Cáucaso Norte / Chechenia, varios

-Incursión en el bastión caucásico de Moscú, Rafael Poch.

-La venganza del osetio, Rafael Poch.

-Es hora de preocuparse por el Cáucaso Norte, Thomas de Waal.

-Requiem por Grozni, Julio Fuentes.

-Ricardo Ortega y la dignidad de la información, Juan Goytisolo.

-Chechenia, o el fracaso de la democracia ‘zarista’, Rafael Poch.

-Crónica de los sucesos de Beslán por una periodista rusa a la que los servicios secretos rusos trataron de envenenar, Anna Politkovskaya.


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Incursión en el bastión caucásico de Moscú
LV, 3-IX-2004.

Rafael Poch fue corresponsal de La Vanguardia en Moscú durante 14 años; desde el año 2002 desempeña ese puesto en Pekín.

El conflicto de Chechenia se transmite de generación en generación, pero ya no queda lugar para la épica.

La gran toma de rehenes de Osetia del Norte nos devuelve a las imágenes de Budionnovsk de junio de 1995, cuando Shamil Basaiev y sus lugartenientes Aslambek Ismailov, de Argin, y Aslambek Abduljadzhiev, de Shali, tomaron el hospital de aquella localidad de la región meridional rusa de Stavropol. Como aquello, lo de hoy es un nabeg, una razzia de represalia, como las que los chechenos realizaban en el siglo XIX contra sus vecinos y enemigos para robarles caballos y hacerse con prisioneros canjeables, en la época en la que Rusia ya practicaba contra ellos lo que ahora definiríamos como una guerra total.

Que en lugar de caballos haya niños de por medio dice mucho sobre el dramatismo y la crueldad que siguen imperando, un siglo después, en la complicada y castigada región. Pero no es necesario ir tan lejos. La sociedad chechena está en ruinas, como su capital, Grozny, a causa de aquella guerra nefasta, evitable y hoy todavía inconclusa, iniciada en 1994. Bajo la desastrosa batuta de una calamidad humana que lleva el título de Primer presidente de Rusia, la sociedad chechena se desmorona. Muy poco queda hoy de sus instituciones y códigos morales tradicionales. Incluso si lo hiciera muy bien, lo que no es el caso, la Rusia de Putin lo tendría muy difícil allá.

Entonces, en Budionnovsk, se capturaron casi un millar de rehenes entre los enfermos allí ingresados, incluidas madres parturientas y criaturas recién nacidas. Costaba imaginar algo más mezquino. Ismailov y Abduljadzhiev explicaron tres años más tarde que aquella había sido una acción prácticamente improvisada en sus formas. Se atacó Budionnovsk porque la caravana de autobuses y camiones en la que viajaba el comando fue detectada allá, se tomó un hospital como se podría haber tomado una iglesia. Lo que estaba claro desde el inicio era el propósito: iban a por todas. El programa mínimo era forzar la retirada de las tropas rusas, darle un giro a la situación. Morir importaba poco. El macrosecuestro salió bien. Moscú aceptó de palabra las condiciones del comando; dejó que los guerrilleros secuestradores regresaran a las montañas con parte de los rehenes, posteriormente liberados; se estableció un frágil alto el fuego y se abrió un marco negociador.

Todo aquello ocurrió debido a una constelación de factores de difícil repetición hoy, pero el modus operandi puede haber sido parecido en esta ocasión. En el tablero caucásico, la república de Osetia, con mayoría de población cristiana-ortodoxa y una tradición de rusofilia, ha sido siempre el peón seguro de Moscú en la región. La aristocracia osetina fue tempranamente integrada en el sistema imperial ruso y con Stalin los osetinos no fueron deportados en masa a Asia Central, como fue el caso de chechenos, ingushes, kabardos y otros.

Osetia del Norte mantiene una antigua y viva animosidad con los ingushes, los parientes étnicos más próximos de los chechenos, a causa de un pleito territorial vinculado a las deportaciones estalinistas. Osetia absorbió un distrito ingush y, ante las reclamaciones de éstos para que se restableciera la justicia, Moscú no dudó en ponerse de parte de los osetinos en 1992, dando carpetazo al asunto. El actual presidente de Osetia del Norte fue miembro del último politburó del PCUS, algo inimaginable para otros pueblos castigados del Cáucaso. Están también las recientes elecciones presidenciales chechenas, con las que Putin busca restablecer un inicio de autogobierno en el territorio. Lo que queda de la guerrilla chechena quiere demostrar que los avances en materia de normalización son ilusorios.

Todas estas son razones en el intento de buscarle una lógica al actual secuestro. Pero, como en el caso de Budionnovsk, su escenario puede también haber sido resultado de la improvisación y de la oportunidad: es más fácil atacar un territorio próximo al foco guerrillero del Cáucaso, como es Osetia del Norte, que cualquier ciudad de Rusia.

El actual objetivo aún supera lo de 1995 por lo ruín y lo sentido de la emoción que suscita. Si hay algo que verdaderamente toca la fibra sensible en Rusia es el destino de los niños. Y lo que seguramente es común a 1995 es el propósito, la voluntad por parte de los secuestradores de darle un vuelco a una situación desesperada, y la determinación de que morir en el empeño es algo secundario.

Por ruín que fuera vista su acción desde fuera en 1995, sus autores sabían que se harían un lugar en la épica chechena. En busca del mismo heroico prestigio, surgieron en Chechenia nuevos émulos como el desequilibrado Salman Raduiev, protagonista de sonadas y desastrosas tomas de rehenes en Dagestán. Hoy las cosas se han podrido tanto que ya no se sabe ni siquiera si hay lugar para la lírica nacional en ese cáncer.

De los tres jefes de Budionnovsk, Ismailov murió durante la épica retirada de Grozny de enero del 2000, cuando los guerrilleros avanzaban por los campos minados nevados, con los comandantes abriendo camino para dar ejemplo. Allí perdió el extremo de una pierna el propio Basaiev (la acción de Osetia del Norte lleva su sello). De Abduljadzhiev se ha perdido la pista.

Los años pasan y las cosas no mejoran en Chechenia. Estamos ante un conflicto podrido que, como el palestino, se transmite con las generaciones.
La venganza del osetino

Rafael Poch, LV, 6-IX-2004.

El 26 de febrero llamaron a la puerta de la casa de Peter Nielsen, 36 años de edad, de profesión controlador aéreo, padre de tres hijos, domiciliado en la localidad de Kloten, cerca de Zurich. Sin mediar palabra, Vitali Kaloyev, 48 años, natural de Vladikavkaz, República de Osetia del Norte (Rusia), de profesión ingeniero, le clavó un cuchillo con una hoja de catorce centímetros en el corazón. Nielsen murió inmediatamente.

