"Dinero y política", J.M. Hernández Puértolas

La acusación de que “todos los políticos son unos ladrones” ya debió ser proferida en la Atenas de Pericles, pero, pronunciada en países de escasa tradición democrática, reviste características un tanto inquietantes. Porque, siendo evidente que la democracia no garantiza la honradez de los dirigentes, es asimismo innegable que la dictadura es prácticamente sinónimo de corrupción. Obviamente, la inexistencia de un poder judicial independiente, consustancial a los regímenes dictatoriales, hace imposible que se persigan los delitos de corrupción cometidos por los que detentan el poder.

Sin embargo, hay que admitir que la situación es francamente preocupante. Los tres últimos presidentes de Francia, Giscard d'Estaing, Mitterrand y Chirac, ven manchadas sus biografías por episodios de impropiedades financieras. El padre de la reunificación alemana y principal artífice del nacimiento del euro, Helmut Kohl, finalizó su gloriosa carrera política bajo la sombra de la financiación ilegal. El caso de Italia es especialmente lacerante, porque el ascenso al poder de un personaje de la catadura de Silvio Berlusconi sólo es concebible en el contexto de la voladura incontrolada del sistema político que le precedió. A su vez, dicha voladura fue propiciada por la actuación de unos jueces probablemente politizados, pero a los que la podredumbre del sistema les sirvió la “vendetta” en bandeja de plata.

El mundo anglosajón quizá no presenta casos tan flagrantes, pero Estados Unidos no es ciertamente un ejemplo que imitar. Escándalos ha habido muchos, pero también condenas ejemplares. Un vicepresidente, Spiro Agnew, tuvo que dimitir tras haberse probado que había sido sobornado a lo largo prácticamente de la totalidad de su carrera política. Pero lo más llamativo son los conflictos de interés. El actual vicepresidente, Dick Cheney, sigue cobrando una pensión diferida de la empresa que dirigió, Halliburton, a su vez adjudicataria de importantes contratos en el Iraq post-Saddam.

La inmensa mayoría de los casos de corrupción está relacionada con las prácticas irregulares en la financiación de las campañas electorales. De alguna manera, ésa es la gran asignatura pendiente de todas las democracias avanzadas. Con financiación privada o pública, casi ningún mecanismo ha podido evitar los escándalos. La relación entre la promoción y divulgación de los programas electorales entre los ciudadanos y la libertad de expresión, más el decisivo impacto de la televisión, ha hecho que todas las regulaciones sean insuficientes.

De nuevo Estados Unidos demuestra que la realidad desborda cualquier regulación. A raíz de los abusos que rodearon la financiación de la campaña de reelección de Richard Nixon en 1972 se diseñó un sistema híbrido, mediante el que el gobierno federal cofinanciaría las campañas presidenciales, aportando, con ciertos límites y condiciones, un dólar por cada dólar recaudado privadamente por los candidatos.

El sistema siempre dejó la puerta abierta a la autofinanciación, por aquello de la libertad de expresión, y el mecanismo se ha ido desvirtuando hasta el punto de que en la actual campaña electoral tres de los candidatos más importantes –el presidente Bush, el senador Kerry y el ex gobernador Dean– han decidido prescindir de la financiación pública. En cuanto a Japón y Europa continental, mejor correr un tupido velo.

lavanguardia, Juan M. Hernández Puértolas, 9-II-04