´Sobredosis de regalos´, Martina Klein

Mi hijo de casi tres años ha pedido a los Reyes Magos un Buzz Lightyear y cuando le pregunto que qué es eso (sólo por reírme), mi chiquitín, que hasta hace poco balbuceaba, me explica con lengua de trapo que "un guardián del espacio interestelar", y a mí se me cae la baba y engordo mil kilos de orgullo maternal.

Aún no sabe que los Reyes de hoy en día acatan punto por punto la lista interminable que ellos formulan. Los Reyes son cada vez más ricos o se endeudan con los bancos hasta las cejas, porque nuestros niños despiertan el 6 de enero con una sobredosis de regalos que no dan abasto. A mí los Reyes me traían un regalito. Aquello que realmente me hacía ilusión y ese juguete marcaba una etapa de mi infancia, como lo hacen algunas canciones.

No sé los demás padres, pero yo durante el año colmo a mi hijo de regalitos que, más que a él, se me encaprichan a mí: que un puzzle, un juego de piezas de madera, una peli de Disney y los pertinentes muñequitos de goma… Disfruto como una enana viéndole abrir el envoltorio que contiene su nuevo tesoro. La llegada de los Reyes de Oriente es una excusa más para verle abrir un regalo, pero he de confesar que abre con la misma ilusión un paquete que no abarca con los brazos que un Kinder Sorpresa. Pasado el momento de descubrir el objeto de su nueva posesión, lo deja abandonado y vuelve a sus clásicos. Es cuando cojo el juguete en cuestión y le persigo por la casa para explicarle sus virtudes y ventajas, que parezco un anuncio promocional. Y entonces me pregunto: ¿lo estoy haciendo bien? Los niños son felices con muy poco, y sin embargo la mayoría de los padres les agobiamos de regalos innecesarios.

Nos volcamos, como si en ello nos fuera la vida, en facilitarles la tarea a los monarcas buscando, peregrinando y peleándonos con otros padres para que a los nuestros no les falte de nada. Dedicamos tantas horas y dinero en la tarea, que más que la preparación para la fiesta parece un vía crucis.

Yo recuerdo los Reyes de mi infancia con mucha magia, más que por lo que encontraría al lado de mis zapatitos, por la emoción al preparar el tentempié de los camellos, porque a la mañana siguiente encontraba un cisco de agua, hierba y galletas como prueba impepinable de que habían pasado por casa, y la sola idea me volvía loca. Hoy vuelvo a sentir ese hormigueo, porque reviviré esa alegría a través de un querubín en pijama.

Muchos pensamos que las fiestas son para los niños, y que se nos da la oportunidad de volver a vivirlas a través de ellos, pero a juzgar por la sobreexcitación con la que consumimos y les perseguimos para que aprecien los cientos de regalos que reciben, me atrevo a pensar que es al revés, que las fiestas son para los mayores y que los niños, que son muy listos, nos siguen la corriente para corresponder a nuestra euforia, no vaya a ser que los papás nos llevemos un disgusto.

5-I-08, Martina Klein, lavanguardia