Diecinueve meses antes, el uno de julio de 2002, Kaloyev se encontraba en el aeropuerto de Barcelona. Esperaba la llegada de un vuelo chárter procedente de Moscú, cargado de niños de Bashkiria y del Cáucaso del Norte, algunos acompañados por sus padres, que se dirigían a la costa catalana a pasar sus vacaciones. Kaloyev, que llevaba un año trabajando en Barcelona, esperaba a toda su familia; su mujer Svetlana, su hijo de diez años, Konstantin, y la pequeña Diana, de cuatro años, todos ellos residentes en Vladikavkaz. El avión no llegó nunca. A la altura del Lago Constanza, colisionó con un Boeing de la compañía de correo internacional “DHL”.

Murieron todos. Un fallo del control aéreo, que dio instrucciones erróneas a los pilotos sobre altura de vuelos. Peter Nielsen estaba a cargo del control en el aeropuerto más próximo (Zurich) en aquel instante. Dicen que su compañero de turno había salido un momento a tomar un café. Murieron 71 personas, la mayoría niños.

Kaloyev tomó el primer avión para Zurich, se peleó con la policía suiza y al final logró entrar en la zona del desastre. Paseó tres días por aquel espantoso escenario, repleto de maletas reventadas, metal, cuerpos calcinados y trozos de carne. Él mismo localizó el cuerpo de su hija, milagrosamente intacto, sobre la copa de un manzano...

Durante dieciocho meses, Kaloyev vivió obsesionado por la muerte de su familia. En el excelente reportaje que Tomas Avenarius publicó sobre este drama en el “TagesAnzeiger”, se explica cómo el hombre vivía rodeado de los recuerdos, fotos y objetos de sus tres seres queridos en su residencia de Vladikavkaz; los perfumes de su mujer, los juguetes de Konstantin, las muñecas de Diana... Las fotos de los niños estaban puestas sobre sus camas.

Enfrente de su propio lecho Kaloyev había dispuesto una foto ampliada de los tres, con la que se enfrentaba cada mañana al despertarse. Cada día visitaba el cementerio. En la tumba nunca faltaban flores.

En Zurich el proceso se eternizaba. Kaloyev y su clan familiar, simplemente no entendían cómo era posible que el controlador ni siquiera fuese despedido. El hombre se dejó la barba, un signo externo de duelo pero también de venganza. Y así llegamos a febrero del 2004.

”Cuando el estado no hace nada, un hombre debe tomar las decisiones por su mano, nosotros los caucásicos solucionamos estas cosas a nuestra manera”, decía el jefe del clan, Konstantin Kaloyev. Todos en la región entendieron la situación y el drama resultante. “Si por lo menos el controlador hubiera asistido al entierro de su familia, si hubiera pedido perdón de rodillas, no habría pasado nada, Kaloyev y los suyos le habrían perdonado”, pero, “la familia es sagrada, un hombre debe protegerla, nuestra sociedad no le condenará por su conducta pues actuó con honor”, le dijo a Avenarius el etnólogo caucásico, Elbruz Zatsayev.

Hoy, en Beslán, la localidad osetina escenario de la pavorosa carnicería del viernes, 400 cadáveres reclaman la misma venganza de sangre. Debe haber decenas de padres de familia y parientes en un estado parecido al de Vitali Kaloyev, que cumple condena en una prisión suiza por el asesinato de un controlador aéreo que nunca oyó hablar de la tradición de la “vendetta” caucásica.

Su sentido último, explican los etnólogos, es convertir la ofensa y la agresión en algo extremadamente peligroso para quien la practica, pues sabe que los parientes del agredido, muerto u ofendido, irán a por él y sus descendientes.

Un proverbio checheno ilustra el sentido de esa tradición al afirmar que, "la herida del Kinyal" (el puñal caucásico) la cura el médico, pero la herida de la palabra, solo la cura el "kinyal". La mentalidad en Osetia no es muy diferente.

El "kinyal" formaba parte del atuendo tradicional del caucasiano hasta hace poco. Su lugar lo ocupan hoy el “kalashnikov”, el lanzagranadas y la pistola. Un hombre sin "kinyal" era un hombre desnudo. Como en Sicilia, en Afganistán, entre los pashtunes, y en tantas otras sociedades tradicionales, la "venganza de sangre" contiene todo un código capaz de complicar la vida a generaciones.

Naturalmente, sería absurdo reducir a una cuestión de mera venganza de sangre los conflictos del Cáucaso del Norte, con el checheno en el centro, pero esa es la tradición. Y aun complica más las cosas de este conflicto que se transmitirá con las generaciones.

La destrucción, en los noventa, de la sociedad soviética, una sociedad tradicional relativamente amoldada a las condiciones locales, provocó dramáticas rupturas en el Caúcaso, de las que la revolución chechena y las posteriores guerras fueron parcial consecuencia. Cuanto menos estado y organización social moderna quedan, más lugar deja el caos a la tradición.

Beslán no será solo factor de futuras venganzas de parte de los familiares de los muertos. Lo que hay que entender es que también es, en gran parte, resultado y consecuencia de anteriores sangres. Los suicidas desesperados que aparecen en Chechenia, en aviones, secuestros, y todo tipo de atentados, son parientes de muertos en las guerras del Presidente Yeltsin, que Putín heredó. La analogía histórica menos inexacta del conflicto checheno se encuentra en nuestros protectorados de África y en la guerra de Francia en Argelia, de una crueldad extrema, que envenenaron la política en las metrópolis de la misma forma en que envenenan hoy las cosas en Moscú.
Es hora de preocuparse por el Cáucaso Norte

Thomas de Waal, responsable del Cáucaso del Instituto para la Información sobre la Guerra y la Paz, Londres (www.iwpr.net)
LV, 8-IX-2004.


La espantosa conmoción de Beslán perdurará durante mucho tiempo, pero las consecuencias locales no han hecho sino comenzar. Es hora de empezar a prestar seriamente atención al Cáucaso septentrional.

Un pequeño motivo de esperanza a lo largo de toda la década de conflicto checheno ha sido que el resto de esta compleja región multiétnica no se viera arrastrada en el torbellino. Ni siquiera la incursión del guerrillero checheno Shamil Basaiev en Daguestán en 1999 logró desestabilizar la región, como había esperado el propio Basaiev (y quienes planearan además el ataque).

Las cosas han cambiado. El torbellino ya había empezado a extenderse antes incluso de que Beslan y la crisis de los rehenes empeorara mucho más la situación. No es ésta una zona feliz del planeta. Es pobre, musulmana en su mayor parte y cada vez más aislada del resto de Rusia. El desempleo es elevado, sobre todo entre los jóvenes. Los gobernantes locales son autoritarios y corruptos. Aumenta el racismo de los rusos étnicos hacia los norcaucásicos. A lo largo de los últimos cuatro años Moscú ha reforzado los dirigentes afectos a sus intereses, mantenido los subsidios y ayudado a reprimir la disensión, pero con ello no ha hecho más que acumular problemas ocultos. De continuar las actuales tendencias, dentro de una generación gran parte de la región se parecerá más a algunas zonas de Oriente Medio o el norte de África que a Rusia. Y no cabe duda de que el islam radical está encontrando nuevos adeptos entre los jóvenes; sobre todo, en lugares como Kabardino-Balkaria, que a primera vista parecen tranquilos.

