Mill contra el fanatismo

Mill contra el fanatismo

El pasado 20 de mayo se cumplieron doscientos años del nacimiento de John Stuart Mill, hoy todavía un referente clásico del liberalismo. Para conmemorar su aniversario, Pedro Schwartz, desde antiguo buen conocedor de su obra, publicó un artículo excelente glosando su personalidad y los aspectos más destacados de su pensamiento (La Vanguardia,24/ V/ 2006).

Ciertamente, tanto la obra como la vida de Mill siguen dando pie a reflexiones muy variadas. Entre ellas, la revisión del liberalismo clásico para hacerlo compatible con ciertas formas de socialismo o la defensa de la igualdad de derechos entre hombre y mujer. En todos estos aspectos Mill fue un precursor del siglo XX, con especial influencia en el laborismo y el feminismo británicos.

Mi intención en este artículo no es abordar estos temas, sino rendir homenaje a la memoria de Mill prestando atención a sus ideas sobre las libertades de pensamiento y expresión, reflejadas en el capítulo segundo de su ensayo Sobre la libertad,publicado en 1859, un clásico en la materia y todavía - quizás más que nunca- de rabiosa actualidad.

El ensayo de Mill constituye, en el capítulo señalado, un alegato en defensa de aquellos que defienden ideas discrepantes de la mayoría y de la necesidad de someter el debate público a reglas razonables y equitativas. En efecto, Mill mantiene que las minorías son imprescindibles para la buena salud de una sociedad democrática y lo expresa con contundencia: "Si toda la humanidad, menos una persona, fuera de la misma opinión, y esta persona sostuviera la opinión contraria, la humanidad sería tan injusta impidiendo que hablase como lo sería ella misma si teniendo poder bastante impidiera que hablara la humanidad (...) Nunca podemos estar seguros de que la opinión que tratamos de ocultar sea falsa y, si lo estuviéramos, ocultarla sería también un mal". Escuchar todas las opiniones constituye, pues, una regla esencial de la democracia.

Ahora bien, esas opiniones, no sólo deben tener la posibilidad de ser expuestas, sino que también deben ser sometidas a debate, a discusión pública: "El hombre - dice Mill- es capaz de rectificar sus equivocaciones por medio de la discusión y la experiencia. No sólo por la experiencia; es necesaria también la discusión (...) Las opiniones y las costumbres falsas ceden gradualmente ante los hechos y los argumentos; pero para que los hechos y los argumentos produzcan algún efecto es necesario que se expongan". Esta necesidad del debate parte de un gran escepticismo ante las verdades inmutables: "Las opiniones populares (...) son frecuentemente verdaderas; pero rara vez, o nunca, lo son del todo". Por ello, el debate es necesario: sin él, no podemos ni siquiera aproximarnos a la verdad, a una verdad por supuesto relativa, provisional y revisable. En un debate, dice Mill, "el mal realmente temible (...) es la tranquila supresión de una mitad de la verdad; siempre hay esperanza cuando las gentes están forzadas a oír a las dos partes, cuando tan sólo oyen a una es cuando los errores se convierten en prejuicios y la misma verdad, exagerada hasta la falsedad, cesa de producir sus efectos (...) La única garantía de la verdad - sigue diciendo Mill- está en que todos sus aspectos, todas las opiniones que contengan una parte de ella, no sólo encuentren abogados, sino que sean defendidas en forma que merezcan ser escuchadas".

Pero cualquiera de las opiniones sometidas a debate debe ser expuesta respetando unas determinadas reglas. Mill expone algunas: "No argumentar sofísticamente, ni suprimir hechos y argumentos, ni exponer inexactamente los elementos del caso o desnaturalizar la opinión contraria". Y añade: "La peor ofensa que puede ser cometida consiste en estigmatizar a los que sostienen la opinión contraria como hombres malos e inmorales. Aquellos que sostienen opiniones impopulares están expuestos a calumnias de esta especie porque, en general, son pocos y de escasa influencia, y nadie, aparte de ellos mismos, tiene interés en que se les haga justicia". A su vez, las opiniones todavía minoritarias que pueden contener parte de la verdad en disputa sólo serán escuchadas, según Mill, si son expuestas mediante "una estudiada moderación de lenguaje y evitando lo más cuidadosamente posible toda ofensa inútil".

Por último, concluye Mill, "debe ser condenado todo aquel en cuya requisitoria se manifiesta la mala fe, el fanatismo y la intolerancia, pero no deben inferirse estos vicios del partido que la persona tome, aunque sea el opuesto al nuestro; y debe reconocerse el merecido honor a quien, sea cual sea la opinión que sostenga, tiene la calma de ver y la honradez de reconocer lo que son en realidad sus adversarios y sus opiniones, sin exagerar nada que pueda desacreditarlas, ni ocultar lo que pueda redundar en su favor". "Ésta es - concluye- la verdadera moralidad de la discusión pública".

Este texto de John Stuart Mill debería ser para muchos de obligada lectura. Al leerlo, constatamos, una vez más, la todavía escasa calidad de nuestra democracia. En la opinión pública española, demasiado a menudo los improperios sustituyen a los argumentos y ciertas opiniones se ocultan sistemáticamente. Este breve y sustancioso librito es un incisivo manifiesto contra el fanatismo, contra el pensamiento visceral originado en sentimientos desbocados, y en favor de la razón, de la reflexión serena sobre los hechos y las ideas.

lavanguardia, 19-VIII-06