la batalla diplomática de Kosovo: posiciones irreductibles e intereses compartidos

La batalla diplomática de Kosovo: posiciones irreductibles e intereses compartidos

La batalla diplomática de Kosovo: posiciones irreductibles e intereses compartidos
realinstitutoelcano
Antonio R. Rubio Plo
ARI Nº 91/2007 - 9/08/2007
 
Tema: Serbia, la UE, Rusia y EEUU son algunos de los actores internos y externos de la batalla diplomática de Kosovo. Todos mantienen posiciones preestablecidas en las que difícilmente cederán, aunque no llegarán a una ruptura que pueda perjudicar a los intereses compartidos en otros ámbitos.

Resumen: Serbia no asume la situación de facto que supone la pérdida de su soberanía sobre Kosovo. Sin embargo, también considera que su oposición a la independencia del territorio no es incompatible con su camino hacia a la UE. Tampoco la Unión, en su propósito de conseguir la estabilidad en el sureste de Europa, liga inexorablemente ambos temas y espera que la futura misión que le sea encomendada en Kosovo sirva para amortiguar tensiones. Pero la presencia europea no desplaza a Rusia de su tradicional área de influencia balcánica. El apoyo de Moscú a la posición serbia sirve al mismo tiempo para reafirmar su papel de potencia global frente a las pretensiones del hegemón norteamericano. Por su parte, EEUU considera que la presente situación lleva inexorablemente a la independencia de Kosovo, considerada como un caso sui generis no aplicable a otras posibles secesiones. Como en el caso de Bosnia-Herzegovina y Albania, la estrategia norteamericana sobre Kosovo pasa por el fomento de un islam europeo, moderado y democrático, modelo para sus relaciones con países musulmanes, pero estos propósitos pueden chocar con las realidades del integrismo y del crimen organizado.

Análisis: La Historia nos demuestra que los mapas en Europa no son inmutables: 1918, 1945 y 1991 son fechas que han marcado la transformación del mapa continental. Las modificaciones territoriales como consecuencia de revoluciones políticas o conflictos militares responden al triunfo de los hechos consumados. Ante ellos resultan impotentes todos los argumentos. La situación de facto es la que determina el estatus definitivo. En el caso de Kosovo, hay un factor que contribuyó a acelerar los acontecimientos: la abolición de la autonomía del territorio por Milosevic en 1989. Esta medida representó un intento de contraponer un mito histórico a una realidad presente: en 1389 los serbios habían combatido a los otomanos en Kosovo, en el Campo de los Mirlos y el resultado fue uno de tantos ejemplos históricos de gloria en la derrota. Seis siglos después, el nacionalismo agresivo de Milosevic parecía convertir a los albanokosovares en los nuevos otomanos y triunfar esta vez sobre ellos al precio de proclamar una ley marcial e instaurar un régimen segregacionista. A partir de ahí quedaba abierto el camino para la secesión de Kosovo, pues se había creado una situación favorecedora de las tesis independentistas.

La intervención de la OTAN, el Plan Ahtisaari y una imposible partición
Tras la masacre de Racak (enero de 1999), en la que murieron 45 albanokosavares, se produjo un intento mediador del Grupo de Contacto (Alemania, EEUU, Francia, el Reino Unido, Italia, Rusia y representantes de la UE) y de la OSCE para buscar un acuerdo estable para poner fin a los enfrentamientos por medio de las conversaciones de Rambouillet. Pero toda solución que llevara a la más mínima merma de soberanía serbia tenía que ser rechazada por Milosevic. La intransigencia del presidente serbio, que tampoco modificaría su política en Kosovo, llevó el 24 de marzo de 1999 a la campaña de bombardeos aéreos de la OTAN, justificada en razones humanitarias protectoras de la mayoría albanokosovar. Por fin, el 10 de junio Milosevic se avino a retirar a las fuerzas serbias de Kosovo, territorio que estaría desde entonces bajo la administración de las Naciones Unidas.