Osetia del Norte se ha visto sacudida de arriba a abajo. Su elección como objetivo por parte de los terroristas se debió en parte a su tradicional lealtad a Moscú. La rabia que hemos visto en la opinión pública osetia pone ahora a prueba esa lealtad. Da la impresión de que el presidente Vladimir Putin ha decidido no visitar Beslan porque los ánimos de la población estaban muy caldeados. Las autoridades norosetias –con la posible excepción del presidente Alexander Dzasojov– tampoco han salido bien paradas del secuestro, puesto que no lograron comunicarse de forma adecuada con los familiares de los rehenes. Aquí, como en el resto del Cáucaso septentrional, crece la brecha de desconfianza entre los ciudadanos y sus gobernantes.

Más preocupante es la amenaza planteada por las relaciones osetio-ingushes. Los dos vecinos han mantenido un enconado conflicto desde que los ingushes regresaron de la deportación de Stalin en la década de 1950 y reclamaron un pequeño territorio (la región de Prigorodny) que les había pertenecido y que fue transferido a Osetia del Norte. En 1992 los dos bandos entablaron una breve pero cruenta guerra que produjo 600 muertos. Desde entonces los ingushes han ido regresando poco a poco a la región de Prigorodny, y los dos bandos han empezado a convivir de nuevo en la zona. Ahora, con la implicación de ingushes en el secuestro en el que han muerto niños osetios, existe la espeluznante perspectiva de una represalia por parte de los osetios.

La propia Ingushetia es un Estado precario. Hace dos años Moscú decidió apartar al presidente Ruslan Aushev, quien se había movido hábilmente entre los rebeldes chechenos y Moscú y había logrado mantener la república ingush al margen del conflicto checheno. La independencia de Aushev había dejado de ser aceptable en la Rusia posterior a Yeltsin, por lo que fue sustituido por Murat Ziazikov, un general ingush del Servicio Federal de Seguridad. Ziazikov carece de la autoridad de Aushev e Ingushetia se ha ido fracturado lentamente. El sangriento ataque rebelde contra Nazran el 22 de junio convirtió a Ingushetia por primera vez en parte de la zona de combates y puso de manifiesto la existencia de radicales islámicos ingushes. Por ello resultó significativo que el 2 de septiembre fuera Aushev, y no Ziazikov, el llamado para negociar la liberación de 30 rehenes en Beslan.

Por último, Chechenia. Debería ser ya evidente salvo para los más estrechos de miras el fracaso de la empecinada política de “normalización” del Kremlin, con la familia Kadirov como agentes venales. El nombramiento electoral de Alu Aljanov el 29 de agosto fue un ejercicio de cinismo; sobre todo, tras la exclusión del popular empresario checheno Malik Saidulayev de la elecciones (más o menos, debido a que las habría ganado). El matón Ramzan Kadirov sigue en el poder detrás de Aljanov, y la corrupción campa a sus anchas. Mientras tanto, los combates se cobran decenas de vidas todos los meses.

El mundo tiene un aspecto muy diferente desde Chechenia. La mayoría de chechenos habrá contemplado lo sucedido en Beslán con el mismo horror que todos los demás, pero la terrible verdad es que esa clase de acontecimientos no les provoca la misma conmoción que a los demás. Los chechenos han sufrido sus beslanes particulares a lo largo de los últimos diez años: el bombardeo de Grozni en 1994-1995 y 1999, la matanza de Samashki en 1995 y de Aldy en 1999, por citar sólo algunos.

Nunca se repetirá lo suficiente que los chechenos no son afganos. Son un pequeño pueblo de montaña con una historia de resistencia al Estado ruso, pero también de acuerdos pragmáticos con él. La mayoría habla ruso mucho mejor que checheno, y casi todos tienen familiares que trabajan en otras partes de Rusia. Son musulmanes, pero de la rama sufí y practican una forma de islam local que es casi incomprensible para los extranjeros árabes. Durante años los chechenos han respondido con insultos a esos extranjeros intrusos que les decían que debían dejar de visitar sus santuarios locales o hacer que sus mujeres se velaran.

A lo largo de los últimos diez años, el Estado ruso sólo ha correspondido a esos chechenos corrientes con desprecio y violencia; sin embargo, siguen siendo la clave para restaurar algún tipo de estabilidad en el Cáucaso septentrional. El problema es que el Kremlin tendrá que realizar algunos cambios difíciles si quiere intentar conseguir su apoyo.

Para empezar, el Kremlin tendrá –finalmente– que iniciar un amplio proceso político, que no puede manipular. Deberá abandonar a los caudillos como Ramzan Kadirov en favor de figuras con autoridad como Saidulayev y Ruslan Jasbulatov. De modo más difícil aún, Moscú tendrá que aceptar que la mayoría de chechenos desea ver la inclusión de representantes del antiguo régimen del presidente rebelde independentista Aslan Masjadov.

A pesar de las declaraciones públicas, los contactos nunca se han interrumpido. El Cáucaso septentrional es una pequeña región y, a pesar de las apariencias, su política está atravesada por una intensa veta de pragmatismo. El fallecido dirigente checheno prorruso Ajmad Kadirov habló todo el tiempo con Masjadov. Y resulta significativo que el 2 de septiembre Aushev y el presidente osetio Dzasojov telefonearan al portavoz de los separatistas chechenos en Londres, Ajmad Zakayev, un hombre al que Rusia intenta catalogar como terrorista. No es la primera vez que Dzasojov participa en esta clase de conversaciones.

Beslan indica que los radicales han eclipsado por completo a los moderados entre los rebeldes de Chechenia, y que el nacionalismo checheno es casi una fuerza política muerta. Dudo también de que Masjadov pueda ganar hoy unas elecciones libres en Chechenia como hizo en 1997. Opino de otro modo. Los acontecimientos recientes ponen de manifiesto que Moscú necesita desesperadamente hombres como Ruslan Aushev, mientras que el Cáucaso septentrional necesita desesperadamente una política de consenso y elecciones no amañadas. Ambas partes saldrían muy beneficiadas con una conversación política en que los ciudadanos norcaucásicos de a pie fueran consultados y los hombres de Moscú escucharan algunas verdades desagradables.
Requiem por Grozni, Julio Fuentes

Hemos creido oportuno rescatar del olvido un artículo del corresponsal de guerra Julio Fuentes, enviado especial a Grozni en los años 1999 y 2000 en plena Segunda Guerra Chechen, en él nos muestra la crudeza de la guerra tanto de un lado como del otro.

