una política salarial populista y, en parte, de unas prestaciones sociales extremas; las llamativas excepciones de Holanda o Dinamarca confirman la regla. Asimismo, la población de todos los estados miembros ha envejecido y ha disminuido.

Los gobiernos y los Parlamentos muestran cierto recelo para emprender reformas estructurales porque son impopulares y cuestan muchos votos. La Comisión Europea tiene escasa influencia en la modernización de las estructuras económicas y sociales de los estados miembros, y la mayoría de sus iniciativas acostumbran a acabar en meras reglamentaciones adicionales. Debido al ingreso de diez nuevos países en la UE en el 2004, y sobre todo a la entrada de Polonia, Hungría y la República Checa, el número de habitantes de la UE se ha elevado en un veinte por ciento, pero el producto nacional sólo un cinco por ciento. Los diez nuevos estados miembros producen de media por habitante tan sólo la mitad que los quince socios antiguos.

A buen seguro, todo aquel que se percate de la actual situación crítica de la UE considerará necesaria una larga pausa antes de tomar en consideración el ingreso de más países. De momento, hay que superar las actuales deficiencias políticas, económicas e institucionales, ya que el desmoronamiento de la UE o la posibilidad de reducirla a una mera zona de libre comercio ha dejado de ser un hecho impensable. La admisión precipitada de las pobres repúblicas balcánicas o de Turquía pondría en grave peligro la capacidad económica de la UE y su cohesión. En el caso de Turquía, no hay que tener en cuenta sólo las notables diferencias culturales con respecto a Europa, sino también la afinidad cultural de los turcos con los musulmanes de Asia y el norte de África. A todo esto hay que añadir el hecho de que Turquía sería el único miembro cuya población crecería. En la actualidad cuenta con setenta millones de habitantes y a finales del siglo XXI probablemente alcanzará los cien millones. Esto significa que dentro de pocas décadas Turquía sería el Estado con mayor población de toda Europa.

Los británicos mirarían con buenos ojos la admisión de Turquía, así como de otros países, ya que Londres no tiene nada en contra de la degeneración de la Unión Europea hasta convertirla en una simple zona de libre comercio, sino al contrario. El Reino Unido no ha ingresado en la UE por convicción, ni porque considere que redunda en su beneficio, sino para conservar su influencia en la evolución de Europa. Este motivo fue decisivo para los primeros ministros Macmillan, Wilson y Thatcher, y en la actualidad Blair; Edward Heath fue la excepción. La mayoría de los electores británicos se sienten tan insulares como su primer ministro y prefieren apoyar a Estados Unidos en lugar de renunciar a una pequeña parte de su soberanía. Por eso Gran Bretaña tampoco ha adoptado el euro. Así pues, no cabe esperar que Londres tome iniciativa alguna para superar la crisis que paraliza a la Unión Europea, ya que desde su punto de vista este estancamiento no es peligroso y no desea que se dé ningún paso hacia una mayor integración.

Asimismo, cabe esperar una postura similar, aunque quizá algo más marcada, de Polonia, la República Checa y los países bálticos durante los próximos años.

Si en un futuro inmediato la nación polaca se viera obligada a elegir entre Estados Unidos y la UE, se decantaría a favor de Washington. Cuanto más haya sufrido un pueblo por culpa de la opresión y la ocupación de la Unión Soviética –y anteriormente de la Alemania de Hitler–, más clara será su inclinación hacia Estados Unidos.

Las graves desavenencias acerca de la guerra de Iraq y de la forma de superar sus complejísimas consecuencias, así como las preguntas que aún están sin resolver sobre la Constitución de la UE, se han encargado de hacer lo demás, y hoy por hoy el futuro de la UE parece más incierto que en las décadas anteriores. Por lo tanto, la situación actual podría evolucionar de distintas maneras.

El peor de los casos sería que se prolongara la situación actual y que la UE se desmoronara hasta convertirse en una zona de libre comercio con unas cuantas instituciones adicionales. Aun así, el mercado común y la moneda única seguirían funcionando, porque ninguno de los estados miembros podría asumir los graves perjuicios inevitables derivados de una retirada de estas instituciones. Incluso el Reino Unido, que se muestra indiferente a la moneda única, sólo podría salir del mercado común en circunstancias excepcionales. En cualquier caso, el euro seguiría siendo la segunda moneda más importante de la economía mundial y conduciría a Europa a un mercado de capitales común formado por los estados implicados y, por lo tanto, permitiría una integración económica recíproca muy fuerte de los estados que han adoptado la moneda única. Así pues, es probable que hubiera más estados miembros de la UE que decidieran adoptar el euro.

Sin embargo, sería impensable que existiera una política de seguridad y exterior común. Al contrario, a la larga, Estados Unidos dirigiría la política exterior y de seguridad de los estados europeos.

Aunque no llegara a entrar en vigor una Constitución europea o un tratado base, la evolución de Europa podría propiciar una situación favorable, ya que por lo menos podrían solucionarse de común acuerdo algunos de los problemas más acuciantes. Por ejemplo, en ciertas cuestiones el Consejo podría aprobar decisiones mediante mayoría cualificada y no, como ocurre hoy en día, por unanimidad. También sería deseable una distribución del derecho a voto entre los estados miembros, que se redujeran las obligaciones y competencias de la Comisión, así como el hecho de que se requiriera la aprobación del Parlamento Europeo de todas las leyes futuras (y reglas similares) de la UE. En este caso tampoco existiría una política exterior y de seguridad común, ni probablemente una postura única con respecto a los problemas de la inmigración, la política energética, el deterioro del medio ambiente, etcétera. Aun así, cabría pensar en la posibilidad de ampliación del mercado común y en una regulación conjunta de los mercados e instituciones financieras y de los bancos.

La Constitución de la Unión Europea o un tratado base serían unas alternativas mucho más preferibles que las posibilidades esbozadas aquí. Si uno o varios estados se negaran a ratificar la Constitución (como consecuencia de un referéndum, por ejemplo), es probable que se creara una situación muy parecida a la actual. Esto podría provocar la retirada de algunos socios, e incluso el desmoronamiento de la UE. Pero en caso de que se aprobase la Carta Magna, la capacidad de actuación de la UE estaría asegurada durante varias décadas.

Sin embargo, esta capacidad de maniobra sólo se aplicaría en casos excepcionales de problemas de política internacional y de seguridad. Todavía tendrían que transcurrir varias décadas para que existiera una política de seguridad y exterior común y amplia, ya que resulta inconcebible que Francia y Gran Bretaña renuncien a la soberanía nacional sobre sus armas nucleares o a su derecho de veto en el Consejo de Seguridad de la ONU (y que den su voto favorable al deseo de Alemania de convertirse en miembro permanente del Consejo de Seguridad, con la intención de aumentar su prestigio nacional). También resulta difícil de imaginar que todos los estados miembros renuncien a sus ministerios de Asuntos Exteriores y a sus misiones diplomáticas en todo el mundo. No obstante, una Constitución aceptada por todos los socios sería, con mucho, la mejor condición previa para que la Unión Europea pudiera defender con eficacia los intereses de Europa en el terreno económico y en otros campos.

Independientemente de cómo evolucione la situación, es probable que en la práctica del día a día se acabe formando un núcleo de la Unión Europea, que con toda seguridad estará formado por Francia y Alemania, y, probablemente, también Italia, Holanda, Bélgica y Luxemburgo, los demás estados fundadores.