Žel hombre sin planŽ, Amartya Sen

el hombre sin plan

El Premio Nóbel Amartya Sen reseña el libro de William Easterly, The White Man's Burden: Why the West's Efforts to Aid the Rest Have Done So Much Ill and So Little Good La carga del hombre blanco>, Nueva York: Penguin Press, 2006. La carga del hombre blanco ofrece una interesante perspectiva acerca de las dificultades que entorpecen la práctica de la ayuda exterior. Pero su arremetida contra los “bienhechores globales” se ve un tanto ensombrecida, según Sen, porque no entra a discutir las vías por las que esa ayuda podría llegar a funcionar, si se planteara adecuadamente.

“Sé tu propio palacio”, escribió John Donne, “o el mundo será tu prisión”. En The Withe Man’s Burden William Easterly no evoca esta particular metáfora, pero este apasionante –y apasionado- libro se adentra en la cuestión del encarcelamiento de los pobres del mundo en la trampa de la ayuda internacional, en la que los “planificadores” han confinado a los más desdichados. Los pobres puede que no tengan un “palacio” en el que replegarse, marcados como se encuentran por el acoso de la privación absoluta, el flagelo del analfabetismo masivo y el azote de las epidemias. Pero Easterly, un antiguo economista del Banco Mundial que en la actualidad da clases en la New York University, sostiene, al mismo tiempo, que, en la lucha contra la pobreza global, “el mejor plan es no tener ninguno”.

A diferencia de los supuestamente bienintencionados pero según parece siempre dañinos “planificadores”, los héroes del libro de Easterly son aquellos a quienes él llama “buscadores”. La línea de demarcación que separa a planificadores y buscadores no podría ser más nítida: “En el terreno de la ayuda exterior, los “planificadores” anuncian buenas intenciones pero no consiguen activar a nadie para que se haga cargo de ellas; los “buscadores” hallan cosas que funcionan y obtienen ciertas recompensas por ello. Los “planificadores” levantan expectativas pero no se comprometen en alcanzarlas; los “buscadores” asumen la responsabilidad de sus acciones. Los “planificadores” establecen qué ofrecer; los “buscadores” detectan qué se demanda. Los “planificadores” aplican programas globales; los “buscadores” se adaptan a las condiciones locales. Los “planificadores”, encaramados en las alturas, carecen de todo conocimiento acerca de lo que ocurre más abajo; los “buscadores” se preocupan por entender esa realidad de más abajo. Los “planificadores” nunca saben si lo que se planificó alcanzó lo que pretendía; los “buscadores” quieren saber si el cliente quedó satisfecho”. La monumental simplificación que encierran estas poco solventes comparaciones lleva a Easterly a resumir su libro de forma escueta en su subtítulo –Por qué los esfuerzos de Occidente en su ayuda a los demás han hecho tanto daño y tan poco bien-, subtítulo que complementa un título tomado del canto de Rudyard Kipling al imperialismo altruista.

Ocurre, sin embargo, que una aproximación empírica a los efectos reales de la ayuda internacional –la cual, dicho sea de paso, no proviene sólo del hombre blanco: Japón es un participante destacado en tales esfuerzos- es mucho más compleja de lo que sugiere la expedita explicación que de ella hace Easterly. Ni es ecuánime en su descripción de lo que realmente proponen y a veces logran los que él considera campeones de la producción bienintencionada de los mayores daños –desde el Primer Ministro y el Canciller británicos Tony Blair y Gordon Brown, respectivamente, hasta el antiguo Presidente del Banco Mundial, James Wolfensohn, pasando por el economista Jeffrey Sachs-; ni logra ser persuasivo a través del uso de citas aisladas que supuestamente muestran hasta qué punto la gente es engañada por parte de The New York Times, The Economist y The New Yorker cuando tales medios argumentan, como lo hizo uno de sus articulistas, John Cassidy, de The New Yorker, que “la ayuda puede resultar eficaz en cualquier país en el que se vea acompañada por medidas sensatas de política económica”.

Todo ello es una auténtica lástima, puesto que el libro de Easterly ofrece una línea de análisis que podría ser de gran utilidad como eje de una crítica razonada del pensamiento formulaico y del triunfalismo político de buena parte de la literatura existente sobre desarrollo económico. De hecho, cabría considerar seriamente la rica y amplia información, tanto estadística como basada en anécdotas, que Easterly maneja en punto a articular los precipitados argumentos con los que se opone a los grandes diseños de distintas vías para la ayuda internacional. Presentada de un modo más ponderado, dicha información hubiera podido arrojar buena luz para iluminar el camino hacia una perspectiva crítica acerca del cómo y del porqué del hecho de que a veces las cosas no funcionen cuando se aúnan esfuerzos a escala global para ayudar a los pobres del mundo.

