no por poder

no por poder

Una de las grandes paradojas de la política española de los últimos 150 años es que sólo los catalanes nos dedicamos profesionalmente y sistemáticamente a pensar en el diseño de España. Fuera de Catalunya, lo que importa es gobernar antes que inventar. ¡Que inventen ellos, que así se distraen! La diferencia de trato abismal que dispensa el Madrid político al vasquismo y al catalanismo tiene su origen en esta premisa. Los vascos ya mandan en la industria y las finanzas y, en política, no quieren otra España sino potenciar su país al máximo; prueba de ello es, por ejemplo, el convencimiento con que los políticos vascos del PP mantienen a capa y espada el concierto económico para su tierra sin que nadie les acuse de ser malos españoles. ¿Se imaginan cómo insultaría la caverna a Josep Piqué si éste pidiera exactamente lo mismo para Catalunya que lo que su correligionaria María San Gil sostiene al defender la excepción económica para Euskadi?

Se ha repetido como una verdad probada que el tensor de la actual crispación política es el malestar de las elites más jurásicas de Madrid ante lo que éstas interpretan como un intento del Gobierno Zapatero de repartir el poder entre nuevos actores, lo cual afectaría a un elenco variado de sectores que han tomado al PP como defensor celoso de sus privilegios. Bajo el paraguas que sostiene Rajoy se habrían cobijado desde empresarios hasta altos funcionarios, pasando por círculos dirigentes de la Iglesia, la judicatura, la educación y la cultura. Esta tesis es más bella que cierta. Tiene la virtud de mejorar las intenciones nebulosas de Zapatero y de atribuirle un largo alcance que, a menudo, no se puede ver. También tiene la virtud de presentar a los catalanes como mucho más pragmáticos de lo que somos en realidad. Si se tratara únicamente de repartir el poder entre nuevos jugadores, se podría pactar de algún modo racional un nuevo mapa de influencias en España. Llegados a este punto de fantasía, siempre aparece algún catalán con mala conciencia que se dedica a predicar paternalmente al resto de la tribu la necesidad de encontrar nuevas y fraternales alianzas para ser queridos más allá del Ebro. Antes, este mismo catalán (que aspira a ser aplaudido en Santoña) se flagela cien veces por haber pecado.

Ojalá todo fuera un problema de reparto de poder entre las elites. En este caso, las artes comerciales del catalán servicial podrían solucionar las cosas. Pero no. Lo que excita y compacta a la derecha social, mediática, religiosa y política es ver amenazado el patrimonio exclusivo del discurso sobre España. Lo que pone en guardia a los votantes del PP (y a no pocos del PSOE) es, por ejemplo, esa repetida voluntad de Pasqual Maragall de definir españolidades oblicuas e hispanidades asimétricas. Lo que alimenta el constitucionalismo aznarista es esa reiterada tendencia del catalanismo a no ser precisamente separatista, sino todo lo contrario. Lo que da fuerzas al nacionalismo español posfranquista es que Zapatero haya echado mano del alma regeneracionista del catalanismo (que habíamos dado por agotada) para desplegar y apuntalar su ciclo reformista.

No es una disputa por el poder, sino una lucha por el relato. Por eso el PP pretende quedarse con la exclusiva de la Constitución de 1978, que es la piedra de toque de toda la narrativa que legitima avances o retrocesos en la democracia. Por eso los populares ficharon al hijo de Adolfo Suárez (que les salió rana) y por eso han reciclado a varios perdedores y marginales de la transición (ex comunistas, ex socialistas resentidos y ex terroristas). Por eso son tan románticos.

lavanguardia, 12-XII-05