En noviembre de 2005 el ex presidente finés Martti Ahtisaari fue designado enviado especial de la ONU para Kosovo, con el objetivo específico de elaborar un estatuto final para la nominalmente provincia serbia. Después de catorce meses de negociaciones, Ahtisaari remitió su informe al Consejo de Seguridad en marzo de 2007, un documento que recibió el apoyo de EEUU y la UE. La principal recomendación del informe es que Kosovo debería tener una independencia, supervisada por la comunidad internacional. Insistía también en que ni el retorno a la soberanía serbia ni una continuada administración internacional eran opciones viables para el territorio. Ahtisaari reiteraba además que Kosovo era un caso único que demandaba una única solución, saliendo así al paso de las objeciones de aquellos países inquietos por que sirviera para alentar posibles secesionismos. A este respecto, abogaba por normas sólidas protectoras de las minorías, en especial de la serbia, y el establecimiento de unas fuerzas de seguridad multiétnicas y bajo control democrático. Kosovo tendría incluso la capacidad para concluir acuerdos interestatales y solicitar la adhesión a organizaciones internacionales. Por último, se sugería un período transitorio de 120 días para transferir el poder a las nuevas autoridades en Kosovo y establecer una presencia internacional de la UE y de la OTAN. Sin embargo, el estancamiento del Consejo de Seguridad en la aprobación de una resolución definitiva sobre el futuro de Kosovo –hasta cinco borradores rechazados por Rusia y China– ha dado nuevo protagonismo al Grupo de Contacto que decidió iniciar el 25 de julio de 2007 nuevas negociaciones durante un período de 120 días. Se acordó además nombrar una troika mediadora, integrada por EEUU, la UE y Rusia.

En definitiva, el desenlace apunta a la independencia de Kosovo, pese a la oposición de serbios y rusos. Será el Grupo de Contacto –o mejor dicho, sus componentes norteamericanos y europeos– quien tendrá la última palabra ante la previsible falta de acuerdo entre serbios y albanokosovares. Recordemos que el embajador norteamericano en Serbia, Michael Polt, en declaraciones a la emisora de Belgrado B-92 el 26 de julio de 2007, señalaba que una resolución de las Naciones Unidas es “tan sólo una de las opciones” para resolver el estatuto de Kosovo. En cualquier caso, no habrá lugar para una supuesta salida intermedia: la partición. Eso sería ir contra la filosofía imperante en los foros internacionales: la defensa de la coexistencia multiétnica. Toda partición consagraría el denostado principio del nacionalismo etnicista y sería un ejemplo perverso para otras minorías en los países de la antigua Yugoslavia. Recordemos que el Grupo de Contacto siempre ha descartado esta opción que implicaría la unión de las dos partes resultantes con Serbia y Albania. El efecto más inquietante sería resucitar el fantasma de la Gran Albania tan temida por sus vecinos eslavos. A título de ejemplo: ha despertado inquietud que Agim Ceku, primer ministro de Kosovo, haya sugerido el 28 de noviembre para la declaración unilateral de independencia de Kosovo, el mismo día en que Albania se hizo independiente en 1912. Para entonces habrían prácticamente transcurrido los 120 días del período de negociaciones establecido por el Grupo de Contacto. Por lo demás, establecer los criterios de partición en Kosovo sería un complicado quebradero de cabeza, pues existe una considerable población serbia al norte del río Ibar, aunque también hay serbios que viven al sur de dicho río, y los monasterios e iglesias medievales serbios están dispersos por el territorio kosovar. En realidad, la partición no deja de ser una especulación de círculos académicos y periodísticos, y tampoco es compartida por los políticos serbios y albanokosovares.