Desgraciadamente, Easterly se deja arrastrar por el poder intoxicante de la prosa recargada –no puedo evitar recordar aquí la definición que Kipling daba de las palabras como “la droga más poderosa usada por la humanidad”-. Desaprovecha, pues, la ocasión de abrir un diálogo harto necesario acerca del funcionamiento de programas de ayuda internacional y opta, en cambio, por dar una paliza retórica a aquellos en quienes ve a los enemigos bienintencionados de los pobres.

Los cuentos de así fue (1)

Está claro que merece la pena que los datos disponibles acerca de la efectividad de muchos de los grandes proyectos para el desarrollo y la paliación de la pobreza sean objeto de una discusión clara y honesta. De hecho, esto mismo es lo que Easterly hace cuando no anda demasiado ocupado buscando cualquier sentencia lo suficientemente turbadora como para dejar a sus oponentes con la respiración cortada. Y cabe decir también que Easterly está en lo cierto cuando asegura que el fracaso de varios grandes proyectos es un resultado de la desatención, por parte de éstos, de la complejidad de las instituciones y de los sistemas de incentivos a ellas asociados: la iniciativa individual debería verse socialmente promovida, nunca burocráticamente ahogada. De hecho, Easterly llega a reconocer el éxito de muchos de los esfuerzos realizados en materia de ayuda internacional, desde la distribución de medicamentos contra la solitaria y el uso de la terapia oral de rehidratación para enfermedades diarreicas hasta la provisión de spray interiores para el control de la malaria, pasando por varios programas orientados a reducir el alcance del SIDA. La cuestión es que todo ello no debería conducir a las conclusiones que Easterly ofrece. En efecto, la denuncia de los problemas que el autor trae a colación debería estimular el tipo de escrutinio que, precisamente, puede ayudar a traducir las buenas intenciones en resultados efectivos. El reto, pues, no es otro que el de dar respuesta a las penurias que sufren los más desesperanzadoramente empobrecidos sin renunciar a insistir en que la ayuda puede prestarse de modo útil y productivo.

De hecho, esto es precisamente lo que Easterly hace cuando la ráfaga de invectivas se apacigua: “La buena noticia acerca del creciente interés en el resto que, tras el 11 de septiembre, han mostrado los ruidosos activistas anti-globalización, las esforzadas ONG’s, las bandas de rock y estrellas de cine y los gobiernos de los países ricos es que la atención para con los pobres va en aumento. Este es el momento para que los habitantes de los países ricos insistan en que el dinero destinado a la ayuda llegue realmente a los pobres”. Aunque brillen por su ausencia antes de la página 200, tales afirmaciones contribuyen a ofrecer una mejor explicación de “la carga del hombre blanco” que la que emana de esos simplistas eslóganes a los que Easterly concede tan destacado espacio.

Tales consignas dan también la engañosa impresión de que Easterly se muestra contrario a cualquier esfuerzo para ayudar, siquiera un poco, a los pobres, lo que, en consecuencia, lo conduciría a postular la necesidad de dejar que éstos se sirvan de sus propios recursos y de su propia “búsqueda” de caminos para mejorar su situación; búsqueda, claro está, que pasa por el esfuerzo individual desprovisto de cualquier tipo de ayuda. El carácter despiadado del bombardeo al que somete a los “bienhechores” puede ser –equivocadamente- leído como la afirmación de un escepticismo general con respecto a la posibilidad de que una persona pueda conciente y deliberadamente tratar de hacer el bien en beneficio de otra. En realidad, la posición que Easterly toma se halla lejos de tales planteamientos. El autor sabe perfectamente cuán atroces son las vidas de los pobres del mundo, y su simpatía para con ellos aparece de un modo manifiesto a lo largo del libro. En el rechazo, por parte de Easterly, de los planes de ayuda destinados a los países en desarrollo no aparece rastro alguno de la falsaria ética que frecuentemente encontramos en boca de aquellos que aseguran, explícita o implícitamente, que los más favorecidos no tienen responsabilidad moral que los obligue a ayudar a los desdichados, pues los problemas de los segundos no tienen su causa en el comportamiento de los primeros. Asimismo, Easterly tampoco muestra simpatía alguna con respecto a la creciente tendencia de achacar los aprietos que sufren los pobres a las deficiencias básicas e inerciales de sus propias culturas, las cuales, retrógradas, supuestamente hacen del intento de ayudarles una auténtica quimera. Frente a aquellos que sostienen este punto de vista, normalmente bajo el aparentemente benigno lema según el cual “la cultura importa”, Easterly fía sus esperanzas en la creatividad de todos.

