"Las lenguas de aquí", A.M. Espadaler

El sábado pasado me tomé la libertad de plantearles la curiosa circunstancia, a mi entender muy llamativa, de que después de más de veinte años de conflicto ininterrumpido con el Islam, nuestro conocimiento pasivo de la lengua árabe –o sea, como simple resultado de la mera aparición en los medios de comunicación– fuera tan escaso. Quisiera hoy insistir en la misma idea, pero sin salir de España. Soy de la opinión de que desde que se implantó el aprendizaje del inglés se vive en España una situación lingüística muy peculiar. Antes uno aprendía la lengua de unos vecinos inmediatos, los franceses. Ahora bien, los límites lingüísticos de España deberían haber provocado también interés entre los responsables de los planes educativos por el portugués, el árabe, el francés, y el catalán, si nos referimos a los estados en contacto geográfico, pues hay que contar con Andorra. No obstante, la introducción en el bachillerato del inglés ha creado unas generaciones que desconocen por completo las lenguas del vecindario, mientras el inglés va como va.

Eso que ya resulta raro y extravagante lo es más si tenemos en cuenta que en España se hablan unas cuantas lenguas, y que después de no sé cuántos años de democracia y de Constitución –¡lo más sagrado hasta para los obispos!– su conocimiento interterritorial no ha prosperado lo más mínimo. Y no pretendo referirme a los estudiosos, sino a lo que es posible de obtener a través de los medios de comunicación y sin hacer grandes proezas. Me asiste la sospecha de que una persona que ve los telediarios en Cuenca sabe ahora de catalán lo mismo que aprendió bajo el franquismo. Quiero decir que conoce la palabra mágica “seny”, sabe lo de “la pela és la pela” (y continúa ignorando olímpicamente que el verbo lleva acento) y sigue tan pancho sin enterarse de nada más. Uno que lee los periódicos en Granollers no ha aprendido de euskera más que las palabras del conflicto: “kale borroka”, “presoak kalera”, “zulo”, “ez”, “bai”, y pare usted de contar. De bable nada de nada, por más que la “Historia universal de Paniceiros” bien merecería el esfuerzo (pequeñísimo, la verdad sea dicha).

El caso del gallego es espectacular. ¿Qué se ha aprendido de gallego, en Bélmez, en Estella o en Sants, delante del televisor, en estos últimos 30 años? Rosalía estaba en los programas de bachillerato del franquismo, pero se aprecia con sorpresa que los que hablan en gallego son subtitulados en TVE, es decir, que son tratados como si acabaran de caerse de la luna, cuando a estas alturas de la película debería tenerse por analfabeto rotundo al que no fuera capaz de seguir la explicación de un mariscador o de un abogado en lengua gallega. Comprendo que uno lea traducido a su lengua la literatura –o con multitud de ayudas a pie de página– o que prefiera el cine doblado para mayor comodidad. Lo que ya no es tan comprensible es que no sólo no se llegue a un nivel elemental, sino que se esté satisfecho de seguir en la ignorancia como si tal cosa, y no se sienta como una pérdida enorme no haber podido aprender nada sin moverse de la butaca y sin el engorro de diccionarios ni gramáticas. Todo eso produce la impresión de que aquí estamos unos cuantos y que todavía no hemos sido presentados. Sin embargo, el chiquitistaní lo conocen hasta los monaguillos, y el más torpe dice “cómor” y “fistro” y “te dah cuén” y otras garrulerías y se tiene por muy cultivado. Que nadie se extrañe si hasta aquí hemos llegado.

lavanguardia, Anton Maria espadaler, 15-V-2004