´Ora pro nobis´, Joana Bonet

Mosén Enric fue el cura de mi pueblo de 1975 a 1990. Además de en la parroquia de Vinaixa, celebraba misa en Fulleda, adonde se desplazaba en Mobylette abrigado como un explorador de la Antártida y sin perder la sonrisa en ningún momento de su atribulada conducción. En las clases de catecismo padecíamos su aliento, ya que se alimentaba de kilos de cebolla tan fervorosamente como le rezaba a la Virgen. Con la austera huella de los años que vivió como fraile hasta que fue ordenado con cincuenta y siete años por el obispo de París - en ningún seminario español lo aceptaron-, pasaba largas horas con los enfermos y los moribundos. A menudo pedía perdón a los que pisaban la iglesia, hasta el extremo de que en una ocasión, después de ser insultado por unos vecinos, llamó a la puerta de su casa y se arrodilló ante ellos. Hoy por hoy no tengo dudas de que le debo, aunque él no lo pretendiera, la fecundación de esa idea del dios personal que fue sustituyendo al Dios verdadero y todopoderoso. Al Dios intolerante que ahora vuelve a enarbolar como bandera la curia romana y todos sus brazos universales, entre los que se cuentan asociaciones antiabortistas, fieles homófobos y los guardianes de una moral que sostiene que la laicidad pone en peligro la democracia. Mosén Enric nunca me retiró su simpatía, a pesar de comprobar cómo me alejaba de los sacramentos llevando a cuestas a mi pequeño dios, demasiado preocupado entonces por enamorarse. En sus últimos días escribió en un cuaderno: "Hem de respirar pau a la nostra vida, altrament la gent, com creurà en nosaltres?".

Dentro de lo que hoy llamamos Iglesia, existen muchas iglesias que anteponen la paz a la verdad salvadora. Sus miembros no se soliviantan ante el fracaso en el matrimonio ni se consideran llamados a emprender una cruzada contra la libertad sexual. Están demasiado ocupados en hallar una ranura de esperanza para las vidas que acuden a su puerta en busca de la luz de una cerilla. "Lo siento, señores obispos, pero la pluralidad y la riqueza de nuestra tradición cristiana permite que pensemos de manera diferente a muchos de ustedes", escribía el pasado lunes la teóloga Margarita Pintos de Cea-Naharro en El País.A menudo no se contemplan las iglesias en minúscula, aquellas que en lugar de excluir a quienes no cumplen sus dictados se dedican a ellos. Son iglesias que no figuran en ningún mapa turístico ni huelen a sotanas almidonadas. Las que dan gracias por un nuevo día con agua potable en la selva del Amazonas o en las fronteras sangrientas de África; la del padre Ángel con sus Mensajeros de la Paz, la de Enrique de Castro en Entrevías y sus misas dialogadas entre amas de casa, ex yonquis y banqueros. La de muchos curas de pueblo, de barrio, religiosos y voluntarios. Cuán lejos se hallan de esa Roma que ahora oficia misas de espaldas y quiere resucitar los cantos gregorianos y el latín.

Hace pocos meses en la Cope se habló de la homosexualidad con gente que "ha logrado salir de ella, superando sus problemas". En todo momento, la conductora, Cristina López Schlichting, y sus invitadas se refirieron al tema como si se tratara de una enfermedad, con voces compasivas que alentaban a superarla y a "curarse". La onda reaccionaria se extiende como la lava de un volcán en erupción. En su campaña mediática de "recuperación de la familia", los obispos no han salido a la calle a movilizarse contra la violencia doméstica ni contra el aumento de delitos sexuales; y ahí sí hay aberración - a diferencia de los pacíficos matrimonios entre homosexuales-. Se me ocurren muchas otras prioridades con las que la Iglesia podría contribuir a la madurez de nuestra sociedad, como hacen día a día sus servidores más díscolos, antes que predicar una idea de la familia que da casi tanto miedo como Hansel y Gretel.

16-I-08, Joana Bonet, lavanguardia