Además, la crítica de Easterly no se limita a la ayuda exterior tal y como ésta se define habitualmente. La crítica de Easterly se dirige a cualquier tipo de plan a escala global medianamente ambicioso que haya sido concebido en Washington, en Londres o en París. Los ideólogos consagrados al enaltecimiento de las virtudes del mercado se alegrarán de las diatribas que la afilada prosa de Easterly reserva para la intervención estatal a gran escala. Pero les agradará menos el escepticismo de Easterly, cuidadosamente expuesto, con respecto a ciertas propuestas para la inmediata substitución de todas las instituciones económicas por un sistema de mercado puro. En efecto, Easterly se muestra especialmente crítico con las razones en las que descansan programas que propugnan “terapias de choque”, esto es, planes para poner en funcionamiento una economía de mercado desmantelando previamente y de forma exhaustiva todas las instituciones preexistentes. Asimismo, el autor critica el avance progresivo de las tesis de quienes abogan por confiar de forma exclusiva en los derechos de propiedad capitalistas, lo que a menudo acaba suponiendo el abandono de antiguos mecanismos institucionales que, entre otras cosas, juegan un papel importante a la hora de mitigar los problemas vinculados al reparto de bienes comunes. Pese a que reconoce la importancia de un sistema de mercado con derechos de propiedad adecuadamente definidos, Easterly aspira a que emerjan de un cultivo previo que les confiera una forma pertinente. Derechos de propiedad drásticamente impuestos a destinatarios desconcertados por ofuscados “planificadores de mercados”, pues, no son de recibo.

Pese a ser un gran defensor de la democracia, Easterly se muestra profundamente crítico con las majestuosas pretensiones de un puñado de líderes mundiales que creen que pueden imponer una democracia en países de los que conocen bien poco. El persistente desastre que supone la guerra de Irak no viene sino a confirmar su crítica global hacia los grandes planes. Asimismo, Easterly realiza una crítica igualmente efectiva de los recientes cantos a cierto imperialismo nostálgico que responde a la tentación de salvar el mundo llenando el espacio dejado por el declive de viejos imperios con la actividad de uno nuevo: el americano. Aquí parece hallarse más cerca de una respuesta a la exhortación de Kipling:

“Recoge la carga del hombre blanco

Las guerras salvajes en pos de la paz

Llena del todo la boca del Hambre

Y aleja el dolor sin cesar.” (2)

En efecto, Easterly recuerda que “la historiadora de Harvard Niall Ferguson, cuyo trabajo, sea cual sea el tema, admiro sobremanera, dice que hay algo que podría darse en llamar imperialismo liberal, algo que, a fin de cuentas, resultó bueno. …> En varios casos de “atraso económico”, un imperio liberal puede ofrecer mayores beneficios que un estado-nación”. Pero el escepticismo de Easterly con respecto a los beneficios de un “imperialismo liberal” tal queda bien patente. La posición del autor en este punto podría verse reforzada recordando que hubo tres grandes hambrunas en la India –el objeto del elocuente aserto de Kipling- hasta justo el final del régimen imperial británico. La última de ellas, la hambruna de Bengala, de 1943, segó la vida de entre dos y tres millones de personas, cuatro años antes de la independencia de la India. En cambio, desde el final del Raj y el establecimiento de una democracia parlamentaria, no ha habido ni una.

