īDe aplausos y aplausillosī, Ramon Solsona

Hoy se aplaude en los entierros, se aplaude en mitad de una ceremonia religiosa, se aplauden los lloros obscenos de la telebasura, los cantantes aplauden al público que les aplaude y los políticos se aplauden a sí mismos con la excusa de aplaudir a los suyos. Los jefes de claque son hoy los regidores de televisión, que indican al público en qué momento de un programa debe aplaudir. Da lo mismo que sea la respuesta de un concurso bobo o la confesión de un crimen. Todo es aplaudible.

En los estadios se aplaude porque lo exige la propia cultura futbolística. Si fueran catedrales del silencio como lo son las pistas de tenis, el fútbol no sería un deporte mayoritario. En un campo de fútbol es inimaginable aquella suspensión del tiempo que se da raramente en un teatro o en un concierto, cuando el público llega a tal grado de arrobo que deja transcurrir uno o dos segundos antes de que restallen los primeros aplausos. El brevísimo silencio que sucede a una levitación colectiva es mejor recompensa que la ovación misma.

En un estadio, el silencio absoluto sería también la justa correspondencia a las jugadas antológicas. Pero la gente va a soltarse. Se enfada, grita, protesta, se tira de los pelos y aplaude cuando lo exige una ley no escrita que cada vez tiene más artículos. La banalización general del aplauso lleva a muchos aplausos menores, aplausillos secundarios que convierten los partidos en un rosario de aplausos amorfos, irrelevantes. Esta propensión se ha trasladado al césped. Los jugadores se aplauden entre sí por cualquier cosa. Sobre todo cuando fallan. Es ya preceptivo que un pase largo mal orientado sea aplaudido por el destinatario. Messi y Henry, por ejemplo, se hartan de aplaudir a los compañeros que les mandan balones inalcanzables. Pueden pasarse partidos enteros aplaudiendo sin rascar bola, porque los aplausillos entre jugadores se han convertido en simples tics. Después de una intervención providencial, los porteros también aplauden, aunque no se sabe a quién o a qué. Posiblemente los golpes sordos que dan con sus guantes de talla superextra sólo son descargas de adrenalina. ÀLEX GARCIA Los jugadores se aplauden mutuamente cuando uno sustituye a otro. Se aplauden, se tocan, se dan palmadas, se abrazan y, de momento, no llegan a besarse en la boca. Hay que reconocer, sin embargo, que la sustitución es una encrucijada decisiva para el desarrollo de un encuentro. Se compone de varios momentos y cada uno lleva aparejada una liturgia que sólo es comprensible a los iniciados, porque en un solo minuto la grada emite veredictos distintos para tres protagonistas: el entrenador que ordena el cambio, el jugador que deja el campo y el suplente que entra.

Me falta comentar un aplauso, el que ha motivado estas consideraciones, el del público hacia sí mismo. Ocurrió el sábado por la noche durante el partido entre el Alavés y el Eibar. Una valla del estadio no aguantó el peso de una avalancha humana y unos cuantos aficionados cayeron al foso. Las imágenes de televisión mostraron la evacuación de la docena de heridos en camilla. Por suerte fueron pocos y de escasa gravedad, pero lo más llamativo es que fueron despedidos entre ovaciones. Habían acudido a Mendizorroza a aplaudir a los suyos y salieron aclamados sin habérselo propuesto. Quién les iba a decir que cayendo al foso alcanzarían la gloria. Tan importante es que uno tenga quien le llore cuando falte como tener en vida quien le aplauda. Todo el mundo aspira a un minuto de oro y hay que estar preparado para disfrutarlo cuando se presente, aunque sea a lomos de una camilla y camino del hospital. Pero si algún espectador hubiera muerto en el absurdo accidente, habría gozado en su entierro de una ovación todavía más atronadora.

lavanguardia, 8-XI-07.