"El cisne ya no canta", A. Puigverd

Barcelona era, 25 años atrás, bulliciosa, efervescente, activísima; pero estaba ajada. Una ciudad gris, con escaso relieve internacional. Tuvo que enfrentarse a la lacra del barraquismo, a la tremenda desolación de los improvisados barrios periféricos, a la mugre, a la pobreza y a la marginalidad que se acumulaba en su bajo vientre portuario.

No sólo se enfrentó con aceptable nota a estos formidables problemas, sino que consiguió avanzarse, con éxito relativo, pero remarcable, al nuevo fenómeno mundial: la inmigración. Consiguió lavarse la cara, bañarse en el mar, maquillarse con alegría, redescubrir su patrimonio y conquistar el mundo en 1992 con una mezcla de eficacia organizativa y mediterraneísmo festivo. La ciudad se sintió guapa. Conquistó por méritos propios un lugar en el mapa mundial. Pero empezó a perder el sentido del ridículo cuando, con la excusa de los problemas de la humanidad, reformó un trozo más de su fachada marítima. A este exitoso modelo se le fundieron las pilas cuando proclamó a los cuatro vientos que Barcelona cambiaría el mundo. Bailando la samba en el paseo de Gràcia y organizando conferencias frente al mar.

Que sigue fundido lo confirma la rebelión de la opinión pública en contra de la suciedad y de la ocupación violenta y mancilladora del espacio público.

Quisiera detenerme en el Raval como ejemplo representativo. En él se concentran hoy algunos de los problemas que mayor indignación ciudadana provocan (calles y plazas excrementales; conculcación del derecho de los vecinos, no precisamente ricos, al descanso, a la seguridad y a la limpieza). Si tenemos en cuenta la fenomenal ola migratoria de los últimos diez años, el Raval podría ser infinitamente peor. Sus zonas fronterizas podrían haberse convertido en un inmenso barrio sin ley. En el Harlem del sur de Europa. Una selva marginal, infranqueable en el corazón de Barcelona.

Los románticos de la trágica Rosa de Fuego son todavía muy influyentes en el mundillo periodístico y cultural. A pesar de que para vivir escogen, generalmente, barrios apacibles y burgueses, esos glosadores de la Barcelona canalla y revolucionaria todavía hoy critican la enorme operación urbanística y social que significó para el barrio lo que se dio en llamar esponjamiento (derribos, nuevas viviendas, creación de plazas y rambla). También cuestionan los grandes centros culturales y universitarios que allí se han injertado. No pueden reconocer que esta cirugía urbana permitió diversificar la población del barrio: estudiantes, turistas, menestralía autóctona, marginalidad antigua, nueva inmigración. La operación fue carísima (equivalente a la inversión que el Ayuntamiento hizo en las instalaciones olímpicas), pero, a tenor de lo que sucede ahora, si la higienización no se hubiera realizado, la zona sería un infierno social.

No es un infierno, pero empieza a parecer un purgatorio urbano. ¿Qué ha sucedido que no estuviera previsto? La ola migratoria, que está descompensando el equilibrio buscado junto al turismo de chancleta y al turismo de bongo y perro. Estas complicaciones ya no se han afrontado con políticas de choque, sino con palabras. Tolerancia, por ejemplo. Tolerancia ante el pequeño delincuente, el inmigrante ilegal, el joven rebelde o el simple gamberro. El abuso del término tolerancia traduce un tópico ideológico muy sólidamente establecido en la moral de las elites políticas y culturales de la ciudad: todo el mal social responde a una injusticia y, consiguientemente, no se deben penalizar los excesos de los desheredados. Este tópico revela cierto complejo de superioridad. El patriciado progresista catalán (sea el político, sea el cultural o periodístico) no sabe, porque no lo ha vivido nunca, que las víctimas directas de la delincuencia, la suciedad, el ruido o la pestilencia callejeras son las clases modestas, que no pueden pagarse seguridad privada ni huir a segundas residencias.

Sólo algunas dificultades del Raval son comunes a otros barrios y zonas problemáticas. Paradójicamente, el común denominador de la ciudad es el sustrato ideológico que predomina entre los que la gestionan o piensan. Hubo un momento, que coincidió con los preparativos de la guerra de Iraq, en que el políticamente correcto catalán hizo su canto más sonoro. Como el cisne antes de morir. En la trinchera contra Bush y Aznar convergieron todos: antiglobalizadores y viejos antifranquistas junto a nacionalistas, progresistas y católicos. Alguien creyó entonces que una nueva generación, clónica de la que protagonizó la Assemblea de Catalunya, tomaba el relieve. Poco después, sin embargo, el Fòrum ponía las cosas en su sitio y evidenciaba la bancarrota intelectual de las buenas intenciones. Los problemas no pueden ya enmascararse con publicidad cívica, sino con sentido democrático de la autoridad. El cisne ya no canta. No es momento ni de verbenas ni de pesimismos. Es el momento de tomar conciencia, aunque sea leyendo a Giddens, de que la política no consiste en pontificar sobre el bien y el mal, sino en resolver problemas. 1992 era un momento optimista en toda Europa. La política podía ser festiva. Estamos en una fase de gran incertidumbre mundial. El mundo está hoy más inseguro y desordenado que ayer, pero menos que mañana. De la política no se esperan milagros, pero ya en ningún lugar de Occidente se perdona que contribuya, meliflua o alegremente, a aumentar la inseguridad y la zozobra.

lavanguardia, 12-IX-05