´Una administración moralizante´, Salvador Cardús

Creo que ha llegado la hora de revisar a fondo hasta dónde debe llegar la administración pública a la hora de inmiscuirse en nuestras vidas privadas. Se trata de un debate que ya lleva abierto algún tiempo, pero que no hemos hecho de manera sistemática y profunda. Además, por lo general, las críticas se han dirigido, o se ha interpretado que se dirigían, a las políticas de determinados gobiernos a los que se consideraba dirigistas o intervencionistas. En consecuencia, si la crítica se ha leído en clave partidista, la respuesta también lo ha sido, con resultado de una falta total de intercambio de argumentos.

No me refiero ahora a las campañas gubernamentales de carácter informativo, aunque en muchas ocasiones es difícil deslindar la información de la propaganda no sólo por la sutilidad con la que se enmascara la una en la otra, sino porque la decisión de lo que es informativamente relevante ya implica un criterio ideológico. El caso más claro podría ser la información sobre métodos anticonceptivos dirigida a adolescentes y que los sectores más conservadores suelen considerar que, implícitamente, son campañas que fomentan la promiscuidad sexual simplemente por el hecho de naturalizar tal posibilidad a esa edad. La cuestión no es simple, porque si la administración sanitaria tuviera datos - y los tiene- del aumento regular de los embarazos no deseados entre adolescentes y de prácticas sexuales en esas edades con riesgo de transmisión de ciertas enfermedades, se podría considerar que su intervención es meramente preventiva. Pero no es menos cierto que la campaña sí naturaliza aquello que es grave pero minoritario y no debe descartarse que el efecto de la campaña pueda ser justo el contrario del esperado, es decir, fomentar lo que se quiere evitar.

Tampoco se trata ahora de entrar en el tema de la propaganda institucional y preelectoral, de la que, a cuatro meses de las nuevas elecciones, ya empezamos a sufrir sus efectos. La discusión a propósito de las campañas de propaganda institucional que acaban siendo de propaganda partidista tampoco es fácil de resolver. Apelar a valores sobre la honradez política es perder el tiempo y además ya se ha comprobado que todos los partidos llevan tal posibilidad hasta el límite de lo aceptable. Para los periodos electorales existe una cierta regulación, pero para el resto del tiempo de legislatura parece difícil establecer criterios de contención. Por poner otro ejemplo, no está nada claro que se justifiquen los encartes en toda la prensa de unos folletos de propaganda sobre la acción de gobierno en su primer año por razones meramente informativas, y menos si su difusión coincide más o menos con los doce meses de gobierno pero exactamente con el fin de semana de la manifestación de los 200.000 emprenyats.

En realidad, las campañas publicitarias a las que me refiero son las que pretenden incidir directamente en nuestros comportamientos personales. Hay una razón que se suele esgrimir a favor de ellas, y es que se trata de campañas que pretenden salvaguardar el interés general cuando el interés particular no coincide con el primero, que es casi siempre. Cabe decir que, en muchos casos, no se cumple ni este requisito. Hay campañas realmente gratuitas, por no decir directamente inútiles, como la que recientemente se dirigía a los jóvenes catalanes, ofreciéndoles un servicio de información en el que, según el anuncio, te orientaban sobre dónde hacer vacaciones e incluso con quién compartirlas. No se ve por ahí ni un interés general amenazado ni tampoco la respuesta al clamor de una amplia demanda social. Se trata a menudo de campañas de pura visualización del departamento, la secretaría o el negociado que la encarga, para mayor gloria de sus responsables. Y, generalmente, precisamente porque se trata de una visualización políticamente interesada, suelen ser campañas de un marcado cariz ideológico. La reciente campaña de la Generalitat sobre si el amor debe estar libre de celos y broncas, además de caer en un pedagogismo ingenuo, dibuja un amor inexistente y, de paso, se carga toda la historia de la literatura, la poesía, la canción y el cine. ¿Es razonable tener que pagar estas sandeces camufladas de moralismo progresista? En otros casos, como en el de los anuncios dirigidos a evitar accidentes de tráfico, por lo menos, la discusión es posible en la medida en que una conducción prudente afecta no sólo al conductor al que se dirige la administración, sino al conjunto de los ciudadanos que circulan por la carretera.

Pero incluso en los casos más justificables, de entrada ya deberíamos considerar su oportunidad a la vista de la inutilidad de tales campañas. Ni las de tráfico reducen los accidentes, ni las que denuncian la violencia doméstica reducen el número de víctimas. La cuestión de la eficacia es realmente importante, porque si lo fueran, incluso manteniendo el escrúpulo sobre el pedagogismo de la administración, por lo menos los resultados obligarían a reconocer los beneficios. Pero si se comprueba su inutilidad o, quizás peor, si ni tan siquiera se ponen a prueba los resultados de tales campañas educativas, ¿por qué se gastan recursos públicos inútilmente, simulando que se pueden orientar nuestras conductas privadas?

Desde mi punto de vista, el debate debería hacerse al margen de si la orientación ideológica coincide con la propia o no - las campañas siempre suelen dirigirse contra los que no piensan o actúan tal como estas sugieren-, e incluso más allá de si desde un punto de vista liberal es aceptable tal intromisión. La clave de la discusión está en si se cree que las conductas y los pensamientos cambian con la propaganda - y si se trata de un sistema legítimo para hacerlos cambiar- o si se considera que las conductas y los pensamientos que se desean cambiar están sujetos a procesos de autorregulación en función de las reglas de juego sociales, al margen de la retórica. Dicho rápidamente: ¿la propaganda educa? Yo creo que no.

lavanguardia, 12-XII-07.