"Televisores en llamas", Ll. Moix

Semanas atrás, la prensa dio noticia de una quema de televisores en Pakistán. En una provincia del noroeste de aquel país asiático, se promulgó un edicto religioso que consideraba pecaminoso ver la tele. Acto seguido, un diligente grupo de fieles musulmanes amontonó una veintena de receptores de televisión, los roció con gasolina y les prendió fuego. Es de suponer que la fiesta acabó con la hermandad incendiaria brincando sobre las llamas y dando voces a mayor gloria de Alá, mientras crepitaban chips, estallaban pantallas y se expandía un desagradable olor de tele a la brasa.

Todos hemos pensado alguna vez en quemar la tele, aunque por otros motivos. Nuestro impulso no obedecía al fervor religioso, sino a un criterio de defensa propia: estábamos hartos de masticar ese tipo de programas lamentables que un niño poeta definió como "chicle para los ojos". Ahora bien, nuestra tele sigue en su carrito, ilesa. Lejos de sucumbir al brote pirómano, nos hemos conformado con apagarla. Y, al cabo de los años, con no encenderla. No cortes la cuerda que puedas desanudar, nos aconsejó Joubert.

De modo que la solución final pakistaní no nos complace. Remite a la quema de libros que preside la novela de Ray Bradbury Fahrenheit 541,escrita hace unos cincuenta años, aunque basada en una práctica habitual desde siglos atrás. Mucho antes de que se inventara la lista de libros más vendidos, la Iglesia católica ya redactaba su propia lista (negra), en la que incluía los incontables títulos que consideraba desafectos. El destino de tales publicaciones, cuando caían en manos de autoridades confesionales, solía ser la hoguera.

En tiempos en los que también se quemaba a los presuntos herejes, echar libros al fuego parecía un acto venial. Pero no lo era. Pese a lo cual ha seguido practicándose en Occidente hasta hace bien poco. En pleno siglo XX, los nazis - que habían progresado desde la pira hasta la cámara de gas (en lo tocante a cocción de humanos)- siguieron azuzando a sus matones para que saquearan y quemaran, a la manera tradicional, librerías y bibliotecas. Cosa que también hicieron, por cierto, bastantes energúmenos franquistas convencidos de que todo libro que no difundiera sus principios fundamentales era disolvente.

La quema de televisores, en todo caso, supone un paso al frente en la carrera de la estupidez. Quemar un libro significa combatir a lo bestia las tesis que en él se defienden, palabra a palabra. Quemar un televisor, por el contrario, es como quemar un libro en blanco. Lamento contradecir esta vez a MacLuhan, pero al destruir una tele no se destruye un mensaje. Tan sólo se frustra la posibilidad de emitirlo. Y hay que tener en cuenta que los aparatos pueden difundir cualquier tipo de mensajes, ya sean hostiles o afines. Eso lo sabe el golpista más bruto, incluso los del 23-F, que nunca pretendieron quemar los estudios de Televisión Española, sino ocuparlos.

Quiero decir con todo esto que la televisión se ha convertido, para los ciudadanos más o menos cultivados, en una desafiante paradoja. Por una parte, es un aliado necesario, dado su (infradesarrollado) potencial liberador. Por otra, es un trasto indeseable, dada la basura que ventila. Shimon Peres, el líder laborista israelí, lo sintetizó muy bien: "La televisión - dijo- ha convertido las dictaduras en algo imposible y las democracias en algo insoportable". En la combinación, típicamente judía, de optimismo y pesimismo que encierran tales palabras se reflejan los sentimientos contrapuestos que la televisión suscita. Sabemos que nos está degradando, pero debemos cuidarla y tratar de optimizarla, en Pakistán y aquí. Quizás en el país asiático la empresa lleve algo más de tiempo, pero aquí (si el Estatut lo permite) podríamos ir ya trabajando en ella. Porque ver televisión no es un pecado. Pero ver buena televisión, ahora mismo, es un milagro.

Llàtzer Moix, lavanguardia, 14-VIII-05