Julio Fuentes, nacido en Madrid en 1954, fue uno de los corresponsales de guerra más prestigiosos y veteranos del mundo, testigo de los conflictos bélicos más relevantes de nuestro tiempo. El 19 de Noviembre de 2001 fue asesinado en una emboscada en Afganistán, cuando se dirigía desde Jalalabab a Kabul en una caravana de periodistas.

Transcripción - Guerra en Chechenia


Requiem por Grozni - por Julio Fuentes

Miguel Gil fue uno de los escasos periodistas que reunieron suficiente valor para documentar la matanza que se consumaba en Grozni, un infierno cerrado al mundo sólo comparable a las grandes tragedias de la II Guerra Mundial. Las únicas equivalencias posibles a lo que sucedía en la capital chechena había que buscarlas en batallas épicas como Stalingrado. Una mañana, mientras estudiaba el mapa de Chechenia en el solitario comedor del hotel de Mazran, en la vecina Ingusetia, Miguel me confesó que Grozni siempre había constituido, incluso mientras trabajaba en Sarajevo, el desafío mayor de su carrera. Y lo era. Sólo pensar que debíamos ir allí para documentar la masacre, el exterminio de los últimos chechenos sobrevivientes de la anterior guerra te aceleraba el corazón. Pero si una ciudad en el mundo necesitaba periodistas, esa era Grozni. Una limpieza étnica de gigantescas proporciones se consumaba a 80 kilómetros de aquel solitario hotel, rodeado de precarios campamentos donde más de 300.000 refugiados civiles, que escapaban del horror de la ofensiva rusa, sobrevivían sin asistencia humanitaria en condiciones infrahumanas. En el interior de aquellas tiendas las bajas temperaturas mataban a los niños de hipotermia.

La conquista a degüello de Chechenia fue potenciada por un hombre llegado al Kremlim para suceder al decrépito Boris Yeltsin. Vladimir Putin, el ex coronel del siniestro KGB, intentaba con su política de tierra quemada evitar la secesión de la indomable república insurgente y devolver a Rusia el honor perdido en la anterior guerra (1994-1996), que los chechenos ganaron contra todo pronóstico. Una victoria que convirtió Chechenia en un reino de taifas gobernado por sangrientos señores de la guerra que hicieron del secuestro y el asesinato la principal fuente de divisas. El presidente Masjádov, elegido democráticamente en 1997, fue incapaz de controlar los excesos de los taip (clanes) chechenos.

Pero la medicina administrada por Rusia excedió con creces la enfermedad. Decenas de miles de civiles pagaron la venganza de Moscú. «Esperar la muerte es peor que morir», me confesaba una mujer que había soportado 60 días el frío, el hambre y el horror en un sótano. Marika reunió suficiente valor para huir de la arrasada capital, exponiéndose a los bombardeos de la aviación y la artillería rusa. Pero el precio de evasiones como la suya fue caro. La locura. Para comprender lo que pasó en su mente, y en las de otros muchos habitantes de Grozni, Alján Kalá, Urus Martán, Gudermés y decenas de aldeas, es necesario imaginar centenares de cañones y cazas bombardeando 24 horas al día con un ritmo obsesivo, inspirado por el deseo de venganza de los políticos de Moscú.

Frente a los 100.000 soldados y agentes especiales enviados al matadero del Cáucaso resistían un mínimo de 5.000 hombres y un máximo de 10.000. Su armamento no podía compararse al de Moscú, que puso toda la carne en el asador checheno hasta el límite de su potencia nuclear. Pero en la sangre chechena fluye la guerra desde la infancia. Adoran las armas desde la más tierna niñez. Su memoria histórica se limita a la represión.

Los que decidieron combatir hasta el final carecían de aviación y su armamento consistía en una abundante gama de armas semipesadas con escasa artillería superior a los 120 milímetros. Pero eran los amos de la noche, de la emboscada, de la resistencia al asedio, de los salvajes ataques relámpago a la bayoneta, gritando ¡Alá Akhbar! (Alá es grande) que aterrorizaban a los bisoños soldados rusos. Frente a ellos, Moscú desplegó baterías SAU, misiles Scud, helicópteros de asalto y cazabombarderos Sujoi de última generación. Divisiones completas de carros de combate cercaron ciudades y pueblos reduciéndolos a escombros. Grozni resistió heroicamente durante cinco meses. La capital fue demolida. Sobre Grozni no cabalgaban, como dijeron algunos, los jinetes del Apocalipsis, porque esa imagen bíblica no habría asustado ni a uno de los niños atrapados en el subsuelo de esta ciudad.

Para comprender por qué Marika perdió la razón hay que soportar sin respiro, como hizo Miguel Gil y un puñado de periodistas hechos de parecido material, los gritos de las familias consumiéndose en llamas, las ejecuciones a pie de tumba, la odiosa violación de mujeres, la ebria soldadesca matando. Las circunstancias del trabajo periodístico en Grozni eran extremas. Se convivía en refugios iluminados con velas. Los heridos y enfermos tosían toda la noche en medio de llantos, plegarias y bombas. La única vía posible de comunicación con el exterior eran los teléfonos vía satélite de los escasos reporteros presentes, la reportera de Libération Anne Nivat, el valeroso ruso Andrei Babitski, de Radio Liberty, o el propio Miguel. La gente suplicaba llamar a sus parientes tendiéndote papelitos con números indescifrables. Recuerdo que Miguel se quejaba de que sólo podía captar fragmentos de la realidad. El rigor de los bombardeos y la intensidad de los combates aumentaban geométricamente el riesgo de muerte. Pasabas horas intentando sobrevivir en los refugios, o rezando tu último Padre Nuestro a borde de un vehículo de la guerrilla lanzado a toda velocidad en medio de las explosiones o el ataque de los aviones. Al llegar a tu destino te embargaba una especie de somnolencia, como si tu cerebro quisiera borrar por higiene aquel terror continuo.

Las sucesivas matanzas del mercado central de Sarajevo conmovieron la mundo y provocaron, demasiado tarde, la intervención de la OTAN. Pero la indescriptible masacre de civiles consumada el 21 de octubre de 1999 en el mercado de Grozni fue olvidada en pocos días. Aquel día, cinco misiles tierra-tierra provocaron 200 muertos y más de 300 heridos. Pude documentar el horror de aquella matanza en un atestado hospital de guerra. En una de las entreplantas de la escalera yacían dos niñas compartiendo camastro. Zuliján Asukánova perdió el brazo izquierdo cuando iba al mercado en busca de su madre. Un costurón atravesaba su vientre. «No pienso en nada, sólo me pregunto de qué soy culpable, por qué me han castigado si aún no he cumplido los 15 años», me dijo llorando.

