un mal negocio (żsoftpower catalán?)

un mal negocio (¿softpower catalán?)

Conservo en mi poder un recorte de “The Times” de finales de 1993 estando de profesor visitante en Cambridge, con un anuncio de la compañía eléctrica escocesa Scottish Power. Al iniciar su expansión por todo el territorio británico distribuyendo gas y entrando en el sector de las telecomunicaciones, tituló su campaña: “Nunca subestimes la fuerza de Scottish Power”, jugando con el doble sentido del nombre de la compañía y el “poder escocés”, idea que ilustraba con un dibujo del símbolo nacional, un cardo, convertido en personaje forzudo. ¿Se imaginan algo parecido con Gas Natural y el “poder catalán”? Seguro que no. Porque ésta es la diferencia entre vivir en un país de tradición liberal o en otro que no la tiene. Y es que a estas alturas de la película, tener dudas sobre si el actual Gobierno español tiene verdaderas convicciones liberales es de una ingenuidad mayúscula: simple y llanamente, los hechos permiten concluir no sólo negativamente, sino afirmar que es de talante profundamente antiliberal. Y lo es en todos los planos. Desde el educativo, en el que actúa con un intervencionismo que raya la mezquindad del desconfiado, pasando por el ideológico, en el cual es capaz de resucitar los fantasmas del nacionalcatolicismo apañando espectáculos como el de la última visita del Papa a Madrid, y hasta en su política económica. Nada de ello debe sorprendernos en demasía. En España, el conservadurismo –y la izquierda también– siempre se ha llevado mal con el liberalismo, no sólo en cuanto a costumbres sociales, sino también en lo económico. Ahora, todas las políticas del PP se caracterizan por un intervencionismo iliberal al servicio de un patrioterismo supuestamente constitucional, aun cuando a menudo se presenten disimuladas en un envoltorio de liberalismo retórico, con jaculatorias a favor del mercado, la competitividad o la primacía de lo individual. A eso dedica sus fundaciones el PP: a crear bastante niebla liberal como para enmascarar la rotundidad de su proteccionismo nacionalista.

La última de esas decisiones ha sido la de impedir autoritariamente la opa lanzada por Gas Natural sobre Iberdrola. Aunque de entrada se utilizó la Comisión Nacional de la Energía como excusa técnica para dar cuenta de la negativa, a los pocos días se ha sabido que los técnicos precisamente habían dicho que sí con algunas condiciones lógicas y asumibles. Según todas las informaciones, los impulsores de la iniciativa habían presentado un plan impecable, conociendo no sólo la legislación, sino también los estilos políticos del Gobierno, acudiendo a todo tipo de asesoramientos y a los despachos de influencias necesarios para asegurarse el éxito. Y aunque posiblemente ya habían previsto el tipo de dificultades encontradas, en el fondo pensarían que en los últimos tiempos La Caixa había dado garantías suficientes de españolidad y que en el fondo del fondo, la retórica patriótica del PP sólo era para disimular su liberalismo radical, ahora que Aznar incluso mudaba de acento cuando hablaba al lado del amigo americano.

La resolución final del caso no deja lugar a ninguna duda. Ni se trata de la catalanidad –si la hubiese– de La Caixa, ni de evitar riesgos para los consumidores o el mercado energético. El problema, por una parte, es que La Caixa no está intervenida como, por ejemplo, la de Madrid por razón de una ley catalana más liberal que las que rigen las cajas del resto del Estado, y eso significa menor posibilidad de control político. Por otra, la política para el mercado energético español está puesta al servicio del interés nacional unitarista, que, en último caso, se confunde con la red de intereses tramada por Aznar y los suyos.

Pero insisto en el punto de partida: hasta aquí, ninguna sorpresa para quien no haya querido engañarse sobre qué tipo de gobierno “manda” en España. En cambio, aunque también se me dirá que sería una ingenuidad esperar otra cosa, lo que me parece por lo menos raro es la ceguera de la clase empresarial catalana. Primero, por haber creído que Aznar habría tenido bastante con los repetidos gestos de sumisión política y nacional, cuando se sabe que sólo se fía de lo que controla directamente. Segundo, por haber pensado que, en el fondo, las reglas de juego serían respetadas cuando ya sabían que los arbitrajes estaban marcados. Y, en tercer lugar, por callar de una manera tan triste ante un atropello que no sólo pone en dificultad los intereses inmediatos de una de las pocas grandes empresas del país, sino que constata que se seguirán poniendo trabas en general a nuestro desarrollo económico. Lo normal en un país democrático y de verdadera cultura económica liberal hubiera sido que el gobierno local, patronales, sindicatos, centros de estudios e incluso instituciones universitarias vinculadas al mundo empresarial hubiesen denunciado con firmeza el atropello. En cambio, a excepción de algunos artículos en la prensa, la reacción ha sido tan prudente que no ha existido o bien es tan lenta que aún no se conoce.

Veo dos posibles explicaciones para tal silencio. Una, que la cultura empresarial catalana, al menos la que domina en los líderes de sus organizaciones, tampoco sea nada liberal. Otra, que el provincianismo político de nuestra clase empresarial –y que algunos grandes centros de formación empresarial se afanan en seguir transmitiendo a sus alumnos– los ciegue a la hora de analizar sus verdaderos intereses económicos. En cualquier caso, lo que está claro es que para los catalanes, el peor negocio de nuestra vida habrá sido apechugar sumisamente con esta españolidad antiliberal y escasamente democrática.

lavanguardia, 14-V-03.