"Embriones", Ramón Valls

Ramón Valls, profesor de Filosofía.

Desde antes del Renacimiento las universidades y las sociedades científicas dejaron asentada la libertad de investigación esquivando las censuras teológicas y morales. Partiendo de que el conocimiento es un bien en sí mismo, y porque las observaciones empíricas de la época no alteraban la naturaleza, las dificultades éticas contra los experimentos peligrosos se resolvían mediante la distinción usual entre el conocimiento mismo y su aplicación. Así se hizo aún en el siglo XX a propósito de los peligros de la energía atómica. Tales peligros, se dijo, pueden evitarse con medidas técnicas de seguridad y absteniéndose de aplicaciones bélicas.

Ahora este planteamiento no basta. Desde que las ciencias biológicas accedieron a niveles subcelulares, se vio en seguida que la frontera entre conocimiento y aplicación práctica no es siempre totalmente nítida. Las esperanzas de curar ciertas enfermedades graves (diabetes, parkinson, alzheimer, etcétera) descansan en efecto sobre experimentos con células madre que obligan a incidir prácticamente sobre ellas; intervención que las modifica y puede acarrear consecuencias imposibles de prever. Sin embargo, dado que tales experimentos se emprenden no tanto para adquirir nuevos conocimientos desinteresados sino más bien por su utilidad, una ponderación responsable de riesgos y ventajas permite soslayar los peligros. La experimentación con embriones sobrantes de la fecundación asistida así lo demuestra. Es una práctica socialmente aceptada y entre nosotros legal.

Dado, pues, que nadie se atreve a negar la libertad de investigación, los científicos resultan beneficiarios de cierta presunción de inocencia. Para limitar su libertad no vale decir en general que eso es muy peligroso, sino que se deben concretar los peligros reales y demostrar que son muy superiores a las ventajas que honradamente se esperan de los experimentos. La carga de la prueba, en una palabra, recae sobre quien pide restringir la libertad.

Estando así las cosas, los padres de niños afectados por algunas dolencias que podrían curarse mediante un trasplante han pedido ahora con carácter urgente que se les permita engendrar otro hijo seleccionando previamente el embrión. De esta manera se obtendrían tejidos o células trasplantables al hermano enfermo sin riesgo de rechazo. La posibilidad técnica de lo que se pide está ahí. En otros lugares del mundo no se ponen objeciones. Pero aquí se dice y repite que existen dificultades éticas para esa práctica porque los objetantes dan por sabido que un embrión es un individuo humano. Como sea que la selección del embrión adecuado implicaría la destrucción de otros, creen ellos que esta práctica equivaldría al asesinato de un inocente.

Es una creencia, no un saber, que se formula como escrúpulo ético. Aunque no lo dicen, suponen en el embrión la existencia de un alma inmaterial que no poseen los animales. Esta creencia no se comparte hoy por amplios sectores de nuestra sociedad. Además, la mayor parte de la filosofía occidental, por lo menos desde el siglo XVIII, se desprendió de esa alma-cosa y de sus raíces teológicas. Hoy la creencia de que un alma así es lo que origina un individuo humano en el momento mismo en que un espermatozoide se une a un óvulo no se puede esgrimir para limitar la libertad de seleccionar un embrión con fines terapéuticos. Aquellos padres piden tan sólo una norma legal meramente permisiva. No obligaría a nadie, por tanto, a llevar a cabo esa práctica ni a beneficiarse de ella. Digan por tanto los creyentes a su médico que no les aplique ningún remedio procedente de tales investigaciones y lleven en el bolsillo un escrito en el mismo sentido. Salvarán así su conciencia de haberse hecho cómplices de asesinato.

lavanguardia, 12-VII-2004