Serbia no acepta una situación “de facto”
La principal consecuencia de la campaña militar de la OTAN en 1999 fue que la administración de Kosovo pasó de Serbia a las Naciones Unidas. De ahí que una futura independencia se base en esta situación de facto: Serbia fue expulsada de Kosovo y dejó de controlar desde entonces el territorio. Aunque Belgrado se aferra al principio de la soberanía estatal, entre cuyos atributos está la integridad territorial, y la resolución 1244 del Consejo de Seguridad considera a Kosovo como parte de Serbia, la restauración de la soberanía serbia resultará inviable no sólo por la memoria de tragedias y horrores recientes sino sobre todo por la aplastante demografía de la población albanesa. Convendría recordar que las referencias a la soberanía estatal y a la integridad territorial, que forman parte de los principios del Acta Final de Helsinki invocados por Serbia, no pueden ser interpretadas al margen del principio de libre determinación contenido también en el Acta. Pero más allá de estas consideraciones, lo cierto es que Milosevic, y con él muchos de sus compatriotas, nunca fueron conscientes de la situación real por su apego a visiones historicistas. La existencia de más de un 90% de población albanesa es la culminación de una tendencia de décadas, como demuestra el hecho de que en el censo de 1921 ya se identificó a un 64% de albaneses. Se entiende que la Yugoslavia de Tito actuara con realismo al conceder un régimen de autonomía. Otra cosa es que las medidas económicas y sociales adoptadas por aquel Estado sirvieran para integrar a la mayoría albanokosavar en el proyecto yugoslavo.

Con argumentos históricos se podría alegar que Kosovo nunca fue una entidad federada dentro de la extinta Yugoslavia ni conoció ningún período de independencia. Pero la certeza de tales afirmaciones no puede ocultar la realidad de que las mayorías nunca querrán ser gobernadas por minorías, sobre todo si en otro tiempo lo hicieron desde una posición de fuerza. Por encima del pasado histórico, habría que preguntarse con sinceridad: ¿estaría en condiciones Serbia de asumir la pesada carga de Kosovo? ¿Le sería de utilidad recuperar una soberanía que sería continuamente cuestionada por la inmensa mayoría de los habitantes del territorio? ¿Cabe una opción armada para un país derrotado en tres guerras balcánicas, con las consiguientes secuelas de desmoralización social que todavía arrastra? Mas estas preguntas nunca serán respondidas por la clase política serbia desde una óptica meramente racional. Un discurso racional afirmará que perder la soberanía sobre Kosovo no es una tragedia cuando ya se ha perdido de facto.  Se podrían poner los ejemplos históricos de Alemania, Polonia o Finlandia. Estos países vieron alterados a su pesar sus límites territoriales, mas al final los han aceptado: no había vuelta atrás en unos cambios obtenidos como resultados de guerras y desplazamientos de población. Respecto a Hungría, a veces comparada con Serbia, habría que resaltar lo traumático del tratado del Trianon (1920), con la pérdida de dos tercios de su territorio, y aunque siguen existiendo las minorías húngaras en el exterior, el país magiar, miembro de la OTAN y de la UE, ha aparcado toda reivindicación territorial. Ha comprendido que es más importante el estatuto personal que lo meramente territorial. Sin embargo, la Serbia posterior a Milosevic no está preparada para un sacrificio semejante, pues se le exige un esfuerzo titánico para una psicología secular: la ruptura con su historia. Es algo muy difícil en un país en el que los gobernantes solían apelar más a la legitimidad de la Historia que a la de las urnas. Recordemos que el nacionalismo serbio del siglo XIX vivió a la sombra de la batalla medieval de Kosovo para enfrentarse a la dominación otomana. Por otra parte, Serbia es un país en el que el Estado ha tenido el monopolio de la publicación de textos históricos, en los que muchas veces se solía presentar el conflicto como el estado natural de los pueblos en los Balcanes.

Sin embargo, el recurso a la fuerza no es una opción de las formaciones democráticas que gobiernan en Belgrado. El primer ministro, Vojislav Kostunica, y su nacionalista Partido Democrático de Serbia (DSS), son hoy referentes forzosos para cualquier mayoría gubernamental, y en su postura soberanista el DSS coincide con otros miembros de la coalición gubernamental como el moderado Partido Democrático (DS) del presidente Boris Tadic. Todos consideran una injusticia para con un gobierno democrático que EEUU y países europeos como Alemania, Dinamarca, el Reino Unido, Francia y los Países Bajos apoyen la independencia en razón de los crímenes cometidos en Kosovo por el régimen de Milosevic. Desaparecido el dictador, no tendría sentido propugnar la independencia y los serbios deberían hacerse nuevamente cargo de la administración del territorio al que dotarían de amplia autonomía. Pese a todo, no es muy probable que Serbia rompa relaciones diplomáticas con todos aquellos países que reconozcan al Kosovo independiente. Sería una medida tan drástica como costosa y poco práctica. Sin embargo, la diplomacia serbia se verá en la obligación de reiterar que esas relaciones no serán las mismas.

