´En la muerte de Benazir Bhutto´, Fred Halliday

En términos de sus consecuencias, los asesinatos políticos - o si se quiere los magnicidios- presentan abanico. Algunos de radicalmente la historia e inauguran una nueva fase en la política del país, en tanto que otros no dan paso fundamentalmente a nuevas eras. El siglo XX, época jalonada de asesinatos, guerras y descubrimientos, aportó numerosos ejemplos al respecto: en su faceta más dramática, el asesinato del archiduque Francisco Fernando en Sarajevo en junio de 1914 condujo no sólo a la Primera Guerra Mundial sino también al desmoronamiento del orden de cosas anterior en Europa y Oriente Medio. El asesinato del líder comunista afgano Mir Akbar Khyber en abril de 1978, inadvertido a ojos de la mayoría de los observadores extranjeros, pero con enormes consecuencias para su país y para su vecino Pakistán, condujo al golpe prosoviético en el mismo mes. Siguieron tres decenios de guerra y se propagó la violencia islamista en el mundo. En la moderna historia española, las muertes en 1923 de Primo de Rivera y, en 1973, de Luis Carrero Blanco fueron también momentos de cambio dramático, de diversas consecuencias.

En materia de asesinatos, según parece, el siglo XXI escribirá sin duda su propio capítulo sangriento y singular. Ya hemos presenciado asesinatos de consecuencias políticas importantes o que auguran episodios dramáticos: el asesinato del líder libanés Rafiq al Hariri en el 2005 polarizó aún más la política nacional y regional de su país, aunque no fue el primero ni el último de las voces críticas de Siria en la historia reciente de ese país. Suele olvidarse que los acontecimientos del 11-S fueron precedidos por los del 10-S, la muerte en el norte de Afganistán del líder guerrillero Ahmed Shah Masud, asesinado por agentes de Bin Laden que simulaban ser periodistas y deseosos, como anticipo de la operación prevista en Nueva York, de liquidar al único líder afgano capaz de desafiar el régimen vigente en Kabul. Y ahora, el asesinato de Benazir Bhutto, anticipado por ella misma: la política de Pakistán y de hecho del conjunto de Asia occidental se sumerge en una incertidumbre cuyos efectos exceden en gran medida las fronteras de su país.

Nadie que como yo mismo se haya reunido con Benazir Bhutto y haya conversado con ella podrá olvidar tal experiencia. Era mujer de gran inteligencia, resolución y agallas combinadas con todo el encanto, cultura y a veces grandilocuencia propia de la elite asiática poscolonial (acuden a la mente los nombres de Salman Rushdie, Tariq Ali, Imran Jan, que no son mancos a la hora de mostrar su ego o su lengua afilada). Como al fundador de Pakistán, Mohammed Ali Jinnah, a Benazir le encantaba sostener su vaso vespertino de whisky, y como a las elites políticas de los cuatro estados herederos del imperio británico (British Raj),a los que cabría añadir Birmania, Benazir hizo gala de su compromiso político firme y leal respecto de la memoria de los familiares próximos que habían perdido la vida en asesinatos políticos: su padre Zulfiqar Ali Bhutto, primer ministro de 1973 a 1977, a quien oí hablar en la Oxford Union a mediados de los sesenta, cuando era ministro de Exteriores (muerto por el ejército pakistaní en 1979); gran orador, impulsivo y enérgico. Benazir, como antes Sanjay Gandhi en India, Aung San Suu Kyi en Birmania - cuyo padre fue asesinado cuando era primer ministro en 1946-, Sirimavo Bandaranaike en Sri Lanka - cuyo marido, primer ministro, había sido asesinado anteriormente- y la viuda del líder de la independencia de Bangladesh, Mujib, asumió el legado de su padre como una obligación y asunción de legitimidad, como también un billete para el poder político y la riqueza económica. Cuando en una ocasión, en casa de su biógrafo estadounidense, le censuré que en calidad de mujer laica hubiera apoyado a las guerrillas islamistas en Afganistán, puso fin abruptamente a la conversación con las palabras: "¡Era la política de papá!". Me quedé sin respuesta.

Como han señalado numerosos analistas, Benazir Bhutto tenía el talante ambicioso y despiadado de su profesión: la vi por última vez en su exilio en Londres un tanto apartada de los focos tras haber sido destituida como primera ministra por segunda vez en 1996: me persuadió para organizar una reunión sobre su figura en la London School of Economics. Me mostré de acuerdo, a condición de que no fuera yo quien la presentara. El fotógrafo del centro no debía fotografiarla. En el momento previsto y mientras se apiñaban sus seguidores para presenciar su intervención, Benazir atendió una llamada de su móvil y, con semblante afligido, nos comunicó que debía regresar a casa pues había olvidado las notas de la conferencia. Como pudo comprobarse más adelante, se trataba de una estratagema habitual en ella para elevar la temperatura de la sala. Cumplido el ritual y totalmente serena - hora y media más tarde-, ante un auditorio embargado del clásico júbilo asiático propio de la ocasión, se metió al auditorio en el bolsillo. Fue una velada redonda, para ella y para los estudiantes.

Por mi parte, concluida la velada y sana y salva mi invitada, opté por volver a mi despacho y responder unos cuantos correos electrónicos. No volví a verla, pero mi colega Geoffrey Stern la visitó posteriormente en Dubai: la encontró sin cambios, impertérrita. En una ocasión, cuando Stern grababa una serie de entrevistas a destacados políticos y líderes (entre ellos, Helmut Schmidt, Edward Heath y Lee Kuan Yew), preguntó a Bhutto qué echaba de menos, sobre todo tras adoptar la decisión de entrar en la política y aspirar al cargo de primera ministra. Benazir contestó: "¡Echar un trago con los amigos!", palabras que rogó que no se incluyeran en el texto publicado. Sin embargo, esta salida - como la trayectoria un tanto escénica de su vida pública- da idea de su carácter y estatura humana.

 

Fred Halliday, profesor visitante del Institut Barcelona d´Estudis Internacionals (IBEI) y profesor de la London School of Economics, 31-XII-07, lavanguardia