Cuentos de las colinas (3)

Pese a la simplicidad de su subtítulo, el libro de Easterly se ocupa de un abanico de problemas que va mucho más allá de un simple recuento de las ventajas e inconvenientes de la ayuda internacional. Se trata de un libro inspirado por una visión rica de la creatividad de los pueblos indígenas, la cual puede aparecer –asegura el autor- en condiciones de ausencia de grandes diseños provenientes del exterior. Esta es la visión que inspira y conforma la perspectiva general del autor, lo que lo lleva a la realización de un buen número de ejercicios empíricos que son de interés pero que no quedan exentos de problemas. En efecto, Easterly fundamenta su visión negativa de la ayuda económica también en análisis estadísticos de corte transversal a gran escala, así como en estudios de caso de planes y programas concretos. Tales comparaciones entre países se han puesto de moda como camino para identificar conexiones sólidas entre causas y efectos, pero resultan altamente problemáticas dadas las dificultades que comporta el tener que contraponer experiencias tan diversas> En varios casos de “atraso económico”, un imperio liberal puede ofrecer mayores beneficios que un estado-nación”. Pero el escepticismo de Easterly con respecto a los beneficios de un “imperialismo liberal” tal queda bien patente. La posición del autor en este punto podría verse reforzada recordando que hubo tres grandes hambrunas en la India –el objeto del elocuente aserto de Kipling- hasta justo el final del régimen imperial británico. La última de ellas, la hambruna de Bengala, de 1943, segó la vida de entre dos y tres millones de personas, cuatro años antes de la independencia de la India. En cambio, desde el final del Raj y el establecimiento de una democracia parlamentaria, no ha habido ni una.

Cuentos de las colinas (3)

Pese a la simplicidad de su subtítulo, el libro de Easterly se ocupa de un abanico de problemas que va mucho más allá de un simple recuento de las ventajas e inconvenientes de la ayuda internacional. Se trata de un libro inspirado por una visión rica de la creatividad de los pueblos indígenas, la cual puede aparecer –asegura el autor- en condiciones de ausencia de grandes diseños provenientes del exterior. Esta es la visión que inspira y conforma la perspectiva general del autor, lo que lo lleva a la realización de un buen número de ejercicios empíricos que son de interés pero que no quedan exentos de problemas. En efecto, Easterly fundamenta su visión negativa de la ayuda económica también en análisis estadísticos de corte transversal a gran escala, así como en estudios de caso de planes y programas concretos. Tales comparaciones entre países se han puesto de moda como camino para identificar conexiones sólidas entre causas y efectos, pero resultan altamente problemáticas dadas las dificultades que comporta el tener que contraponer experiencias tan diversas: los países pueden diferir de un modo significativo en variables no consideradas en los análisis de corte transversal.

Muchos de estos estudios se ven perjudicados también por las dificultades que entraña la tarea de identificar las propias conexiones causales. Por ejemplo, las penurias económicas de un país pueden inducir a los donantes a ofrecer mayores niveles de ayuda, lo que podría sugerir, en términos de asociaciones estadísticas, una conexión entre ayuda y mal funcionamiento de la economía. Huelga decir que recurrir a tal correlación para demostrar los efectos negativos de la ayuda internacional supone ni más ni menos que invertir la conexión causal. Easterly trata de evitar este tipo de errores, pero las asociaciones estadísticas en las que se funda su hondo pesimismo acerca de los efectos de la ayuda distan de ofrecer una explicación definitiva de las conexiones causales que operan en el ámbito objeto de estudio.

Por varias razones, los aspectos más interesantes del análisis de Easterly se hallan en los estudios de casos de programas concretos. Cabe decir que un buen número de las detalladas explicaciones de los fallos de los donantes a la hora de promover el desarrollo resultan realmente persuasivas. Sin embargo, hay muy pocos casos citados en los que pueda decirse que la ayuda “ha resultado verdaderamente dañina”, tal y como sugiere Easterly. Más bien cabría decir, simplemente, que no hizo todo el bien que de ella se esperaba –presumiblemente, Easterly diría aquí, en su defensa, que la pérdida de los recursos es, en sí misma, algo escandaloso, y que la simple creencia de que puede obtenerse algo bueno puede desalentar un examen limpio de lo que realmente se necesita para ayudar a los más desfavorecidos del planeta-. Hay también un buen número de ejemplos considerados por Easterly en los que la ayuda resultó útil y no supuso ningún tipo de entorpecimiento para el desarrollo económico, lo que, lejos de conducir al autor al rechazo total de la ayuda, lo hubiese podido disponer para realizar un panorama general de la misma algo más sutil. Dicha visión más matizada de la ayuda internacional, a su vez, podría arrojar buena luz acerca de elementos centrales de las políticas de ayuda al desarrollo, como la determinación del énfasis que es preciso poner en el papel de las instituciones sociales, por un lado, y de los incentivos individuales, por el otro. Gracias a sus propias investigaciones, Easterly se hallaba en una posición privilegiada para sistematizar dichas cuestiones. Sin embargo, este no es el caso: pese a ocasionales sugerencias sobre cómo hacer que la ayuda internacional sea más efectiva y menos derrochadora, el libro de Easterly carece de elementos concluyentes que abran caminos para una acción mejor orientada. Consejos útiles y esmeradamente presentados se dejan oír tímidamente en medio del ensordecedor frenesí con el que el autor lanza sus diatribas contra los partidarios de la ayuda internacional: una vez más, el extremismo monotemático impone una mordaza a las buenas razones y al buen juicio.

