īleerī, Anton M. Espadaler

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Anton M. Espadaler, La Vanguardia, 11-II-06.

A principios de enero, Lluís Uría explicaba en una de sus crónicas que el Ministerio de Educación de Francia había decidido obligar "a los maestros a utilizar sólo el método silábico para enseñar a leer a los niños", con lo que quedaba "resueltamente suprimido el llamado método global", o sea, el que se basa en la "identificación y memorización visual de las palabras".

El ministro del ramo, que debe de ser persona decidida y con criterios muy asentados, afirmaba que la aplicación del método global era "nociva y criminal", y atribuía a este sistema de aprendizaje los resultados escandalosamente pobres de los alumnos franceses en lo relativo a la comprensión de los textos: un 20 por ciento de los bachilleres apenas entiende lo que lee, y, por si no bastara, responsabilizaba al método de marras de la "epidemia de dislexia" que en su opinión registra la República desde hace años.

Lo gracioso del caso es que el debate sobre las dificultades de comprensión de textos por parte de gentes con estudios secundarios viene de bastante lejos. Y no deja de suponer una innegable incomodidad, dicho sea de paso, que su origen moderno se sitúe en unas circunstancias bélicas. Anne-Marie Chartier lo trata en un libro muy interesante, Enseñar a leer y escribir. Una aproximación histórica (publicado en la editorial Fondo de Cultura Económica).

Según cuenta Chartier, la primera gran crisis se produjo en Estados Unidos durante la Primera Guerra Mundial, cuando oficiales estadounidenses descubrieron que una gran cantidad de soldados eran incapaces de ejecutar las órdenes comunicadas por escrito.

Surge entonces, amparado por la psicología y los últimos estudios sobre el funcionamiento del ojo, y como respuesta al analfabetismo funcional, el método whole-word o global, también llamado look-andsay,que ahora critica el ministro francés, fundado en el reconocimiento visual de las palabras, sin mayores preocupaciones contextuales.

Pero eso no solucionó nada, porque durante la Segunda Guerra Mundial los británicos descubrieron que casi un 30 por ciento de sus soldados, en principio satisfactoriamente escolarizados, tenían el mismo problema que sus compañeros del otro lado del Atlántico.

Mientras, en Francia sacaban pecho porque creían que era un problema anglosajón. Hasta que en los años sesenta preguntaron a sus chicos y chicas y se llevaron un susto de aúpa, que ahora se les acaba de reproducir. Lo más curioso es que entonces ya culpabilizaron al mismo sistema que ahora condena el señor ministro.

El debate sobre la lectura, la conveniencia de su universalidad, y los métodos más adecuados para su aprendizaje es demasiado técnico como para detenerse en él, y con un historial demasiado largo detrás que nos llevaría a remontarnos hasta Jean-Jacques Rousseau y Juan Bautista de la Salle.

Aun siendo importante el cómo debe aprenderse, más lo es, o eso creo, acercarse al por qué no aprenden todos. Preguntarse por qué, con métodos distintos, el nivel de fracaso es significativamente alto.

Nadie se atreve a dar una única respuesta y se tiende a buscar explicaciones en muchos campos a la vez. Con todo, no quisiera pasar por alto una de las razones aducidas entre los expertos citados en el libro de Anne-Marie Chartier: la obligatoriedad de la enseñanza, impuesta por el Estado, conduce a actitudes escolares negligentes e incluso de abierta resistencia a los conocimientos que se imparten. Si eso es cierto, es evidente que, en un grado u otro, no hay nada que hacer.

Y no sólo en la lectura.