En definitiva, el nacionalismo democrático cree con fervor que Kosovo tiene que seguir siendo parte de Serbia y hace además hincapié en el peligroso precedente que constituiría la independencia de Kosovo para alentar otros secesionismos en Europa y en el resto del mundo. En cualquier caso, las diferencias de Belgrado con los países occidentales, no convierten en realista la opción de una Serbia “extraeuropea”, como la preconizada por el opositor Partido Radical de Tomo Nikolic, un país que sobre el papel contaría con aliados como Rusia, China y algunos países latinoamericanos enfrentados a Washington. ¿Acaso es viable una Bielorrusia balcánica? Nikolic se ha referido alguna vez a Suiza como modelo para Serbia, visión poco adecuada para un país tan alejado de ese paradigma del Estado del bienestar, por mucho que Suiza tampoco sea miembro de la OTAN y la UE.

Kosovo no es incompatible con Europa
La postura serbia sobre Kosovo es firme aunque esto pueda suponer obstáculos en el camino hacia Europa. Sin embargo, ese camino no se paralizará porque no interesa a ninguna de las dos partes: Bruselas considera prioritario para su seguridad la estabilización en los Balcanes Occidentales, y el Gobierno serbio parece lo suficientemente realista como para pensar que pueda tener algún futuro al margen de una Europa de la que forma parte en lo geográfico y en lo geopolítico.

Por lo demás, apenas existe un partido en Serbia que no defienda la soberanía serbia sobre el territorio. Lo contrario es exponerse a la impopularidad, a la pérdida del poder o a lo peor de la vida. El Gobierno coincide en su criterio sobre Kosovo con radicales y socialistas, que hoy están en la oposición. De hecho, el 24 de julio de 2007 el Parlamento serbio aprobó una resolución que reafirma la soberanía sobre Kosovo y que fue votada afirmativamente por la oposición y la coalición gubernamental. Pero es dudoso que esto pueda unir realmente a los antiguos enemigos de la época de Milosevic, que incluso rivalizarán en quien adopta una mayor virulencia verbal. Los separa sobre todo el europeísmo, pues el Gobierno ha decidido que la integración europea es un proceso que debe estar necesariamente separado del tema de Kosovo. Lo ha reiterado el ministro de Exteriores, Vuk Jeremic, empeñado en sacar adelante en el parlamento leyes de armonización con el acervo comunitario. Los serbios consideran una falsa disyuntiva tener que renunciar a la soberanía de Kosovo para integrarse en Europa. El presidente Tadic se entrevistó recientemente con el presidente de la Comisión, Durão Barroso, y es muy posible que a finales de 2007 pueda firmarse el ansiado acuerdo de asociación y estabilización con la UE, también al hilo de una mayor colaboración serbia en la persecución de criminales de guerra. Tampoco es probable que Serbia rompa relaciones diplomáticas con todos aquellos países que reconozcan al Kosovo independiente. Sería una medida tan drástica como costosa y poco práctica. La diplomacia serbia tendrá, sin embargo, que reiterar que esas relaciones no serán las mismas.