El asedio de Grozni no estaba sujeto a ninguna ley de guerra. El desprecio del Kremlin por las vidas de los 40.000 civiles que permanecían en los sótanos produce estupor. No podías dejar de pensar en aquella mentalidad genocida aun soportando los bombardeos bajo el subsuelo de la ciudad. La piedad o el derecho humanitario, como se entienden en Occidente, eran ajenos a los objetivos de la madre Rusia. Occidente proclamó su derecho a la intervención humanitaria en Yugoslavia, pero Chechenia es tierra intocable. Esta república del Cáucaso aún forma parte de la segunda potencia nuclear del mundo. Y Rusia ha advertido que nadie debe entrometerse en sus ajustes de cuentas. Por eso los gritos de Grozni son los gritos del silencio.

Trabajar en las entrañas de Grozni resultaba a veces imposible. El simple cruce de una calle para saltar de refugio en refugio solía convertirse en un indeseable desafío a la muerte. El bombardeo ruso se abatía sobre la capital de forma monótona y demoledora. Las explosiones más próximas te producían el efecto de un puñetazo en el estómago. Te vaciaba los pulmones de aire. La cadencia entre los disparos de la artillería era casi imperceptible, un hecho que desmentía las declaraciones oficiales rusas, fundadas en la manipulación sistemática de la verdad. Mintieron desde el principio a la población rusa falseando los partes de bajas propias, lo que provocó un movimiento de madres de soldados que exigían conocer el destino de sus hijos. Las historias que relataban los militares rusos daban una idea del odio que muchos de ellos sienten por sus enemigos, a menudo sin distinguir entre combatientes y cibiles. «Como soldado no siento respecto hacia ellos. Hay que matarlos a todos, uno por uno, hasta el último terrorista. En mi batallón hemos visto las cabezas empaladas de nuestros camaradas clavadas en los postes de la luz, y a los wahabbies (fanaticos combatientes islámicos) cortar las piernas de los prisioneros con motosierras», afirmaba un suboficial llamado Dima.

Los mayores excesos contra la población civil fueron cometidos por las fuerzas especiales del Ministerio del Interior (OMON). Entre los soldados regulares había de todo, pero predominaba el adolescente asustado que aborrecía estar en aquel espantoso lugar. Carne de cañon rusa enviada al frente por el Kremlin despreciando los derechos humanos de su propio pueblo. El 25 de diciembre de 1999 comenzó el asalto de Grozni. La suprema cita de sangre y metralla había comenzado para un ejército que admitía su falta de preparación y una guerrilla decidida a morir por la independencia de Chechenia. Los oficiales rusos de las tropas desplegadas en el suburbio Pervomáiskaya guardaban silencio en aquel turbio amanecer. Minutos después era necesario gritar para hacerse entender en medio del bombardeo. Los chechenos fieles a Moscú —apenas medio millar— luchaban en vanguardia contra sus compatriotas en grupos de 18 hombres, apoyados por 30 comandos rusos y sostenidos con un infernal fuego artillero que cubría su lenta y sangrienta progresión. Tras ellos se abrían paso carros de combate. Una nube de humo camuflaba la progresión de la infantería rusa hacia sus objetivos de la capital, que tardaron cuatro meses en conquistar a sangre y fuego.

Los jóvenes soldados rusos guardaban en los bolsillos la última carta a casa. Los sobres eran de color blanco con bucólicos dibujos de ciervos y montañas. En su interior estaba escrito el último adiós. «Marcharemos a Grozni dentro de tres horas para combatir a los chechenos», me decía Mijaíl, un joven recluta que bebía vodka para soportar la impresión de la carta que había escrito a sus padres. «Papá y mamá, vuestro hijo menor siempre os amará. Rezad a los santos por todos nosotros», decía la última frase. Unas tres horas después, Mijaíl fue lanzado al ataque. Dos días después, cuando preguntamos por él, sus camaradas nos informaron de que había desaparecido en combate. Tenía 18 años y había nacido en Múrmansk, a miles de kilómetros de Chechenia.

Grozni cayó con honor en febrero del año 2000. Jamás se rindió.

Julio Fuentes.

Este artículo forma del libro publicado en memoria de Miguel Gil*, periodista asesinado el 24 de mayo de 2000 en una emboscada en Sierra Leona.

* “Los Ojos de la Guerra” de Manuel Leguineche y Gervasio Sánchez. Ed. Random House Mondadori.

Libro que recomendamos a los periodistas, o a cualquier persona que quiera conocer el punto de vista de 70 profesionales, acerca de este oficio y los conflictos armados de Bosnia Herzgovina, Kosovo, Sierra Leona, Chechenia, entre otros.>

El Inconformista Digital.-

Ricardo Ortega y la dignidad de la información

Por Juan Goytisolo, escritor.

El País (13/09/04, 09.13 horas)


Las imágenes de horror del secuestro y "liberación" de un millar y pico de rehenes, en su mayoría niños venidos con sus padres a la inauguración del curso escolar en la pequeña ciudad de Beslán en Osetia del Norte, muestran la cara feroz, absolutamente despiadada, del terrorismo en su busca de una ilimitada rentabilidad mediática, destinada justamente a suscitar tal revulsión. La utilización cínica de las personas más vulnerables -criaturas indefensas, madres lactantes-, enteramente ajenas a las causas objetivas que alimentan la desesperación de los secuestradores, son una prueba más de los desatinos a los que conduce una causa legítima cuando un afán de venganza ciego prevalece sobre la razón.

A la barbarie del secuestro, la intervención de las fuerzas especiales, cuya incompetencia y falta de escrúpulos no necesitan demostración alguna para quienes conocen la situación reinante no sólo en Chechenia sino en toda la Federación Rusa, ejemplariza a su vez el perfecto desdén del régimen autócrata de Putin por la vida humana, como se manifestó ya con contundencia con el empleo del gas sarín para "salvar" al público secuestrado hace dos años en un teatro de Moscú. A fin de probar su decisión de preservar a toda costa la seguridad de su pueblo, Putin está dispuesto a todo: a sacrificar incluso a este mismo pueblo. La opacidad informativa que envolvió la supuesta operación de rescate, las distintas y contradictorias versiones de la misma, la manipulación descarada de los hechos, empequeñecen las de nuestro anterior Gobierno respecto a la matanza del 11-M en Madrid y revelan el desprecio absoluto del nuevo zar por una opinión pública aletargada por decenios de dictadura y arbitrariedad. La lábil recuperación de aquélla en la pasada década se truncó, como sabemos, tras la purga y exilio de los oligarcas rapaces próximos a Yelstin, gracias al monopolio casi total de la prensa y la televisión por parte de Putin. Si la información es un poder, la ausencia de ella -el silencio que rodea a cuanto acaece en Chechenia- confirma la existencia de un poder mucho mayor. Aunque las detenciones, torturas, violaciones y asesinatos sean una rutina de todos los días, la ya escasa prensa independiente y los corresponsales occidentales no tienen acceso al lugar de los hechos o si lo consiguen es en visitas guiadas bajo la estrecha vigilancia del Ejército de ocupación. A diferencia de la época de Catalina la Grande, no hay aldeas (a lo Potemkin) que disfracen la cruel devastación del paisaje. Nadie ha penetrado desde luego en los siniestros puntos de filtración.

