´El tomate es un programa de televisión´, Quim Monzó

La Fundación Dieta Mediterránea ha organizado en las escuelas unos cursillos de cocina en los que han participado niños de entre ocho y once años. Les han enseñado a preparar platos y les han preguntado qué comen en casa. Con los resultados, la fundación ha redactado un estudio que acaba de hacer público. Casi uno de cada cuatro niños de entre ocho y once años no ha probado nunca un tomate. Para ser exactos: el 23%. El porcentaje de los que nunca han probado espinacas es superior: el 32%. Impresionan también los tantos por cientos de los que no han probado aceitunas negras (21%), zanahorias (16%), cebollas (16%, también) o naranjas (15%).

¿Qué había comido yo, a esa edad? (Yo y la apabullante mayoría de mis coetáneos.) Pues, todo eso: naranjas, zanahorias, cebollas, tomates, aceitunas, espinacas... Y acelgas, judías, guisantes, bróquil, lechuga, escarola, uva, chirimoyas... Y pollo, conejo, pavo, ternera, toro... Y pescado, por espinas que tuviese. Y despojos: callos, riñones, hígado, lengua... ¡Y capipota!Y sesos de cordero, rebozados. Comíamos poco pero de todo. A nadie se le ocurría que se pudiera no comer de todo.

En la presentación del estudio, Joaquim Llena, conseller del ramo, dijo que las cifras son "sorprendentes". A mí no me lo parecen. Me parecen espectaculares, pero no pueden parecer sorprendentes a nadie que haya visto cómo funcionan muchos padres actuales y los remilgos con los que tratan a sus hijos para compensar su transfuguismo, su renuncia a ejercer la autoridad y educarlos. Cuando el mío era pequeño, muchas veces venían a casa, a cenar, compañeros de clase. Fue en casa donde muchos de ellos probaron por primera vez rarezas como las espinacas, las cebollas, el limón... A veces venían también los padres y entonces cenábamos juntos mayores y pequeños. Había una madre que cada dos por tres señalaba el plato con un rictus de desagrado y decía: "Uy, a mi hijo eso no le va a gustar". En cambio, cuando la madre no estaba delante, cuando el niño venía a casa solo, sin sus padres, comía coliflor, cebollas, limones, ajos - lo que se terciase-, con gusto y sin ningún problema. Era a la madre a la que no le gustaban esas cosas raras y, sin pensar que su hijo podía tener mayor amplitud de intereses gustativos, le anulaba de entrada la posibilidad de desarrollarlos.

El problema no está en esos chicos que ahora tienen entre ocho y once años, sino en la generación previa, la de sus padres, que en muchos casos crecieron ya con una gran falta de referentes gastronómicos, incapaces de comerse un bistec si no es rociándolo con catsup. Y, por cierto: es precisamente esa falta de referentes gastronómicos, esa falta de formación del gusto, lo que explica el triunfo arrollador en ciertas franjas de edad de la denominada cocina creativa.

11-I-08, Quim Monzó, lavanguardia