Algo equivalente puede decirse acerca de la insistencia de Easterly en que la acción de las instituciones internacionales que gestionan la ayuda está resultando totalmente dañina. Ni el Banco Mundial ni el Fondo Monetario Internacional me necesitan para que los defienda, pero cabe señalar que la forma en que Easterly los describe y pinta su trabajo resulta altamente caricaturesca –lo que es sorprendente, dada su larga experiencia como miembro de la plantilla del Banco Mundial-. Cierto es que estas organizaciones han impuesto, bien a menudo, terribles medidas de política económica a los países en vías de desarrollo. En este punto, pues, es preciso dar la razón a Easterly cuando critica la insensatez de las agendas que definen la marcha de tales instituciones, la amplitud de los grandes programas que éstas albergan y la falta de un compromiso real con respecto a la forma en que los más desfavorecidos ven sus propios problemas. Pero estas deficiencias, lejos de conducir a un rechazo absoluto, deberían empujar a la exigencia de mejores razones de tipo económico y político a la hora de conformar los caminos a seguir, a la vez que a la reivindicación de una voz más audible para los pobres en las instancias de gobierno de tales instituciones. Las instituciones globales juegan un papel harto importante en la coordinación de la política económica a escala planetaria, tanto en el corto como en el largo plazo. Pero, una vez más, la coordinación es una cuestión que, sorprendentemente, recibe poca atención en un libro tan ambiciosamente concebido. De este modo, el rechazo de todo tipo de planes que Easterly muestra afecta no sólo a los de mayor alcance, sino también a cualquier pequeño esfuerzo para tratar de hacer cosas conjuntamente sin molestarse los unos a los otros.

Conviene destacar también que varios de los estudios en los que Easterly se basa cuando presenta la figura de los “buscadores” fueron realizados por las citadas instituciones. Voices of the Poor era un proyecto del Banco Mundial que recibió el aliento del entonces Presidente James Wolfensohn. El estudio más esclarecedor acerca de las recientes hambrunas en Corea del Norte, que vinculaba el hambre con el tipo de gobierno, autoritario, de dicho país –se trata de una cuestión que debería llamar la atención de Easterly-, fue escrito por Andrew Natsios, el que hasta hace poco fue el responsable de la Agencia Estadounidense para el Desarrollo Internacional (USAID). Sea como sea, la necesidad de superar esquemas unilateralmente impuestos no es algo tan desconocido en todas estas instituciones como Easterly sugiere. Es más, el discurso de despedida de Natsios, que incluía la afirmación de que el tratamiento que el gobierno de los Estados Unidos propinaba a los esfuerzos de la USAID hacía que a veces la Agencia se sintiera “casi como un niño víctima de malos tratos”, identificaba de forma explícita muchos de los problemas que preocupan a Easterly. Libres de denuncias desdeñosas, las investigaciones de Easterly pueden resultar de gran utilidad en punto a sugerir vías para la reforma de estas instituciones. En efecto, existe una gran diferencia entre curar una dolencia y eliminar al que la padece.