Con el oportunismo que le caracteriza, Putin se ha apropiado con éxito del lenguaje de Bush: cuanto ocurre en el Cáucaso es obra de esa nebulosa mutante, esa Hidra de 7.000 cabezas denominada "terrorismo internacional". Al asociar el terrorismo de los independentistas con el sangriento internacionalismo de Bin Laden, el nuevo zar diluye el drama checheno en una entidad genérica que oculta las raíces del conflicto y obtiene con ello la aprobación, incluso el aplauso, de sus socios occidentales: todos combatimos al mismo enemigo, en las filas del Bien contra el Mal.

Produce sonrojo oír tal lenguaje en boca de quien emplea por sistema el terrorismo de Estado no ya contra la guerrilla independentista sino contra la inerme y aterrorizada población civil. Los informes de los raros testigos y de las organizaciones no gubernamentales sobre la política de tierra quemada iniciada por Yeltsin y perfeccionada por su sucesor, no dejan lugar a dudas. La brutalidad de la historia se reitera y repite sus ciclos desde la invasión rusa del Cáucaso a finales del siglo XVIII: siete guerras del zarismo, de sus sucesores bolcheviques y del nuevo-viejo Estado ruso de Yeltsin y Putin, amén de la deportación masiva del pueblo checheno a Siberia durante la II Guerra Mundial. ¿Qué relación guarda todo ello con el actual terrorismo internacional en guerra contra América y sus "cruzados"?

Pese a las anchas tragaderas de algunos gobiernos de Occidente -justamente conmocionados por las imágenes del secuestro y de su "glorioso" epílogo-, la versión que se nos vende no se ajusta en modo alguno a la realidad. El poder ruso miente a sabiendas y sacrifica sus propios ciudadanos a una razón de Estado que se reduce a fin de cuentas a una imagen de Estado, de un Estado firme, conducido sin que le tiemble el pulso por quien hizo precisamente su brillante carrera a la sombra de los servicios de seguridad: los mismos servicios que hoy controlan los puntos de filtración, ese eufemismo que disimula la tortura generalizada, el secuestro de adultos y jóvenes con miras al precio del rescate y el asesinato de civiles por el simple delito de parentesco con miembros de la guerrilla. La lista de crímenes es larga y la detengo aquí.

No hablo de oídas. El único corresponsal occidental con quien me tropecé durante la estancia en Chechenia en julio de 1996 me guió hasta las cercanías de un cuartel, protegido como una fortaleza con alambradas y sacos terreros, en donde se tortura y ejecuta aún a los chechenos detenidos en las redadas nocturnas de las fuerzas de seguridad. Se trataba de Ricardo Ortega, el entonces corresponsal en Moscú de Antena 3, asesinado el pasado mes de abril en Puerto Príncipe, Haití, por el disparo de un francotirador. Con mayor experiencia que yo de cuanto sucedía, me sugirió la idea de acercarme a solas, con aire despistado, a la entrada de dicho cuartel y de preguntar inocentemente a la guardia si podía entrevistarme con algún oficial y formularle unas cuantas preguntas respecto a los métodos del Ejército en su lucha contra la guerrilla. Los ademanes furiosos y gritos de los centinelas me obligaron a volver sobre mis pasos. El cuartel es el principal y más temido punto de filtración.

Ricardo Ortega me acompañó igualmente a la pequeña oficina de Grozni, atestada de gente, en donde el responsable checheno de la Asociación de Derechos Humanos -un ex piloto de las líneas aéreas soviéticas cuyos dos hijos fueron detenidos en una redada y aparecieron asesinados dos días después- mostraba un álbum con las fotografías de más de medio millar de cadáveres desenterrados de las fosas comunes a las personas que buscaban a sus deudos y trataban de identificarlos. Ricardo Ortega filmó la escena y en

un extracto del reportaje emitido por Antena 3 habló asimismo de ese cuartel "cuyo solo nombre", dijo, "hace estremecer", de la limpieza étnica de las zonas rebeldes, de las matanzas llevadas a cabo en defensa del supuesto orden constitucional. Insistió sobre todo en los hallazgos de fosas comunes en las que se apilaban centenares de víctimas.

Unas semanas después, a mi regreso a París, me remitió una cinta del reportaje acompañada de unas imágenes mudas que, en razón de su impacto visual, la dirección de Antena 3 prefirió no difundir. La visión de las mismas es en efecto difícilmente soportable. Decenas y decenas de cadáveres desenterrados, la mayoría de ellos con el impacto de una bala en la nuca; otros, ennegrecidos, con el aspecto de haber sido rociados con gasolina y convertidos en antorchas humanas (un procedimiento bastante usual, me dijo, en la "lucha contra el terrorismo"). Todos los cuerpos llevan un número como único signo identificatorio. Algunos sobresalen apenas de la fosa. Otros aparecen maniatados y embadurnados con alguna sustancia de brillo metálico, probablemente de resultas de su ignición. Recuerdo las palabras de Ricardo Ortega al anunciarme el envío del filme: "Consérvalo como recuerdo. Tú sabes de lo que hablo".

Lo sé, por desgracia, y en homenaje al periodista asesinado reproduzco sus palabras aquí. Los horrores de la tragedia chechena se prolongan y verosímilmente se prolongarán aún, con su encadenamiento de exacciones, actos terroristas y represalias brutales. Pero hay que entender, ya que no excusar, la desesperación de las madres, viudas, hermanas e hijas que se inmolan porque no tienen nada que perder. Nadie puede cerrar los ojos y mirar al otro lado ante las atrocidades de la soldadesca rusa y de las milicias locales. En medio de semejante tenebrario, las palabras e imágenes filmadas por Ricardo Ortega son un recordatorio de que la honestidad y valentía de un hombre redimen a quienes las escuchamos y vemos de tal acumulación de barbarie, mentiras y manipulación.
Chechenia, o el fracaso de la democracia ‘zarista’

Rafael Poch, LV, 12-IX-2004.

El problema de Chechenia envenena la política moscovita, como Argelia envenenó París. Como problema, es inseparable del problema de Rusia, de la modernización de ese gran país, de su salida de la crisis mediante recetas económicas que difícilmente podrán ser importadas de Occidente.

Los desastres de la guerra fueron resultado directo del régimen de samovlastie (el concepto tradicional del autoritarismo ruso, basado en una concentración de poder personal con ribetes patrimoniales y manifiestamente hostil a la división de poderes) que Yeltsin restableció en 1993. Privado de contrapesos parlamentarios, ese régimen fue el que en 1994 tomó las desastrosas decisiones bélicas en Chechenia. Las características de ese régimen, mucho más blando y libre que el soviético, son:

–Poder presidencial autocrático sin verdaderos contrapesos.

