´Peligro al volante´, Clara Sanchis Mira

Lo reconozco, soy un peligro al volante. Yo fui L a matricularme a la autoescuela más cercana con la mejor intención, realmente quería aprender a conducir. Me dieron el librito y una chica nos explicó los trucos más rápidos y eficaces para resolver los test con sus opciones A, B y C. Nunca relacioné nada de lo que allí se hacía con el hecho de la conducción, sino con una cuestión de lógica idiota que fui pillando con rapidez. Aprendimos a descubrir las preguntas con trampa y las respuestas con truco, y aprobé el examen a la primera en plan sopa de letras, lo que ha hecho que confunda la mayoría de las señales, me líe con las indicaciones y no tenga ni remota idea de lo que ocurre en el motor de un coche ni cuando se para ni cuando se pone en marcha.

Para las clases prácticas me tocó un profesor gordo que era el propietario de la autoescuela. Teniendo en cuenta el dineral que costaba cada clase, nuestros intereses estaban encontrados, aunque confluyeran en el resultado final. Ni él me quería enseñar, ni yo realmente quería aprender. Mi objetivo era acabar con aquel chorreo de dinero cuanto antes, y el suyo que yo aprobara lo más tarde posible. Tardó tres clases en explicarme, por ejemplo, que tenía que soltar el embrague para pisar el acelerador, y no hace falta decir el efecto que producía en mi autoestima - tan necesaria para todo- el humillante crujido que sonaba cada vez que cambiaba de marcha. Otras clases nos las pasábamos haciendo recados, íbamos a casa de su madre o a hacer unas fotocopias. Tal era mi sensación de torpeza que no me atrevía a protestar. En definitiva, él me dejaba sola con el trago de conducir aquella máquina, expandiendo sobre mi cabeza su desprecio silencioso. Lo único que parecía importarle eran los desperfectos que podía ocasionar a su vehículo, y supongo que por eso sudaba tanto. Aferrada al volante, pensaba que lo de la conducción debe de ser una cosa que viene como de nacimiento, que no se enseña.

Pasadas un número interminable de clases mudas en descampados, salimos a circular. Ni conseguí ver nada fiable en los espejitos, ni entendí lo que había que hacer en las rotondas, ni el asunto misterioso de las preferencias, ni muchísimo menos las incorporaciones en autopistas que me parecen una cosa como de tirarse a lo loco y a ver si hay suerte. Paso mucho miedo en las incorporaciones e incluso me tiemblan las piernas. Y desde luego aparco de oído y pido disculpas por los desperfectos que he podido ocasionar. A mí no me importa llevar el coche siempre abollado y lleno de rozaduras, me conformo con estar viva y con que estén vivos los demás.

Sí aprendí, muy bien, a disimular. Aprobé el examen práctico a la tercera a base de mantener el tipo y aparentar seguridad con los hombros relajados, fingiendo mirar con soltura aquí y allá, incluso con una ligera sonrisa en los labios. Aprobé el examen porque hice una buena interpretación. Pareció que sabía lo que hacía, que veía a los peatones y a los coches con los que me cruzaba, las señales y los semáforos. Pero yo no veía nada, sólo intentaba recordar la marcha que acababa de poner, y rezaba para que no pasara ningún coche por el carril al que me tuviese que incorporar. Ahora circulo por ahí y pongo mi mejor intención. Puede que parezca que conduzco. Yo sé que estoy fingiendo. Pero si voy despacio, los jaguares del volante me pitan y me insultan, y no me queda más remedio que pisar el acelerador. Me pregunto, perdida, con las cifras de siniestros de tráfico entre las manos, si no habría que revisar también la cosa de las autoescuelas. Su financiación, para empezar, tan fatídicamente unida a la calidad de la enseñanza.

lavanguardia, 5-X-07.