´La Iglesia, del consenso a la confrontación´, Julián Santamaría

No sé cuántos municipios españoles han dedicado una calle al Cardenal Tarancón. Ni sé si de España se ha monumento en homenaje a ese hombre que con tanta sensibilidad e inteligencia gobernó la Iglesia española durante los comienzos de la transición, se esforzó por reconciliar a los españoles con la Iglesia y a esta con ellos, se pronunció de forma inequívoca a favor de la democracia y renunció a propiciar un partido confesional para evitar que la religión se convirtiera, de nuevo, en un factor de división entre los españoles. Lo que es evidente es que la Iglesia española se ha distanciado cada vez más de su espíritu conciliador y tolerante y ha perdido desde entonces una buena parte de la autoridad moral, el prestigio y la influencia que él le devolvió.

Es verdad que la sociedad española ha experimentado un cambio vertiginoso en muy pocos años y que no es fácil para nadie comprenderlo, asimilarlo y digerirlo. Si incluso los partidos van por detrás de esa profunda transformación es comprensible que a la Iglesia le ocurra otro tanto. Pero una cosa es la dificultad de alcanzar ese ritmo y, más aún, la de liderarlo y otra muy distinta negarse a reconocerlo y rechazarlo como si eso bastara para detenerlo como aquel cojo que, corriendo delante de un toro bravo, gritaba a los que iban delante "no corráis que es peor".

Negar la realidad o ignorarla no lleva a ningún sitio. Los seminarios están vacíos. Las iglesias también. Muy pocos comparten las interferencias de los obispos en la política.

Es difícil encontrar en las iglesias un cura con una mínima preparación para acomodar el mensaje evangélico a los nuevos tiempos y, tal vez por eso, es tan difícil encontrar en una iglesia a personas de menos de sesenta años. Las fuerzas armadas, las administraciones públicas y las empresas se han modernizado. La Iglesia, no. Probablemente, no existe en España una institución más ineficiente y con menos prestigio que ella, tras haber sido tan importante y cercana a la gente y haber disfrutado de tanta influencia durante tantos siglos. ¿Cómo, si no, cabe explicar que en la católica España siete de cada diez adultos declaren que no siguen en sus comportamientos privados las "orientaciones" de la Iglesia?

Los dirigentes eclesiásticos conocen muy bien esos datos. Pero en lugar de hacer lo que haría cualquier organización para reforzar su autoridad y su eficacia, o sea competir, se empeñan en hacer responsables de su propia incapacidad a los demás. No hay más divorcios ni más abortos porque los permita la ley, sino porque hay menos gente que sigue las enseñanzas de la Iglesia y no hay menos gente que las siga porque alguien las "adoctrine" sino porque la Iglesia se resiste a admitir que las sociedades evolucionan y que, pese a todo, lo suyo es mirar para otro lado y exigir al Estado que imponga por ley la doctrina que ella es incapaz de transmitir a sus fieles. Está en su derecho, pero debe ser consciente de que eso no la lleva a ninguna parte.

En esta legislatura la Iglesia se ha echado varias veces a la calle en contra del Gobierno con los más variados pretextos. También en esto, tiene todo el derecho, pero, de igual modo, está obligada a admitir sin victimismo la posibilidad de ser criticada. Es bueno que la Iglesia española valore la libertad de expresión, tras haberla rechazado y combatido durante siglos, pero sería bueno que, además, reconociera sus costes y entendiera que lo que dice cada cual, incluida la Conferencia Episcopal, queda sujeto a la crítica de los demás y que ni sus opiniones ni sus actitudes tienen bula. ¿O es que el Gobierno es criticable y la Iglesia no? Si así lo cree, y está en su derecho, debería explicarlo, en lugar de quejarse.

Ni España, ni el Gobierno de España son responsables de que la Iglesia haya perdido influencia social. Las leyes del divorcio, el aborto o los matrimonios homosexuales no imponen a nadie obligación alguna. Autorizan conductas a todos los ciudadanos que la Iglesia prohíbe a sus fieles que son libres de optar o no por lo que ella prescribe. La Iglesia debería explicar si está o no a favor de la libertad o sólo de algunas libertades o sólo de su uso por algunos, como ella misma.

Por qué es fundamental la libertad de los padres para elegir la educación de sus hijos y no la de estos para decidir cómo y con quién se casan o se divorcian. O por qué ha de ser obligatoria la enseñanza de la religión y no la educación cívica, o por qué esta es indoctrinación y aquella no.

El maniqueísmo no funciona. He hecho algunos estudios de opinión en países, como la República Dominicana, donde la Iglesia católica es la institución que goza de mayor prestigio e influencia. ¿Por qué? Porque es más coherente con sus principios, porque trabaja para unir y no para dividir. ¿Por qué aquí niega a sus fieles la libertad, que tanto invoca, de votar por la opción que cada cual considere más oportuna? ¿Por qué necesita orientar a sus fieles en materias como la lucha contra el terrorismo? ¿Quién los ha desorientado? Juan XXIII la invitó al aggiornamento,es decir, a ponerse al día. Sus sucesores en Roma y en España han preferido hacer exactamente lo contrario.

Ellos sabrán por qué, pero es difícil entender por qué entonces había que ponerse al día y ahora no.

29-II-08, J. Santamaría, lavanguardia