–“Derecho de ukaz” (gobierno por decreto). La constitución del nuevo régimen se impone por decreto. Incomprensión congénita de la división de poderes y del Estado de derecho. La Administración presidencial, una estructura burocrática del presidente no contemplada en la Constitución, es más poderosa que el ejecutivo o cualquier otra rama del poder.

–Ausencia de mecanismos de rotación de los gobernantes e imposibilidad de que la oposición alcance el poder.

–Elecciones organizadas y condicionales. Abusos mediáticos y movilización de todos los recursos del Estado a favor del partido del poder en la realización de elecciones y general entendimiento de que si, a pesar de todo, el poder no las gana, las elecciones se anulan o sus resultados no se aceptan.

Todo eso se resume en una caricatura de democracia, con sucedáneos poco relevantes en el lugar de las instituciones apropiadas, Parlamento, partidos políticos y unos medios de comunicación y un poder judicial escasamente independientes.

Rusia es el único país europeo en el que en todo el periodo poscomunista no se ha registrado un solo caso de relevo democrático en el poder (cuando el poder cambia de manos como resultado de unas elecciones) y cuya tendencia es consolidar esa imposibilidad de relevo; difícil en 1993, remota en 1996, impensable en el 2000, imposible en el 2004... En eso, Rusia está por detrás de Bielorrusia, Ucrania y Mongolia, entre otros países del antiguo bloque soviético.

Con Vladimir Putin, este régimen ha culminado y madurado. Los parámetros de esa maduración son los siguientes:

–Se consolida la ausencia de alternativa al poder.

–Desaparición, o sensible reducción, del peso de los partidos políticos que critican al poder en la Duma y desde el terreno institucional del samovlastie.

–Desaparición del desafío regional, mediante la pérdida de peso de los barones regionales (la Cámara Alta ya no está compuesta por gobernadores investidos de inmunidad parlamentaria, sino por sus representantes y lobbistas).

–Institucionalización de la sucesión del autócrata (con Yeltsin, la búsqueda de un sucesor era aparentemente caprichosa, ahora ya está claro que el sucesor del presidente será el primer ministro designado por él).

–Neutralización de los últimos magnates tentados por actuar autónomamente. Primero se acabó con los cleptócratas “escandalosos” Gusinski y Berezovski, ahora ya con el mucho más discreto y serio Jodorkovski, cuya compañía controla el 25% de la producción de petróleo ruso (más que toda la producción de Libia).

–Mayor estabilidad y disciplina burocrática (menos caos de nombramientos, los periodistas ya no tienen acceso a fuentes del Kremlin, que con Yeltsin era un coladero de confidencias, etcétera).

Problema de la sociedad
Éste es el régimen que lidia con Chechenia. Su genuina democratización, como se sugiere en Occidente, ¿lo haría más eficaz en la gestión del conflicto? Seguramente el asunto no es tan simple, pero una sociedad más despierta, autónoma y robusta ayudaría a evitar los desastres. En cualquier caso, esa democratización no es sólo un problema del “perverso Putin”. Es también, y quizá lo es sobre todo, un problema de la sociedad.

La manifestación contra el terrorismo de esta semana en Moscú ha recordado el lamentable estado de la sociedad civil en Rusia. Esta sociedad inerte, incapaz de asumir sus propias responsabilidades, ya no tiene la excusa de la época soviética. Ya no está metida dentro de aquel corsé absolutista que impedía por completo su desarrollo. La sociedad rusa ha entrado en el mundo de forma irreversible. Su contraste con el entorno es enorme.

En ese paquete entran procesos de gran calado, como el de la construcción europea. Es evidente que tarde o temprano Rusia entrará en el gran esquema europeo, al que suministra una gran cantidad de gas y petróleo. También es evidente que, sea cual sea el vínculo entre la Unión Europea y Rusia, éste no será institucional mientras una democracia homologable no tome el relevo al samovlastie.

La incapacidad de la sociedad rusa por salir de la inercia y tomar la palabra, por crear una red de sindicatos, asociaciones ciudadanas independientes y todo eso que llena de contenido a una democracia, forma parte del problema.
Ataque al periodismo independiente (Anna Politkovskaya)

Crónica de los sucesos de Beslán por una periodista rusa a la que los servicios secretos rusos trataron de envenenar.

Anna Politkovskaya
The Guardian

Anna Politkovskaya es periodista del diario Novaya Gazeta. Ha obtenido numerosos galardones por su cobertura periodística del conflicto ruso-checheno, sobre el cual ha publicado varias obras. Formó parte del equipo que negoció con los guerrilleros que tomaron el teatro Duvrovka en octubre del 2002.


Es la mañana del 1 de septiembre. Desde Osetia del Norte llegan informaciones difíciles de creer: se han apoderado de una escuela en Beslán. Media hora para empaquetar mis cosas mientras mi mente trabaja furiosamente decidiendo cómo llegar al Cáucaso. Y otro pensamiento: buscar al líder separatista checheno Aslan Masjadov, que salga de su clandestinidad, que se reúna con los asaltantes y les pida que liberen a los niños.

Después vino una larga tarde en el aeropuerto de Vnukovo. Enjambres de periodistas intentaban abordar un avión con destino al Sur, mientras que los vuelos estaban siendo retrasados. Evidentemente, hay gente a la que le gustaría demorar nuestra salida. Utilizo mi teléfono móvil y hablo abiertamente sobre el objeto de mi vuelo: "Buscad a Masjadov", "persuadid a Masjadov".

Hace mucho tiempo que hemos dejado de hablar abiertamente por nuestros teléfonos móviles, persuadidos de que están pinchados. Pero esto es una emergencia. Finalmente, un hombre se me presenta como ejecutivo del aeropuerto: "La voy a montar en un vuelo a Rostov". En el minibús, el conductor me dice que los servicios de seguridad rusos, el FSB el antiguo KGB. N. del T.> , le han ordenado que me pusiera en el vuelo a Rostov. Al subir al avión mis ojos se cruzan con los de tres pasajeros sentados en un grupo> , le han ordenado que me pusiera en el vuelo a Rostov. Al subir al avión mis ojos se cruzan con los de tres pasajeros sentados en un grupo: ojos maliciosos que miran al enemigo. No les presto atención. Ésa es la forma como me suele mirar la mayoría de los agentes del FSB.

El avión despega. Pido un té. Son muchas horas de carretera desde Rostov hasta Beslán y la guerra me ha enseñado que es mejor no comer. A las 21:50 bebo el té. A las 22:00 siento que tengo que llamar a la azafata porque estoy perdiendo rápidamente el conocimiento. Del resto sólo conservo algunos vagos recuerdos: la azafata solloza y grita: "Estamos aterrizando, ¡aguante!"

"Bienvenida de nuevo", dijo una mujer inclinada sobre mí en el hospital regional de Rostov. La enfermera me dice que cuando me ingresaron mi estado era "casi desesperado". A continuación susurra: "Cariño, han intentado envenenarte". Todos los análisis realizados en el aeropuerto han sido destruidos –"órdenes de arriba", dicen los doctores.

