contra el abuso de lo público

contra el abuso de lo público

Entra en mi despacho de la universidad un estudiante al que nunca he visto por clase justo dos días antes del examen final, yme pregunta si hay lecturas precisas para pasarlo y que se las señale. Las hay, por supuesto, como indica el programa, pero le digo que dos días son pocos aunque sólo fuera para tenerlas leídas. Además, me siento molesto por la desfachatez de suponer que puede aprobarse en cuarenta y ocho horas lo que llevamos trabajando cuatro meses a razón de casi cuatro horas semanales de clase, tutorías aparte. Pero el presunto estudiante insiste en su derecho de probar suerte y, efectivamente, se presenta a examen. Se lo corrijo, entre ciento cincuenta más, sin identificar previamente su nombre por no quedar condicionado por tal circunstancia. Resultado: un suspenso mayúsculo, como no podía ser de otra manera.

Estiro la anécdota, tan cierta como excepcional -no por lo de probar suerte, sino por lo de manifestarlo con descaro- y me hago dos o tres preguntas. En primer lugar, hasta qué punto hay que mantener con dinero público, el de todos, comportamientos irresponsables como los de este estudiante. Es decir, pregunto si no habría que poner algún límite a estos abusos que podrían pasarse si de un cliente de pago se tratara. Pero en una universidad pública, esta gente ocupa un lugar que podría haber aprovechado otro estudiante. Además, y con decisiones argumentadas demagógicamente, en los últimos años más bien se han eliminado los pocos controles que quedaban, como la limitación real de convocatorias. No me interesa tanto el caso particular como la situación general, que podría ilustrarse mejor si cabe con ejemplos tomados del sistema sanitario. ¿Cómo evitar los abusos en los servicios públicos? ¿Cómo actuar si, ante simples propuestas razonables como el cobro de una cuota simbólica de un euro por acto médico, se levanta tanto polvo para evitar así que se tome en consideración?

De manera más general, en segundo lugar, me pregunto hasta cuándo el sistema público se podrá permitir ésta y tantas otras alegrías presupuestarias. En los últimos años, el crecimiento económico ha ofrecido un incremento suficiente de los ingresos públicos como para poder demorar el abordar la cuestión de la eficiencia de nuestra Administración pública. Pero en cuanto el crecimiento ceda, el problema puede ser dramático si a los funcionarios se nos piden cuentas concretas sobre los sistemas de organización que nos rigen y que deberían asegurar niveles aceptables de productividad. Ahora mismo la situación ya me parece grave y en muchos casos es de verdadero despilfarro. Al margen de otras consideraciones sobre las limitaciones de financiación debidas a una redistribución territorial injusta, lo cierto es que cabría un uso mucho más racional de los recursos públicos existentes. La actual distribución se considera inamovible y parece que sólo sea posible modificar los criterios incrementando unas partidas más que otras. Pero, por una parte, debería procederse a un cambio más radical de prioridades en el gasto público para atender lo que es realmente urgente. Es decir, debería ser habitual que en los programas electorales se nos dijera qué dineros se van a sacar de qué partidas para trasladarlas a otras, como pasa en algunos países donde se practica una política mucho más transparente, con una mayor posibilidad de control público y, en consecuencia, favoreciendo una cultura algo más responsable. Por otra parte, la Administración pública debería someterse a sistemas de control eficaces hasta reducir al mínimo el despilfarro que se produce por causa, especialmente, de la baja productividad por mala organización, de los sistemas de contratación que no aseguran la adecuación del personal al puesto de trabajo o de la falta de incentivos profesionales.

El buen clima económico del país en los últimos años puede dar a entender, equivocadamente, que estamos en mejor línea que los que ahora pasan problemas, como Francia o Alemania.

En realidad, podría ser que este clima fuera un aviso de lo contrario: de lo que aún está por llegar. De manera que, desde mi punto de vista, lo único que está por ver es si, anticipándose al problema, los gobiernos -en todos los niveles de la Administración- serán capaces de avanzar las soluciones necesarias o si habrá que esperar a que un colapso económico justifique la entrada en escena de damas y caballeros de hierro que apliquen políticas thatcheristas sin contemplaciones para que luego, ya desbrozado el terreno, pueda llegar el bueno de la película y administrar sin estorbos. Y si la cuestión se plantea en el plano de cada Estado, ni que decir tiene que el dilema se repite con más urgencia a nivel europeo, donde con toda razón los británicos no quieren cargar con unas ineficiencias económicas que ellos ya purgaron con precio alto.

Por volver al caso que ha justificado este artículo, la mejor defensa de la sociedad del bienestar a la que deberíamos aspirar debería prever tanto la exclusión efectiva de los que abusan de ella como de sus propias ineficiencias. Pocos días después del incidente con mi estudiante, me dirigí al CAP de mi zona para pedir visita al médico especialista para un control ordinario que el propio médico exige: no había hora hasta el mes de abril del 2006. O sea, diez meses de espera. Permítanme la exageración: poder evitar el abuso de mi presunto estudiante posiblemente reduciría en algunas semanas la espera en el CAP. No sé si alguna vez existieron mecanismos eficaces para la interiorización de una cierta responsabilidad cívica ante lo colectivo que aseguraran la autorregulación del sistema. Pero ahora seguro que no. Ahora, un exceso de confianza puede acabar con un sistema que premia al abusador y castiga al responsable.

lavanguardia, 6-VII-05