ŽEl valor de un suspensoŽ, Francesc de Carreras

Durante los últimos meses el debate público sobre la educación se ha centrado en la conveniencia o no de la nueva asignatura educación para la ciudadanía.

Probablemente, los motivos de tanta controversia provienen del equívoco a que puede inducir su mismo nombre. Muchos sospechan, con alguna razón, que tal denominación puede encerrar más adoctrinamiento que verdadera enseñanza.

Quizás se hubieran podido soslayar estos recelos con un nombre más neutro y acreditado, pongamos por caso introducción al Derecho,entre otros posibles.

Sea como sea, tal denominación tiene, a mi parecer, otro problema: parece indicar que sólo esta asignatura enseña lo que es ser un ciudadano. Sin embargo, las reglas de la convivencia en la escuela, incluidas las del aprendizaje mismo, son ya una buena base para saber lo que es ser un ciudadano. La educación real para la ciudadanía empieza en el mismo parvulario y acaba con la licenciatura. En todas estas fases deben los alumnos ir interiorizando lo que después encontrarán en la vida.

La Vanguardia de anteayer dedicó dos páginas a un tema del máximo interés pedagógico: el suspenso. "¿Qué hacer con el alumnado que tiene más dificultades?", planteaban las autoras de la crónica. Y ofrecían la disyuntiva: "Repetir o no, ésta es la cuestión". Efectivamente, repetir o no equivale a suspender o no.Tras constatar que Catalunya era la comunidad autónoma con menos alumnos repetidores en primaria y secundaria obligatoria (ESO), se ofrecían datos según los cuales en comunidades como Castilla-La Mancha, Extremadura, Murcia o Madrid repiten curso en segundo de ESO entre un 20% y un 24% de alumnos, mientras que en Catalunya los suspensos sólo alcanzan el 5%.

Ante diferencias tan importantes, Mercè Beltran, una de las autoras de la crónica, planteaba la clave de la cuestión: "De lo que se trata es de analizar si repetir favorece al alumno que anda renqueante en algunas asignaturas o si, por el contrario, le va a perjudicar". Ante tal disyuntiva, tanto Francesc Colomé, secretario de Política Educativa de la Generalitat, como Alejandro Tiana, secretario general del Ministerio de Educación, respondían substancialmente lo mismo. Colomé sostenía que repetir o no carece de sentido "si no se toman medidas específicas para reforzar aquello que lleva mal". A Tiana, por su parte, le preocupaba el efecto que en los alumnos tiene repetir curso. Y lo argumentaba diciendo: "Mientras que a algunos el hecho de repetir les irá bien para situar su nivel de madurez en el lugar que les corresponde y se sentirán mucho más cómodos, otros pueden interiorizar que se les ridiculiza, se les aparta de sus compañeros y, por tanto, eso perjudica a su progresión en los estudios".

A mi modo de ver, algo de razón tienen ambos. Es de sentido común que no todos los estudiantes pueden tener idéntico trato y la atención individualizada puede ser necesaria y conveniente. Ahora bien, la filosofía pedagógica que se deduce de las palabras de Colomé y Tiana es más que discutible y choca con la función misma de enseñar. En el fondo, vienen a decir dos cosas: primera, la culpa del retraso no es del alumno sino de la escuela o del sistema educativo; segunda, a los estudiantes no hay que calificarlos según su nivel de conocimientos, sino en relación con su capacidad, de ahí la necesidad del trato especial. Ambas premisas son, a mi parecer, profundamente antipedagógicas, es decir, perjudiciales en la preparación del joven para la vida que le espera.

En primer lugar, trasladar la culpa a la escuela o al sistema exime de responsabilidad individual al alumno y no le educa para una vida en libertad. Un niño y un joven deben saber lo antes posible que son responsables, es decir, libres (o viceversa) y que pueden escoger entre estudiar o no estudiar, aprobar o suspender; que una cosa u otra fundamentalmente depende de ellos. Los niveles de inteligencia entre las personas no son muy dispares, en cambio lo que sí es muy distinto es su grado de voluntad. Y educar a una persona consiste, sobre todo, más aún que en educar su inteligencia, en educar su voluntad. No hacerles responsables de sus actos es no educar su voluntad.

En segundo lugar, que el nivel de exigencia a un alumno dependa de su capacidad parte de un error lógico de planteamiento: presupone que el maestro conoce de antemano la capacidad de su alumno. Si ello fuera así, el proceso educativo sería innecesario. Precisamente, lo que debe hacer un profesor es provocar que el alumno realice el máximo esfuerzo razonable para que sepa cuáles son sus capacidades ya que, por principio, de antemano, el maestro no puede conocerlas: justamente su cometido consiste en que sea el propio alumno el que las llegue a averiguar.

El listón que delimita quien aprueba o suspende no debe establecerlo el alumno sino que debe establecerlo, razonadamente, el maestro, para que el alumno eduque su voluntad en el intento de alcanzar tal listón y descubra por sí mismo hasta dónde puede llegar. Sólo los casos excepcionales, muy excepcionales, deben tener un trato diferenciado, tan diferenciado que escapan a la cuestión de aprobar o suspender.

La vida, en mil cosas, aprueba o suspende. Si la educación en la escuela, además del aprendizaje de las distintas asignaturas, es educación para la vida, también la escuela debe enseñar que se aprueba y se suspende. Un suspenso a tiempo suele ser más formativo que un montón de matrículas de honor.


FRANCESC DE CARRERAS, catedrático de Derecho Constitucional de la UAB, lavanguardia, 16-VIII-07.