´Catalunya busca relato´, Francesc-Marc Álvaro

Vacío de proyectos, de estrategias y de liderazgos, ya lo hemos escrito y lo repetimos. En definitiva, vacío de política, que es la máquina de la ilusión colectiva y transformadora. La ilusión sin política es mera antesala de la frustración. Hablamos de vacío para definir esta crisis catalana que nadie sabe exactamente cómo afrontar. Mañana se cumplen treinta años de la gran manifestación de la Diada de 1977, considerada la más concurrida de la historia de Catalunya, ya fueran un milió de segadors o 800.000 los que marcharon bajo el conocido eslogan de "Llibertat, amnistia, Estatut d´Autonomia". Allí estuvieron todos, hasta los menos politizados, incluso muchos de los anestesiados por décadas de dictadura. La sociedad intuyó que estaba pasando algo grande. Y Madrid entendió el mensaje, aunque luego nos coló - y nosotros nos dejamos- todas las rebajas. Como siempre.

A pesar de todas las renuncias, de todas las imposturas y de todos los miedos, Catalunya, entonces, tenía un relato y los ciudadanos se sintieron protagonistas de él. No era un relato perfecto y, seguramente, contenía muchas contradicciones, pero era atractivo y ofrecía una ilusión que cohesionaba voluntades. Cuando Jordi Pujol llegó a la presidencia de la Generalitat, en 1980, aprovechó la energía que esa ilusión primigenia había sembrado para crear las bases de la Administración autonómica y el prestigio de su poder reducido. Los socialistas y los comunistas hicieron algo parecido en los Ayuntamientos catalanes, después de los primeros comicios municipales de 1979. Pero todo esto ya es historia. Catalunya, hoy, necesita un nuevo relato.

Desde el Memorial de Greuges, que varios industriales, políticos e intelectuales presentaron al rey Alfonso XII en 1885, hasta hoy, el catalanismo ha ofrecido un relato plausible de ilusión realizable a la sociedad catalana. Un relato que, contrariamente a lo que afirman los detractores del nacionalismo catalán, no ha mirado obsesivamente hacia el pasado ni se ha perdido en ensoñaciones románticas. El catalanismo - incluso en sus formulaciones más conservadoras- ha sido un relato para el futuro, para conquistar el futuro remando en contra de las fuerzas inmovilistas de un Estado que había quedado al margen del progreso europeo. Ahí está Prat de la Riba, una figura que, a principios del siglo XX, sale al encuentro del futuro con más imaginación y tenacidad que recursos. Ningún otro relato ha resistido con tanta fuerza el paso del tiempo.

Mientras las ideologías tradicionales, a derecha e izquierda, se han visto barridas o fuertemente cuestionadas por la mutación de todos los parámetros sociales, culturales, políticos y económicos, el catalanismo o nacionalismo catalán (que es lo mismo, si nos atenemos a la historiografía más seria) ha demostrado una capacidad de resistencia importante. Soportando, incluso, las décadas de clandestinidad bajo el franquismo.

El objetivo primordial del catalanismo no era fabricar catalanistas cada vez más enardecidos y cada vez más solos y puros. La misión básica era otra y doble: mantener la diferencia de Catalunya como nación con personalidad propia y lograr el máximo progreso de los catalanes. Por eso el relato tuvo éxito también entre los que nunca se definieron como catalanistas. Políticos a fuer de sentimentales, racionales a fuer de demócratas, los padres del catalanismo político siempre pensaron en la gente más que en las esencias. Derechas e izquierdas, monárquicos o republicanos, todos los que se reclamaban catalanistas hablaban de eso que muchos denominan país real.Por eso el catalanismo creció y logró representar una voluntad mayoritaria. El éxito de la Lliga y de ERC, antes de la Guerra Civil, parte de este diálogo con la realidad. El éxito de CiU, en los años ochenta, también. Cuando hoy alguien inventa el patriotismo social pronuncia un pleonasmo y descubre la sopa de ajo.

Para conseguir sus objetivos, el nacionalismo catalán emprendió dos caminos paralelos y complementarios: la reclamación constante de los derechos del autogobierno y la participación activa en la modernización de España, tomando por axiomático que lo segundo siempre iría en favor de lo primero. A partir de la transición democrática y tras los años de regeneracionismo del PSOE al frente del Gobierno central, descubrimos la evidencia de una España nueva que, inserida en Europa, ya no necesitaba a los catalanes para conseguir el pase a la modernidad. Esto marca la primera crisis del catalanismo actual, pero el fenómeno queda disimulado cuando Pujol es llamado a apuntalar la etapa final de González y la etapa inicial de Aznar. La segunda crisis del catalanismo la generamos internamente con el malhadado debate del nuevo Estatut, que nace para enterrar la política del regateo o peix al cove y - ¡de paso!- impulsar una España más plural en la que quepa una autonomía casi confederal. Mayor ingenuidad no era posible. A partir de la discusión del nuevo Estatut, el catalanismo se convierte en un relato confuso, torpe, inverosímil e incapaz de despertar ilusión. Los problemas posteriores en Renfe, en el suministro eléctrico y en las inversiones en infraestructuras añaden enfado y desamparo al cansancio de la sociedad ante cualquier relato, incluido el del catalanismo, que no se salva del descrédito general de la política.

Tenemos escrito desde hace tiempo - desde los grises años finales de Pujol en el Govern- que el nacionalismo o catalanismo debe redefinirse. Ahora esto es urgente e imprescindible. Lo malo de tal encargo es que será tan complicado como tejer un delicado tapiz en medio de un incendio. Pero hay que hacerlo. La sociedad catalana busca un relato nuevo y el catalanismo, como hizo desde finales del siglo XIX, debe ofrecerlo. ¿Le llamaremos soberanismo? Tal vez. El nombre no es lo más importante. Pero algo sí está claro: lo que surja no deben ser fuegos artificiales de los que nos estallan en las manos, de esto ya tenemos demasiado. Lo que acabe fraguando debe contener las dosis suficientes de ambición, energía y credibilidad para contagiar ilusión a una gran mayoría de ciudadanos, no sólo a unos pocos; debe ser inclusivo y nunca excluyente, debe sumar. Y no debe basarse únicamente en el enfado acumulado, sino en la voluntad de construir algo mejor. No hay que tener miedo - si ésa es la propuesta- a un cambio pacífico y democrático del statu quo de Catalunya, pero es necesario evitar el precipicio, conjurar el verbalismo fanático y no errar en el manejo de los tiempos, la clave de cualquier política seria. Y, sobre todo, hace falta que alguien asuma el papel de líder para este nuevo relato, alguien que lo explique y lo aplique con tanta pasión como inteligencia, con tanto cálculo como generosidad. Con tanta audacia como responsabilidad.

lavanguardia, 10-IX-07.