La mayoría de los miembros de la UE apoya abiertamente la independencia de Kosovo, y en general todos pretenden creer que es la única solución para que no haya un nuevo brote de violencia en la zona. No lo apoyarían tan decididamente si no fuera por el hecho de que allí se va a crear un nuevo protectorado de la UE cuya duración se prevé tan indefinida como puede ser la administración ejercida sobre Bosnia-Herzegovina. Se precisa para esto una resolución de la ONU, que podría ser aprobada si se desvincula de cualquier otra que contemple la “independencia supervisada” de Kosovo conforme al plan Ahtisaari. Pero, al mismo tiempo, los europeos pretenden amortiguar el impacto de la independencia sobre Serbia: la Comisión está trasmitiendo el mensaje de que los serbios no tienen que escoger entre Kosovo y la integración en la UE. Respecto a los albanokosovares, hay que señalar que no están muy conformes con una independencia limitada pero aceptarán la nueva misión internacional como un medio de salir del presente statu quo. El problema es que la administración europea sea a la vez una mezcla de solución y de “huída hacia delante”. El precedente de Bosnia Herzegovina demuestra que la Unión se aferra al criterio de la multietnicidad, que a veces la realidad sobre el terreno tiende a cuestionar, y el previsible futuro de Kosovo puede ser una vez más el del gobierno de un Alto representante de la Unión con capacidad de veto, que conlleve limitada transparencia acerca de dónde termina la jurisdicción internacional y la local. Los riesgos de corrupción no son menores. En tales circunstancias sería recomendable tratar a los albanokosovares más como socios que como simples beneficiarios de la ayuda europea. Lo más democrático sería darles una participación más efectiva en las tareas de gobierno, pero no es fácil que sea así. En el fondo late la desconfianza ante nuevos estallidos de violencia, con sus consiguientes efectos en los territorios vecinos, y de este modo la tutela internacional podría prolongarse durante bastante tiempo.

Los intereses de Rusia en los Balcanes y su reafirmación como potencia global
El debate sobre Kosovo evoca además la histórica oposición entre eslavófilos y europeístas en los Balcanes, alimentada también por el apoyo de Moscú a los serbios. En cualquier caso, el Gobierno de Belgrado aprovecha la circunstancia para consolidar una relación estratégica con Moscú, que también conviene a los rusos para reforzar sus posiciones políticas y económicas. Hasta ahora, no pocos analistas internacionales habrían certificado que el papel de Rusia en la región tocaba a su fin, pero la cumbre de la energía de Europa del sureste, celebrada en Zagreb el 24 de junio de 2007, demuestra lo erróneo de este cálculo. Las cifras son incuestionables: 73.000 millones de metros cúbicos de gas y 59 millones de toneladas de petróleo rusos han entrado en el mercado balcánico, lo que supone la mitad del total de las exportaciones rusas sobre el total del mercado europeo. En concreto, las necesidades de Serbia ascienden a 4,5 millones de tm de petróleo bruto y 3.000 millones de metros cúbicos de gas natural. Rusia no propone en absoluto que haya que elegir entre ella y Europa. La estrategia económica rusa también pasa por la UE y el propio Putin declaró que “estamos dispuestos a construir nuestras relaciones con estos países a través del proyecto europeo”. Lo cierto es que Moscú cuenta con Belgrado para extender la red de Gazprom y también existen intereses en diversos sectores: energías, infraestructuras, tráfico aéreo, metalurgia, banca, etc.

Durante los últimos meses se ha especulado mucho sobre la postura definitiva que tomaría Rusia en una resolución del Consejo de Seguridad sobre el estatuto final de Kosovo. Moscú siempre ha sugerido que no apoyará ninguna opción que no suponga el acuerdo previo de las dos partes en conflicto. Como este acuerdo no se va alcanzar, por mucho que se celebren conversaciones, los rusos difícilmente variarán en lo más mínimo su rotunda oposición a la independencia de Kosovo. El argumento de que la independencia será un ejemplo para otros territorios con voluntad secesionista será siempre el más utilizado por Moscú, sobre todo si esas aspiraciones soberanistas se dan en el ámbito de la Federación Rusa. Pero también hay otra razón de mayor peso, quizá más de carácter psicológico que pragmático: Rusia pretende afirmar su papel de gran potencia en la escena internacional. Por un momento los acontecimientos del 11-S alumbraron el espejismo de una mayor cooperación con EEUU en la lucha contra el integrismo islamista y alentaron formas de asociación como el Consejo Rusia-OTAN. Mas Moscú ha visto con desagrado la presencia de los norteamericanos en regiones euroasiáticas donde tradicionalmente estaba presente. No se ha conformado con las alegaciones de que la expansión de la OTAN es de carácter cooperativo, de extensión de la “seguridad democrática” y tampoco ha conseguido que la Organización del Tratado de Seguridad Colectiva, que agrupa a sus socios en la Comunidad de Estados Independientes, pudiera cooperar en pie de igualdad con la Alianza en el área euroasiática. Basta con repasar los documentos de la Alianza –y la práctica de los hechos– para comprobar que la OTAN se considera como el principal referente de seguridad en la llamada región euroatlántica.