Mientras tanto, el horror en Beslán continúa. Algo extraño ocurre allí el 2 de septiembre: ningún funcionario está hablando con los familiares de los secuestrados, nadie les está informando de nada. Los familiares asedian a los periodistas. Les suplican que pidan a las autoridades que faciliten alguna información. Los familiares de los rehenes se hallan inmersos en un vacío informativo. Pero ¿por qué? A la mañana, también en el aeropuerto Vnukovo, detienen a Andrei Babitsky alegando un pretexto baladí. Como resultado de ello, otro periodista conocido por llevar hasta el final sus investigaciones y no tener pelos en la lengua en sus declaraciones a la prensa extranjera, se ve impedido de ir a Beslán.

Corre la voz de que Ruslan Aushev, el antiguo presidente de Ingushetia, rechazado por las autoridades por reclamar un acuerdo para resolver la crisis chechena, se ha personado de repente en la escuela de Beslán para negociar con los terroristas. Entró sólo porque la gente en el cuartel general de los servicios especiales al cargo de las negociaciones fue incapaz durante 36 horas de decidir quién de ellos debía ir. Los guerrilleros entregaron a Aushev tres bebés y después liberaron a otros 26 niños con sus madres. Pero los medios de comunicación trataron de ocultar el comportamiento valiente de Aushev: no hay negociaciones, nadie ha entrado a la escuela.

Para el 3 de septiembre las familias de los rehenes se encuentran sometidas a un bloqueo informativo total. Están desesperados; todos recuerdan la experiencia del asedio al teatro Duvrovka en el que 129 personas murieron cuando los servicios especiales bombearon gas en el edificio y pusieron fin al asedio. Recuerdan cómo el Gobierno mintió en aquella ocasión.

La escuela está rodeada de gente armada con rifles de caza. Son gente normal y corriente, padres y hermanos de los rehenes que han perdido toda esperanza de recibir auxilio por parte del Estado; han decidido rescatar a sus familiares por sí mismos. Éste ha sido un tema constante durante los últimos cinco años de la guerra de Chechenia: perdida toda esperanza de recibir protección del Estado, la gente solo aguarda de él ejecuciones extrajudiciales por parte de sus servicios especiales. De modo que tratan de defenderse a sí mismos y a sus seres queridos. Naturalmente, la autodefensa conduce al linchamiento. No podría ser de otro modo. Tras el asedio al teatro del 2002 los rehenes hicieron este espeluznante descubrimiento: sálvate a ti mismo, porque el Estado sólo puede ayudar a que te destruyan.

Es lo mismo que ahora ocurre en Beslán. Las mentiras oficiales continúan. Los medios de comunicación difunden las versiones oficiales. Lo llaman "adoptar una posición amigable con el Estado", significando con ello una postura de aprobación de las acciones de Vladimir Putin. Los medios de comunicación no tienen ninguna palabra crítica con respecto a Putin. Lo mismo se aplica a los amigos personales del presidente, que casualmente son los directores del FSB, el ministro de defensa y el ministro del interior. Durante los tres días de horror en Beslán, los "medios de comunicación amigos del Estado" jamás osaron expresar en voz alta que probablemente los servicios especiales estaban cometiendo un error. Jamás se atrevieron a sugerir a la Duma y al Consejo Federal –al Parlamento— que harían bien en convocar una reunión de urgencia para debatir la crisis de Beslán. La noticia de portada en los medios es el vuelo nocturno emprendido por Putin a Beslán. Se nos muestra a Putin expresando su agradecimiento a los servicios especiales; vemos al presidente Dzasokhov, pero no se dice ni una palabra de Aushev. Éste no es más que un ex presidente caído en desgracia, simplemente porque instó a las autoridades a no prolongar la crisis chechena, a no llevar las cosas hasta un punto de tragedia que acabara por desbordar al Estado. Putin no menciona el heroísmo de Aushev, así que los medios de comunicación lo silencian.

El sábado, 4 de septiembre, es el día siguiente al del terrible desenlace de la crisis de los rehenes de Beslán. La cifra de bajas es aterradora, el país permanece en estado de shock. Y quedan aún decenas de personas desaparecidas cuya existencia niegan las autoridades. Todo esto fue el asunto de una brillante y, según los estándares vigentes, extremadamente audaz edición sabatina del diario Izvestia, encabezada con el siguiente titular: "Silencio al máximo nivel". La reacción oficial fue fulminante. Raf Shakirov, editor jefe, fue despedido. Izvestia pertenece al barón del níquel Vladimir Potanin, quien se pasó todo el verano temblando en sus botas por miedo a compartir el destino de Mikhail Khodorkovsky, el hombre más rico de Rusia, arrestado bajo cargos de fraude. Sin duda trataba de ganarse el favor de Putin. El resultado es que Shakirov, un talentoso director de periódico y, en términos generales, un hombre afecto al stablishment, ha quedado fuera de juego, convertido en disidente de última hora, simplemente por desviarse una micra de la línea oficial.

Podría usted pensar que los periodistas organizaron una acción de protesta en apoyo de Shakirov. Por supuesto que no. La Unión Rusa de periodistas y el Sindicato de los Medios de Comunicación han permanecido mudos. Sólo el periodista que sabe mantenerse fiel al stablishment es tratado como "uno de los nuestros". Si ésta es la actitud de los periodistas con respecto a la causa que servimos, estamos ante el fin del principio básico según el cual trabajamos para que la gente sepa lo que está pasando y tome las decisiones correctas.

Los sucesos de Beslán han demostrado que las consecuencias de un vacío informativo son desastrosas. La gente rechaza al Estado que lo ha dejado en la estacada y trata de actuar por su cuenta, rescatar a sus seres queridos sin ayuda de nadie y aplicar a los culpables su propia justicia. Más tarde, Putin declaró que la tragedia de Beslán no tenía nada que ver con la crisis chechena, de modo que los medios de comunicación dejaron de cubrir ese tema. De este modo, Beslán es ya como el 11-S: puro Al-Quaeda. Ya no se menciona la guerra de Chechenia, cuyo quinto aniversario se cumple este mes. Todo eso es absurdo, pero ¿acaso no ocurría lo mismo en tiempos de la Unión Soviética, cuando todo el mundo sabía que las autoridades mentían descaradamente pero pretendían que el emperador estaba vestido?

Nos estamos volviendo a precipitar en el abismo soviético, en un vacío informativo que significa nuestra muerte por ignorancia. Sólo nos queda Internet, donde la información todavía fluye libremente. En cuanto al resto, si quiere usted seguir trabajando como periodista, deberá trabajar servilmente para Putin. De lo contrario, le aguarda la muerte, la bala, el veneno, o un proceso judicial –cualquier cosa que nuestros servicios especiales, los perros cancerberos de Putin, estimen oportuno.