Distinciones descuidadas

Quizás el punto más débil de la argumentación de Easterly sea su prácticamente completa desatención de las distinciones entre diferentes tipos de problemas económicos. Easterly es perfectamente consciente de la eficiencia de los mecanismos de distribución propios del mercado cuando los artículos se adquieren en mercados y tales operaciones se ven sostenidas por un adecuado poder de compra, y contrapone esta realidad a los habituales fallos e ineficiencias que caracterizan el proceso por el cual la ayuda internacional trata de alcanzar a aquellos que más la necesitan. Pero la distinción entre los dos escenarios descansa no sólo en la asunción de las diferencias entre los dos modos de hacer frente a un mismo proceso –el de distribución-, sino también en la comprensión de que la naturaleza del problema no es la misma. Hay algo profundamente engañoso en la oposición que dibuja entre ambas realidades, algo que parece haber motivado la realización del conjunto de la investigación de Easterly: “No hubo Plan Marshall para Harry Potter, ni ayuda financiera internacional para libros sobre magos menores de edad. Resulta descorazonador que la sociedad global haya evolucionado de manera que se muestre altamente eficiente a la hora de ofrecer entretenimiento a niños y a adultos ricos, mientras que no pueda otorgar medicinas de doce céntimos a niños pobres moribundos”. La disparidad de resultados es, en efecto, descorazonadora. Pero pasar de ahí a sostener que la solución para el problema de los niños moribundos debe pasar por reproducir los procedimientos a través de los que se distribuyen los libros para niños ricos refleja un malentendido de los factores que hacen del segundo problema algo mucho más difícil –por supuesto, el punto fundamental es mucho más importante que el hecho, totalmente menor, de que J.K. Rowling gozase de un sistema asistencial y de que recibiese una dotación del Scottish Art Council mientras escribía la primera novela de la serie de Harry Potter-.

En su insistente elogio de la figura de los “buscadores” frente a la de los “planificadores”, Easterly afirma que “los planificadores determinan qué ofrecer; los buscadores descubren qué está siendo demandado”. Esto puede que sea así, pero existe una diferencia radical –y Easterly es probablemente consciente de ella, a juzgar por lo que escribe por todas partes en el libro- entre la empresa que ofrece “lo que está siendo demandado”, lo que se halla íntegramente vinculado a la capacidad de pago de los compradores, y la empresa que ofrece bienes y servicios necesarios a gentes cuyas escasas renta y riqueza no les permite pasar a formar parte de la demanda de mercado.

Sin embargo, nada de esto niega la importancia del alegato general que Easterly hace de los buscadores. Sin duda, tiene mucho mérito lograr hacer exploraciones a ras de suelo de aquello que es factible –y esto sigue siendo así aun cuando se estudian problemas que son mil veces más difíciles que vender libros de Harry Potter a compradores que desean y pueden pagarlos-. La información y las iniciativas han de proceder de todo tipo de fuentes, incluidos los propios pobres –ésta es la razón por la que estudios como Voices of the Poor son tan importantes-, y sin una investigación constante que persiga determinar cuáles son los problemas y cómo se les puede hacer frente, los esfuerzos en materia de ayuda global terminan por mostrarse mucho menos efectivos de lo que podrían ser. Easterly tiene toda la razón cuando ensalza los esfuerzos visionarios del sorprendente Muhammad Yunus, de Bangladesh, al empezar a desbrozar, a través de la acción de su Grameen Bank, el camino por el que discurriría el movimiento de los microcréditos. Easterly hubiese podido poner también el ejemplo de Fazle Hasan Abed, compañero de activismo de Yunus, por su importantísima iniciativa de promover notables esfuerzos en el campo del cooperativismo en todo el país a través del BRAC –el Bangladesh Rural Advancement Committee-. Iniciativas tan poderosas se basaban en una comprensión clara de las razones por las que el mercado había fallado en tanto que mecanismo descentralizado y de coordinación espontánea, así como los caminos a partir de los que esto podía ser alterado a través de proyectos de tipo social que pudiesen complementar el mercado. Sin duda, no estamos hablando de meras subidas de las ventas de las novelas de fantasía de J.K. Rowling.

La perspicaz visión de Easterly acerca de iniciativas, incentivos y comunicación es altamente meritoria. Debemos agradecer a Easterly la riqueza de materiales que ha presentado, lo que ha enriquecido la literatura sobre la cuestión del desarrollo. Tenemos menos razones para celebrar –o aun para aceptar- el diagnóstico de imbecilidad y de obstinación que atribuye a aquellos a los que llama “planificadores”. Pero parece sensato juzgar un libro por sus mejores contribuciones, no por sus puntos más débiles. Mi esperanza es que aquellos “buscadores” que se encuentren entre los lectores de The White Man’s Burden hagan suyos los argumentos convincentes que Easterly ofrece y dejen de lado los que no lo son.

Notas
(1) Traducción al español del libro de Rudyard Kipling Just so Stories.
(2) “Take up the White Man's burden / The savage wars of peace / Fill full the mouth of Famine, / And bid the sickness cease.” (
3) Traducción al español del libro de Rudyard Kipling Plain Tales from the Hills.