La Rusia de Putin se muestra inexorable en su reafirmación como gran potencia. El último ejemplo ha sido la suspensión del tratado sobre fuerzas armadas convencionales aunque también hay que reconocer que el tratado no se adaptó realmente a las necesidades de la posguerra fría. Pero cuando no se puede ejercer como uno de los grandes económicos, la geopolítica tradicional termina por imponerse. En consecuencia, ha resultado errónea la apreciación que algunos llegaron a abrigar en la década de 1990 sobre que podía asociarse a los rusos a los sistemas político-militares occidentales, tal y como se hizo con la Alemania occidental cuatro décadas antes. Pese a la cordialidad de la reunión de Bush y Putin en Maine a principios de julio de 2007, los rusos no darán ninguna facilidad a los norteamericanos en la cuestión de Kosovo, pese a que se haya especulado en los últimos tiempos que Washington tendría algo que ofrecerles a cambio: algún tipo de concesión en la instalación del escudo antimisiles, mayores facilidades para la adhesión rusa a la Organización Mundial de Comercio... Sin embargo, Nicholas Burns, subsecretario de Estado norteamericano, descartó poco después del encuentro presidencial de Maine, que pueda existir alguna relación entre los contenciosos que oponen a los dos países y la independencia de Kosovo. Por tanto, ha triunfado la política exterior preconizada por el ex primer ministro y ex ministro de Exteriores, Primakov: lo que importa es el interés nacional. Ni norteamericanos ni europeos podrán arrogarse el derecho de moldear la política exterior rusa: no son aceptables el método del palo y la zanahoria ni tampoco cláusulas que impongan estándares de comportamiento. Moscú sólo cree en el concierto de las potencias a escala mundial aunque el sistema pueda recurrir a la veste jurídica de las organizaciones internacionales. Rusia apuesta más por el statu quo que por idealismos neowilsonianos. En este retorno al principio de equilibrio, al que se apuntan también las potencias emergentes, hay que saber aprovechar las oportunidades cuando surgen. De ahí que la oposición a la independencia de Kosovo sea un ejemplo de cómo Rusia pretende salvaguardar sus intereses en los Balcanes.

EEUU patrocina un islam moderado en los Balcanes
Al apoyar la independencia de Kosovo, EEUU emplea con frecuencia el argumento de que es necesaria para alcanzar la estabilidad en la región. Se ajusta al realismo de que los albanokosovares aspiran a la total independencia de Serbia, representan más del 90% de la población y que no son pocos los que recurrirían a la violencia para lograr este objetivo. Insisten los norteamericanos en que Kosovo será una independencia sui generis, el acto final de la desintegración de Yugoslavia, y que no debe ser un acicate para otros secesionismos. No consideran a los actuales gobernantes serbios como responsables por las acciones de Milosevic aunque creen que tienen una responsabilidad moral. En definitiva, piensan que oponerse a la independencia es una tarea inútil y que Serbia debería olvidar Kosovo y orientar definitivamente su futuro a la integración en las estructuras euroatlánticas. Por otra parte, las inversiones estadounidenses en Serbia superan los 1.300 millones de dólares y los vínculos militares se están reforzando gracias a la entrada de Serbia en diciembre de 2006 en la Asociación para la Paz, el programa de cooperación militar de la OTAN. En consecuencia, y por encima de la artillería retórica, como la empleada por Kostunica el 28 de junio de 2007 al referirse a una nueva batalla de Kosovo entre Serbia y EEUU, no es probable que se produzca una total ruptura de Belgrado con Washington si Kosovo alcanzara su independencia. Recordemos que Dragan Sutanovac, ministro serbio de Defensa, ha reconocido que sólo una fuerza militar internacional, como la que deberían desplegar la OTAN y la UE en un futuro próximo, podría proteger a los 130.000 serbios que quedan en Kosovo.

En los Balcanes el principal aliado de EEUU es Albania, un país cuyos estándares todavía le alejan de la UE, y dónde se ha ido afianzando la influencia de Washington. Su fidelidad se verá seguramente premiada con una invitación formal para su ingreso en la OTAN en la próxima Cumbre de la Alianza a finales de 2008. Se diría que, al igual que en el caso de Bosnia Herzegovina, Washington estaría apostando con Kosovo y con Albania, por un islam europeo, moderado y democrático, especie de modelo para el mundo musulmán. Esta estrategia, elaborada sin duda antes del 11-S, ha partido del convencimiento de que, bajo los regímenes comunistas, triunfó un laicismo que redujo al islam a un factor más cultural que religioso. Se trataría de desmentir la teoría del choque de civilizaciones y ofrecer la alternativa de una especie de islam secularizado e individualista, en la que la mezquita y el Estado se sitúan en esferas distintas. Pero esta apreciación resultó equivocada respecto al régimen socializante de Sadam Husein, entre otras cosas porque el dictador iraquí impuso en las formas un discurso islamista desde la primera guerra del Golfo. En cualquier caso, el marco sociopolítico iraquí no era el mismo de la década de 1970, y el terreno estaba en parte abonado para la yihad antes de la guerra de 2003. Los territorios balcánicos de población musulmana ya no son una tabula rasa salida del comunismo. Sin ir más lejos, un país con extremas carencias como la Albania de la década de 1990 no podía desaprovechar cualquier asistencia saudí, y tampoco los musulmanes bosnios dejaron de aceptar las interesadas ayudas de países islámicos durante el conflicto de 1992-1995. En consecuencia, no deberían haber constituido del todo una sorpresa las imágenes difundidas por los medios que presentaban a musulmanes de Sarajevo celebrando en las calles el ataque terrorista al World Trade Center. No menos preocupantes son las denuncias de la extensión paralela por Kosovo del crimen organizado y del integrismo. No basta, por tanto, para garantizar la seguridad el fomento de regímenes aliados cuando el enemigo no es tanto un determinado régimen sino una ideología política-religiosa, con un brazo armado, que está convencida de que el renacer del islam no irá ligado a modernizaciones occidentalizantes sino a un retorno a supuestas purezas originarias. Lo previsible es que el integrismo esté interesado en frustrar en los Balcanes cualquier experimento de país islámico democrático, tal y como ha hecho en el Irak y la Palestina diseñados en algunos think tanks norteamericanos.

Washington considera inevitable la independencia de Kosovo, pero ¿es realmente consciente de los riesgos que debe afrontar en la región?

Conclusión: Kosovo es una batalla diplomática en la que los actores se ajustan con escasa flexibilidad a unos principios preestablecidos. Serbia y Rusia mantienen las posturas más irreductibles alentadas por el nacionalismo de sus oposiciones públicas, que ven una renovación de la tradicional alianza eslavo-ortodoxa frente al secular enemigo musulmán apoyado ahora por los norteamericanos. Pero los intereses económicos y políticos de una Rusia que no quiere perder por completo su tradicional esfera de influencia en los Balcanes, son de mayor peso que los factores histórico-culturales. Mas todo parece indicar que la independencia de Kosovo llegará como desenlace de una situación de facto en la que Serbia perdió su soberanía. Se producirán las lógicas tensiones como consecuencia del reconocimiento de la independencia, pero los riesgos de inestabilidad en el territorio y en la región se derivarán no tanto de estas fricciones como de la eficacia de la futura misión internacional de la UE y la OTAN, que deberá demostrar su credibilidad en un entorno sobre el que se ciernen las amenazas del integrismo islamista y del crimen organizado.

Antonio R. Rubio Plo
Historiador y analista de relaciones internacionales